El enemigo
huecos a la fachada cada uno, con recio balconaje verde, revoque de imitación a ladrillo, descolorido por las escurriduras de las lluvias, alero saliente de robustas vigas y bohardillas a la antigua,
un pa?ero, contratista de vestuario de presidios, en cuyos tratos, por quedar clavado, hacía de redentor el fisco; ocupaba el segundo un sastre de gente chula, que era además teniente de Voluntarios de la Libertad, como entonces se llamaba a los milicianos nacionales,
, y los cuchareros disponían con gente amiga su modesto festejo, saliendo de rato en rato a la escalera y dando inútilmente grandes voces por que callasen varios chicos que, armados de tambores, parecían dispuestos a ensordecer al mundo. Cada piso y cada puerta dejaba escapar por sus junturas y resquicios el rumor bu
ija, hablaban así, aca
tá t
enga Pepe co
as dicho q
he de almendras ya está ahí, la trajo
el b
ahora le pondrás la
é fa
lombarda y
reglaremos
a Mayor. Oíanse, a lo lejos, sonar de tambores, chillar de chicos, renegar de grandes, gritos, risotadas, y de rato en rato un estrépito infernal y belicoso movido por una docena de granujas que, a todo correr, subían y baja
rasero, arropó el rescoldo y, designando luego el pu
su lado Pepe, luego yo, y Mill
r una botella de tinto y otra de Rueda
, descoloridos por los a?os, solían entreabrirse como queriendo recordar sonrisas reveladoras de una dentadura antes blanca y firme, si ahora descarnada y amarilla. Algunas hebras negrísimas entre muchas canas, y alguna línea suave en el ajado rostro, restos miserables de encantos ve
adones en pila para que tu pa
eza en el semblant
nete inmediato, mientras Leocadia quedó sola mirándose y remir
ía chispazos de malicia. Para ver mejor quitó la pantalla, que recogía la luz reflej
de molduras, que arrancó el pa?o de la limpieza, le faltaban tiras del chapeado de caoba; los pocos enseres que sustentaban las tablas, eran platos ordinarios, vasos de vidrio, tazas de loza, floreros de cristal, comprados en banasta de a real y medio la pieza. La mesa estaba cubierta con un mantel de granillo, con lista roja en el
a lado del chucho pendían dos estampas iluminadas de la novela de Matilde y Malek-Adel, y junto a la puerta que conducía a la cocina una litografía grande, A la memoria de los mártires de la Libertad. En lo alto de la composición estaban Riego, Torrijos, Mariana Pineda, Zurbano, Lacy, Porlier, y más abajo, separados de aquéllos por una nube, se abrazaban Bravo, Padilla, Maldonado y La
quietas; el mirar y el sonreír formaban juntos un mohín delicioso. Sus manos, deformadas por el trajín diario de la casa, no eran grandes; y los pies, aun mal calzados, parecían peque?os. Su mayor encanto era el tronco del cuerpo. El pecho, ya formado, imprimía a la tela del traje una curva preciosa, y el talle fino solía tener ondulaciones hechas para inspirar deseos; a veces abría y estiraba los brazos, cerrándolos luego perezosamente, cual si en el aire hubiese algo que estrechar con amor. Si miraba sonriente, su fisonomía parecía sensual; cuando sentía enojo, su rostro cobraba expresión de virgen arisca y desabrida. A ratos dulce, a intervalos áspera, siempre segura de sí misma, había en ella asomos de e
er a papá-dijo desde e
par la puerta que daba al gabinete, aparecieron empujando a duras penas la
va bien; en cuanto las estiro, empieza Cristo a padecer. Hay que decir a Pep
a do?a Manuela-es que la estera est
ébil, como cansada de ver las cosas de este mundo, permitían suponer que tenía más de los sesenta. Su padre fue mayordomo de un grande de Espa?a, quien, por los tiempos en que aún llamaban Pepito a don José, le empleó en una oficina pública para que no anduviera metiendo bulla todo el día en los pasillos del caserón se?orial, y aquel rasgo de caritativo egoísmo determinó el porvenir del muchacho. Después le enviaron a una provincia, luego a otra y a otra, hasta que, traslado este a?o, traslado al siguiente, anduvo Pepe media monarquía. Siendo todavía joven se casó en una ciudad de Le
