El Mandarín
ía bermejo como un escudo de metal
anicie lívida y polvorienta se extiende hasta un grupo obscuro de colonias donde blanquea el ámplio edificio de una Misión
obre una galería formada por estacas. Estaba ornado de dragones de papel recortado, sujetos por cordeles de los travesa?os del techo. Al menor soplo
dor repugnante que exhalaban las viviendas. Todo se me figuró ser negro; las chozas, el suelo cenagoso, los canes hambrie
tes de partir, un gallo negro, y la diosa Kaonine debe estar contenta. Podé
lo, S
hoza de la viuda de Ti-Chin-Fú, anunciándole los millones que le regalaba, millones ya depositados en Pekín. Después, de acuerdo con el mandarín
e parec
habita la sabiduría de Confucio..
echo, envuelto en mis pieles, hice la se?al de la cruz y me dormí pensa
to en una arboleda o una mar gruesa batiendo un paredón. Por la galería abierta, la luna entraba en el cuart
una silueta alta e inquieta, a
murmuró la voz de
Diablo extranjero? había llegado con bagajes cargados de tesoros.... Ya, desde el comienzo de la noche, él había entrevisto rostros ansiosos, de ojos voraces, rondando
pedería... ?La diosa Kaonine no se había satisfecho con la sangre del gallo negro! Además, él recordaba haber visto en la puerta de una pagoda
Sa-Tó?-le
estra se?oría
mblaba, agazapándose como un perr
la galería. Abajo, el muro fronterizo, proyectaba
arretas, y al sentir la luz de la luna sobre su cara, retrocedía rápidamente, fundiéndose en la obsc
canallas?-rug
una piedra cayó a mi lado, agujereando el papel encerado de la celosía;
batían las mandíbulas de terror; y los dos cosacos que me acompa?aban, impa
re una cometa de papel, los arrieros mongoles, las criaturas piojosas, todos desaparecieron. Sólo quedó
podían rechazar el asalto. Era, pues, necesario ir a despintar al Mandarín gobernador, revelarle que yo era amigo de Camilloff
las autoridades hasta los mendigos, la fama de mis riquezas, la leyenda de las carretas cargadas de oro, inflamó todos los apetit
n esta aldea maldita, sin cam
rica vida, vu
osa distribución de oro, si ella consentía en regresar a sus c
e ladra. Yo había abierto la maleta y le iba entregando sacos de monedas, que él arrojaba a pu?ados sobre la multitud con ademán de sembrador.... Abajo, aiosamente Sa-Tó, v
das de medio real envueltas en papel. Ya estaba vacía
a se?oría!-s
criatura! ?El re
os! ?Perdidos!-exclamó Sa
í aquella masa ávida, arremeter sobre las carretas que defendían la puerta, formadas en semicírc
as abríase rasgado por innumerables pu?ales, y bajo el cobertizo los dos cosacos batíanse como héroes. A la luz de la luna, veía alrededor del barracón agitar teas. Un ala
ros, piedras preciosas, joyas. El terror me enloqueció. Corrí a la gradería de bambú que daba al patio. Rompí la valla, y penetré en l
silba a mi lado; después, una piedra me da en el hombro, otra en los ri?ones, otra hace blanco en el anca del animal, y otra más gruesa, me rasga la oreja. Agarrado desesperadamente a las crine
ían en el fondo de mi memoria. Tras una esquina, a lo lejos, surgió una humareda de teas; era la turba. Loco de espanto, apreté los talones a los ijares del animal y corrí a lo largo de la muralla que se extendía como una vasta cinta negra furiosamente desenrollada.
de agua pútrida, y mis pies se enredaron en las fofas raíces de los nenúfares. Cuando m
vés de matorrales encharcados. La sangre de la oreja caía sobre mi hombro; la ropa enloda
os abandonan sobre la tierra y donde se pudren los cadáveres. Me senté sobre una caja postrado de fatiga; mas un olor abomina
de. Cuando recobré el conocimiento estaba sentado sobre un banco de piedra, en el banco de un enorme edificio semejante a un convento, que el más grave silencio envolvía. Dos padres lazaristas lavaban cuidadosamente mi oreja. Un aire fresco circulaba; la garrucha de un pozo chirriaba lentamente, y un