El Mandarín
amino. Y como dijo el alegre padre Loriot, ?era ya tiempo?; porque alrededor de mi cuerpo inmóvi
caserío de siervos, al pie de un castillo feudal. Existe desde los primeros misioneros que recorrieron toda la Mandchuria. Porque nos hallábamos en los confines de la China. Más allá está la Mongolia, la ?Tierra de las hierbas?, inmenso prado verde obscuro, bordado de flores s
lazaristas era el e
rga coleta y sus venerables barbas, agitando dulcemente un enorme abanico, me parecía algún sabio letrado Mandarín comentando mentalmente, en la pa
maitines. Por respeto a los viejos misioneros, oía misa en la capilla; y me enternecía allí, tan lejos de la patria católica, ver a la clara luz de la ma?ana la casull
efectorio, paseando por el claustro, escuchaba historias de lejanas misiones apostólicas, en el ?País de las
urioso que recorría, tomando apuntes, el mundo entero. Y esperando que mi oreja ci
que había venido de los confines de occidente, para traer a una provincia china la abundancia de mis millones, y que, apenas
millones era lo má
China, la personalidad de Ti-Chin-Fú, me par
a ?qué iba a hacer allí, sino exponerme por el aparato de mi riqueza, a los asaltos de un
amente al Cielo Chino de los abuelos, y ya el aplazamiento delmis muebles. Vería mis esfuerzos, mi deseo de ser útil a su prole, a su provincia y a su raza, y sati
nquilo a gozar la alegría de mi oro, al Loreto o los boule
o eran culpables de las pedradas que me tiró el populacho. Y yo, cristiano, aislado en un templo católico, teniendo a la cabecera de mi cama el Evangelio, cercado de existencias que eran e
isión, y mi ferviente deseo de partir del Imperio Celeste. Le pedía que remitiese a la mujer de Ti-Chin-Fú los millones depositados p
llevó esta carta que yo lacré con el sello del co
, con un grito ondulado y vibrante, ojeaban los matorrales con sus lanzas. A veces una gacela saltaba, y con las orejas bajas, estiradas y finas, partía en el filo del viento. Soltábamos el halcón que volaba sobre ella con las alas serenas, dándole a espacios regulares, con toda la fuerza de su
riatura en los brazos; la había encontrado abandonada, desnudita, muriéndose a la orilla desolada de un camino. La bautizó después en un arr
gruesas gotas de sudor, sacó de los bolsillos de
amilloff, amigo Teodoro. Está bueno,
stro a leer los dos pliegu
quedamos consternados. Mas luego las siguientes nos llenaron de aleg
na severa reclamación al príncipe T
e Tien-Hó, en concepto de indemnización, y en castigo de la injuria hecha a un extranjero, la importante suma de trescientos mil francos. Es, como dice Mariskoff, un excelente resultado para el Erario imperial y queda así
xtraordinariamente estos perritos, guisados en caldo de azúcar. Ha ocurrido un hecho abominable y de funestas consecuencias; la embajadora de Francia, esa petulante madame Gujón, ese gallo enjuto (como la llama Mariskoff), en la última comida de la legación, dió, despreciando todas las reglas internacionales, el brazo, su
ueba (y ninguno lo duda) es que lord Gordon es el Benjamín del ?Gallo enjuto?. ?Qué asco! ?qué podredumbre!... La generala no está buena, desde que usted partió para esa maldita Tien-Hó; el doctor Pagloff no at
lla me pide que le salude en su nombre, y desea que cuando llegue usted a París, si va a París, le remita por el correo de la Embajada para San Petersburgo (de allí vendrá a Pekín) dos docenas de guantes d
njuto?, y vivimos ahora en el Palacio de la Legación de Inglaterra. Estos son los inconvenientes de no tener la Embajada rusa p
Czar se desatienden los más serios intereses de la civilización rusa! Todo lo dicho es lo único nuevo que acontece en Pekín y en las legaciones. Recuerdos de Mariskoff, y t
l Cami
hina, en la provincia de Cantón. Mas también hay una familia Ti-Chin-Fú más allá de la gran Muralla, casi en la frontera rusa, en el distrito de Ka-ó-li. Ambas perdieron el jefe y ambas están en la miseria. Por l
o y leves contusiones en el hombro, habiendo salvado solamente del saqueo una litografía de Nuestra S
l príncipe Tong me ha ofrecido pagar por cada uno diez mil francos, tomados d
avés de la China en busca de la familia Ti-Chin-Fú, él se considera honrado y
ill
regalada vida del Loreto, mi nido amoroso de París, vengo volando como un tordo desde Marsella a Shang-Hai, sufro las pulgas de las habitaciones chinas, el hedor de las casas, la polvoreda de los caminos áridos ?para qué? Tenía u
de China, traerle nuevas prosperidades, y me lo veda la ley imperial. Aspiro a conceder una limosna sin fin a este populacho hambriento, y corro el peligro de ser decapitado como instigador de rebeliones. Vengo a socorrer a un pueblo y la turba
oreja a las piedras brutales, huir aún por caminos d
a las arcadas del claustro, a los árboles,
cional, generoso y lógico! ?Estás, en fin, satisfecho, letrado venerab
obre las moreras, a lo lejos de las arcadas, se secaban sobre papel de seda las hojas de té de la cose
dios y el aire pastoril de aquella colina, donde dormía bajo un sol blanco de invierno, el pueblo re
dije, limpiándome una gota de sudor que corría po
Chin-Fú es
su breviario cerca de la ventana, saboreando confites
ropa. ?Alguno de vuestros compa?eros
lentes, y hojeando un ámplio reg
cer una novena. Duodécima luna, el padre Sánchez para Tien-Tsin también,
a?a
rera. Nosotros ya le amábamos como a un hermano, mi querido Teodoro. Coma un confite, son deliciosos. Las cosas están en feliz reposo, cuando se hallan en su
n una página del Evangelio de la pobreza, un fajo
do para su
Gutiérrez le preparará una fiambrera superior
y el padre Sánchez, descendí del convento al repique de las campanas. Y allá vamos, hacia
to en pieles de carnero, alrededor de las hogueras, en la popa del barco, los buenos padres y yo íbamos conversando de los trabajos
separé de aquello
garro y mirando las luchas de perros en el puerto de Hong-Kong, sobr
l en que a las primeras vueltas de la h
imperio a calmar por la expiación una protesta temerosa de la conciencia, y por fin, impelido por una impaciencia nerviosa, partía, sin haber hecho
o destin
Me paseé errante por la cubierta, mirando aquí y allí la brújula iluminada, los montones de cabrestantes, las piezas de la máquina envueltas en una claridad ardiente, golpeando con cadencia; la humareda negra que se elevaba de las chimeneas ennegreciendo el firmamento; los marineros
, redonda y blanca, hería los cristales del camarote con un rayo de claridad, y entonces, medio oculta y pálida, v
él ot
o mercante, cuando entramos en Malta, resbalando sobre las rosadas monta?as de Sicilia y emergiendo de los mares que cercan el Pe?ón de Gibraltar. Cuando desembarqué e