El Mandarín
to, donde, como en otro tiempo, las velas que ardían en los bru?idos candelabros de plata daban a los rojos dama
e aquella panza amarilla, yel Loreto, y con él m
arques, y volví a la oficina a implorar mis veintic
ofensas. Los periódicos, con triunfal ironía, publicaron mi miseria. La aristocracia, que balbuceaba adulaciones, inclinada a
l pueblo me apedreaba, y la viuda de Marques, cuando me quejaba de
más? ?Aguantarse! ?
a siempre a mi lado porque sus millones que yacían ahor
resplandor de mis ventanas alumbró el Loreto, y por el portón abierto viéronse, como e
jó a mis pies. La viuda de Marques me
potente, el omnisciente! La aristocracia me besó los pies como a un tirano y el clero me incensó como a un v
durante semanas enteras tendido en un sofá, mudo y
del brazo, el mismo que en mi cuarto tranquilo y feliz de la travesía de la Concepción, me hiciera a un ?tilín-tín? de cam
?Resucita al Mandarín! ?Dev
aguas debajo del otro braz
mi apreciable se
ví delante de mí, bajo la luz mortecina de un reverbero de gas,
parece un inmenso montón de ruinas donde mi alma solitaria, como u
rcha fúnebre, y cuando mis amadas vienen envueltas en la blancura de sus peinadores a a
to. En él lego mis millones al Diablo, le p
as sin comentario: ??Sólo sabe bien el pan que diaria
las ondas del mar Amarillo; en todo el vasto imperio de la China, ningún mandarín quedaría vivo, si tú, tan fácilmente como yo, lo pudi
I
ectas de E?
ario de Frad
LAR
ra
orada
a gracia entre las mujeres?. Recuerdo aún su sonreir cansado, el vestido negro con adornos de color de oro, el abanico antiguo que tenía sobre el regazo. Pasé; pero luego todo me pareció alrededor feo y enfadoso, y volví a admirar, a ?meditar? en silencio, su belleza, que me atraía por su esplendor potente y comprensible y también por no sé qué de fino y espiritual, de doliente y de
n un sagrario, inmóvil y muda en su brillo, sin otro influjo sobre mí que el de una forma muy bella que cautiva un gusto muy educado. Mi sér continuaba libre, atento a las curiosidades que hasta entonces lo solicitaban; y sólo cuando sentía el cansancio de las
, perdido en la admiración de la imagen que en ella brillaba, hasta que sólo esta ocupación me pareció digna de la vida, y en el mundo todo no reconocí más qu
dad y de belleza; cada gracia de sus movimientos me tradujo una delicadeza de su gusto; y en sus ojos diferencié lo que en ellos tan adorablemente se confunde, luz de razón, calor de corazón, la luz que mejor calienta la lumbre que más ilumina.... La certeza de tantas perfecciones bastaba ya para hacer doblar, en una adoración perpetua, las rodillas más rebeldes. Pero sucedió también que al paso que la comprendía y que su Esencia se manifestaba tan visible y casi tangible, descendía una influencia de ella hacia mí, una influencia extra?a, diferente de todas las influencias humanas, y que me dominaba con trascendente omnipotencia. ?Cómo lo podré de
on existir y ser comprendida. Si hoy me abandonase su influencia-más bien, como un asceta, debía decir su Gracia-todo mi sér rodaría sin remisión a una inferioridad. Vea, pués, cómo se convirtió usted en necesaria y preciosa para mí. Y considere que para ejercer esa supremacía salvadora, sus manos no hubieron de imponerse sobre las mías; bastó con que yo
deje vivir bajo esa influencia que, emanando del simple brillo de sus perfecciones, tan fácil y dulcemente realiza mi perfeccionamiento. Sólo pido ese caritativo permiso.
