El Mandarín
diferente manera sirviéndome ella misma, con su traje de seda de los domingos, arroz con leche, y otros platos por el estilo. Compré un pala
abrado, y cortinajes de un raro brocado negro, donde ondean, bordados en perlas, versos eróticos de Cá
taba una casita cubierta de enredaderas y me recordaba por la gracia y por lo airoso de su cintura, todo lo que el arte ha creado más fino y frágil: Mimí, Virginia, Julieta.... Todas las noches, en éxtasis místico caía a sus pies
Al verme, pálida y trémula, escondió el papel que ostentaba en tinta roja su monograma. Yo, en un arranque insensato de celos, se lo arrebaté. Era la carta,
desconfié para siempre de los ángeles rubios que conserva
tras idealizaciones funestas, la diabólica carcajada de Mefistófe
a la galería mirando a mis ?Fortunys? y a mis ?Curots? entre dos filas silenciosas de lacayos, dirigiéndome al comedor, donde, servidos en platos de Sévres, azul y oro, humeaban los más suculentos manjares. El resto de la ma?ana lo pasaba en un ?boudoir? en que el mobiliario era de
las Almas: era la hora más pesada del día. La turba abyect
nde el pensamiento de la humanidad reposaba olvidado y encuadernado en marroquí, cogía una pluma de pato
de participar a V.E...-Tengo el ho
el comedor majestuoso y solitario. Una multitud de lacayos, con libreas de seda negra, servía, en un silencio de sombras que resbalan, las vituallas más raras y los vinos más costosos que joyas
s, un vivero de hembras, y envuelto en una túnica de seda fresca y perfumada, me entregaba a los delirios más abominables.... Me traían medio muerto a c
racia, negrear las sotanas del clero y relucir el sudor de la plebe. Todos venían a suplicar con frase abyecta, una peque?a participación en mi riqueza. A veces consentía en recibir a algún viejo aristócrata: penetraba en la sala
gunos, chinelas o boquillas, y todos, su conciencia. Si mi mirada amortiguada se fijaba casualmente en la calle en alguna mujer, al día
eras. ?El Fígaro?, habló de mí cortesmente; en todos sus números me llenaban de elogios; el grotesco inmortal que firma ?Saint-Genest? me dirigió apóstrofes, pidiendo mi ayuda para salvar a Francia; y fué tanta mi popularidad, que todas las Ilustraciones extranjeras publicaron a un tiempo los detalles más insignificantes de mi vida íntima. Recibí de todas las princesas de Europa cartas con sellos heráldicos, exponiéndome por medio de fotografías y documentos la forma de sus cuerpos y la antigüeda
nto, vivía
da sobre mi lecho de oro, veía una figura extra?a, de coleta negra y túnica amarilla, con un papagayo de papel entre l
el silencio del cuarto, en donde las velas que ardían en los bru?idos
o matar a e
asma panzudo que se acomodaba sobre mis muebles, sob
lavada en mi espíritu como un hierro inar
la manera italiana del Renacimiento, ni con ninguno de esos métodos clásicos que en la historia de las M
anilla. Era absurdo, fantástico. Mas no disminuía la trá
or más alto que levantasen el vuelo mis imaginaciones, terminaban por herirse las alas en ese monumento de miseria moral. ?Ah, por más que se considere la vida y la muerte como vanas transformaciones de la substancia, es pavoroso el pensamiento que ha de ba?arse
te regalas, no volverá a gozarlo el
epitud del Mandarín y su gota incurable. Fecunda en argume
un bien supremo; ?porque el encanto de ella reside
o de rígido pedagogo. Alzaba altivamente la f
nciencia no me asusta! Eres apenas una perversión de la sensib
ma, con una lentitud de brisa, un rum
s, come, duerm
rtaja; el agua perfumada en la que me ba?aba se pegaba a mi piel, con la sensación espesa de sangre que se coagula; y los pechos desnud
as yo me comía lo suyo en vajilla de Sévres, con una pompa de Sultán perdulario, atravesarían en China todos los infiernos tradicion
iejo letrado; y de sus labios cubiertos por los largos pelos bl
ndo tú vienes de dormir sobre el fresco seno de tus amantes, gimen de hambre, api?ados, para luchar con el frío, entre el
n pedazo de pan sin recordar a los descendientes de Ti-Chin-Fú, pidiendo de comer,
frío, vestidas de andrajos de viejas sedas, caminando con los pies amoratados por un campo de nieve. El techo de ébano de mi palacio me recordaba la familia del Mandarín; durmiendo
envidiosa poblaba mi palacio, comentando las f
omo una serpiente irritada, decidí implorar el auxilio de aquel
mente pagado, un regimiento de curas y canónigos, por las catedrales de la ciudad y por las capillas de las aldeas, fué pidiendo a Nuestra Se?ora de los Dolores que volviese sus ojo
os juntas, rezos y plegarias, como si viese en la Oración y en el Cielo algo más que una consolación ficticia que inventaron los due?os de todo, para contentar a los que no tienen nada. Yo pert
demia de los Ilan-Lin, colaborador probable del gran Tratado de Khou-Truane-Chou, que ya tiene publicados más de setenta y ocho mil setecientos treinta volúmenes, era sin duda alguna sectario de la moral positivista de Confu
a alcanzar los favores de Aspasia; y a la manera de un ventrudo banquero que obtiene las complacencias de una bailarina regalándola una quinta entre á
consagrar la iglesia; mas cuando yo aquel día entré a visitar a mi divina huésped, lo que vi más allá de las calvas de los celebrantes, no fué la Reina de Gracia, rubia, con su túnica azul, sino al viejo Mandarín con s
ovía, eran favorables al desenvolvimiento de estas imaginacione
ocia; levanté mi tienda delante de las murallas exangélicas de Jerusalén; y desde Alejand
ía de las ruinas, las desilusiones del ?b
illones de pesetas sin perturbar su equilibrio. Esta idea era mi desesperación. Quise saber si verdaderamente la desaparición de Ti-Chin-Fú fué funesta a la decrépita China; leí todos los periódicos de Hong-Kong y Shang-Hai, velé noches enteras sobre historias de viajes, consulté sabios misioneros;
es que son la fuerza de una raza. Yo le dí muerte, y con él murió la vitalidad de su patria. Su vasto cerebro tal vez hubiese salvado los rasgos geniales de aquella vieja monarquía asiática, y yo inmovili
e la música de las charangas, entre el estridor brutal de los cobres, rompían el ?can-cán?, cuando prostitutas de seno desnudo, cantaban coplas canallescas; cuando mis convidados bohemios, ateos de cervecería, injuriaban a Dios, con
chas veces, vestido de blusa, con la gorra echada hacia atrás, del brazo de ?Mes-Bottes o Bibi-la-Gaillarde
fants de la
loire est ar
eas se fueron reuniendo en mi espíritu, alineándose en formidable formación. Marcharía a Pekín; descubriría la familia de Ti-Chin-Fú; casándome con una de las se?oras, legitimaría la posesión de mis millones; daría a aquella casa letrada su antigua prosperidad; para calmar el espíritu irritado del Mandarín celebraría po
inos del viento. Suspiré anhelante por pisar la tierra de China. Después de largos preparativos aligerados a peso de oro, una noche, por fin, partí para Marsella. Había alquilado un buque entero: ?El Ceil