animaba a sus adoradores, eremitas y santos, descendiendo en una nube y otorgándoles una sonrisa fugitiva, o dejando caer entre sus manos levantadas una rosa del Paraíso. Así, ma?ana voy a pasar la tarde con Mad. Jouarre. No encuentro allí la santidad de una celda o de una ermita; pero sí casi su
diq
ME DE
ra
oa,
lente m
los ochocientos mil reis de un olivar le bastan y le sobran a un espiritualista, consagró su vida a la Lógica y sólo se interesa por la Verdad. Es un filósofo alegre, conversa sin gritar, tiene un aguardiente de moscatel excelente, y yo trepo con gusto dos o tres veces por semana a su oficina de Metafísica para saber si, conducido por la dulce alma de Maine de Biran, que es su cicerone en los viajes al Infinito, entrevió al fin oculta tras los últimos velos la Causa de las Causas
s a los pantalones y a los calzoncillos, que los portugueses están continuamente perdiendo, almidona las enaguas de la se?ora, reza el rosario de su aldea, y aún le queda tiempo para amar desesperadamente a un barbero vecino, que está resuelto a casarse con ella en cuanto le empleen en la Aduana. (Y todo esto por tres mil reis de salario). El almuerzo son dos platos sanos y abundantes, huevos y ?bifftec?. El vino lo envía el cosechero, un vinillo ligero y temprano, hecho según los venerables preceptos de
lente se?ora, paciente y maternal, de buen juicio y de buena economía. Sin ser rigurosamente viuda, tiene un hijo, gordo también, que se roe las u?as y estudia en el Instituto. Se llama Joaquín, y por ternura Quinito; sufrió en
después del almuerzo y cruzando la pierna-es tener padrinos y lograr un
de Obras públicas o en el de Justicia una silla de amanuense guardada, se?alada, en espera de Quinito. Y como Quinito fuese reprobado en los últimos exámenes, el se?or consejero Vaz Nett
ias,-me agradaría que Quinito terminase los estudios. No es por necesid
e; tomó su cuarto en esta casa de huéspedes, con ventana a la travesía, y aquí engorda risue?a y plácidamente con el seis por ciento de sus inscripciones. Es un sujeto rechoncho, bajo, con barba gris, piel morena, con tonos de café y de ladrillo, siempre vestido de pa?o fino negro, con lentes de oro pendientes de una cinta de seda, que él, en la calle y en cada esquina, desenreda del cordón de oro del reloj para leer con interés y lentitud los carteles de los teatros. Su vida ofrece una de esas prudentes regularidades que tan admirablemente concurren a crear el orden en los Estados. Después del almuerzo, se calza sus botas de ca?a, alisa su sombrero de copa y se va muy despacio hasta la calle de los Capellistas, al escritorio en planta baja del corredor Godinho, donde pasa dos horas sentado junto a la ventana, con las velludas manos apoyadas en el pu?o del quitasol. Después se coloca el quitasol debajo del brazo, y por la calle del Oouro, con saboreada pachorra, deteniéndose a contemplar a la se?ora de sedas más rizadas
cia mediados de abril, sonríe y dice desdoblando la servilleta: ?tenemos el verano encima?; todos concuerdan con él y Pinho goza. A mediados de octubre se pasa los dedos por la barba y murmura: ?tenemos encima el invierno?; si otro huésped disiente, Pinho enmudece porque teme las controversias. Y este honesto cambio de ideas le basta. En la mesa, con tal que le sirvan una sopa suculenta en un plato hondo que pueda llenar dos veces, queda satisfecho y dispuesto a dar gracias a Dios. El ?Diario de Pernambuco?, el ?Diario de Noticias?, alguna comedia del Gimnasio o alguna de magia satisfacen de sobra aquellas cualidades de inteligencia y de imaginación que Humboldt en
contóle hace tiempo en secreto, gui?ando los ojos ?que yo poseía muchos papeles! ?muchas pólizas! ?muchas inscripciones!... Pues en la primera ma?ana que volví a la casa de huéspedes después de esta revelación, Pinho, ligeramente colorado, casi conmovido, me ofreció una cajita de dulce envuelta en una servilleta, ?acto conmovedor que explica aquella alma! Pinho no es un egoísta, un Diógenes de levita negra, secamente retraído dentro del tonel de su inutilidad. No. Hay en él toda la humana voluntad de amar a sus semejant
idea o acto, afirmación o negación que desarreglen la paz del Estado. Así, gordo, pacífico, colocado en el organismo social, no concurriendo a su movimiento, pero tampoco contrariándolo, Pinho ofrece todos los caracteres de una excrecencia sebácea. Socialmente, Pinho es un lobanillo. Y nada más inofensivo; que un lobanillo; y en nuestros tiempos, en que el Estado está lleno de elementos morbosos y de parásit
, Francisco José Pinho. Y nuestro amig
os de Febo, está lloviendo, lloviendo a hilos de agua cerrados, continuos, imperturbables, sin un soplo de viento que los tuerza, ni un rayo de luz que los abrillante, formando de las nubes a las
rca según los nuevos modelos hebraicos y asirios. Y si por acaso de aquí a algún tiempo una paloma blanca fuese a batir sus alas delante de su vidriera, es que yo aporté al Havre en mi arca, llevando conmigo, entre otros animales, a Pinho y a do?a Pa
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