ción, que a poco le mandan los jueces a presidio: en cambio, don José puso la verdad en alto con su declaración, buscó en el mismo centro donde trabajaba pruebas a favor del desgraciado, y sin otra influencia que la propia hombría de bien, le salvó de la infamia, y quizá de la muerte; así que, cuando don Tadeo Amezcua salió de la cárcel y el fisca
e. Hízose don Tadeo cargo del recién nacido, entregándoselo, después de apadrinarle, a una honrada mujer, esposa de un colono en tierras que por allá tenía; dio dinero a don José para el viaje, y cuando ya restablecida Manuela, les despidió al pie de la diligencia que había de conducirles a Castilla, les dijo en su lenguaje, algo anticuado y poco natural, pero realmente sincero:-?Marchen ustedes tranquilos. No
amargura de no llevarse al chiquitín con sus hermanos; pero a los cuatro meses se consolaron algo, porque do?a Manuela volvi
ra?as, y exceptuada la fecundidad de Manuela, la existencia d
que da comienzo la acción de este relato, seguía con interés grandísimo el segundo importante alzamiento de los absolutistas, a quienes llamaba siempre facciosos, porque esta palabra le parecía envolver algo ofensivo. Como no salía de casa, su principal afán era que le compraran periódicos, suplementos, hojas volantes o extraordinarios, que por aquel a?o de 1872 se publicaban en prodigioso número, y cuantos amigos iban a verle sabían que su conversación favorita era el curso de la guerra, cuyas noticias él comentaba con recuerdos de la campa?a del 33 al 40, y de los movimientos militares de entonces, que ahora, en concepto suyo, debían repetirse. Pero lo que realmente impresionaba escuchándole era que, al tratar de los curas que mandaban partidas, hablaba de ellos igual que de los otros cabecillas, haciendo abstracción completa de su carácter sacerdotal, sin que a pesar de su odio al carlismo aprovechase la ocasión de condenar la conducta de los clérigos que tal hacían. Limitábase a juzgarles en cuanto jefes militares de mayor o menor importancia, pero sin atreverse a descargar su indignación sobre ellos porque, siendo ministros de paz, salieran al campo a matar prójimos. Algunas veces, por frases que se le escapaban, daba a entender que no quería bien al clero, mas nunca salían de sus labios improperios ni frases agresivas; y si alguien las pronunciaba en su presencia, no sólo se abstenía de hacerle coro, sino que procuraba torcer el giro d
do, y su ídolo don Juan Prim. ??Si él viviera-re
nado en el sillón, pi
lotes, papá; Pepe y M
éeme los partes tomados de la Gaceta
iódico y, aproximándo
s despachos telegráficos recibidos en es
a las facciones reunidas de Cosco, Torres, Baltondra, Ferrer y Moliné, que, en número de 400 hombres, se hallaban en Olsana exigiendo la contribución. El enemigo abandonó el pueblo, dejando en poder de la tropa
da por la columna Arana la partid
iendo):-?Eso es! ?La
ia con
yarzun. En la provincia de Vizcaya, según las últimas noticias, no quedan más que los dispe
n la puerta de la c
hermano; baja
a en mujer; un madrile?o de pura raza, pálido, de mirada inteligente, mediana estatura, palabra fácil y movimientos rápidos: el otro era su amigo Millán, que hacía el amor a Leocadia. Pepe vestía como se?orito pobre: Millán como trabajador a quien siendo limpio le f
da esa media hora en abrir; hoy, como sabía que é
a mesa y comenzó a dar conversación a don
por el Baztán han entrado dos jefes con cien hombres, y que unidos a ot
da, al menos La Corre
se habla de otra cosa. El hermano de un cajista de casa está d
aestrazgo,
dav
mano de hierro,
á durar lo que la otra,
-dijo do?a Manuela, entrando c
y los postres traídos por Pepe; no había más. La botella de Rueda estaba destinada a don José, que daría un par de copas a Millán. Los d
s-decía Millán, apurando un tra
n a correr c
sé, todo; ya ve Vd.,
chado todavía un elogio para su guiso
ues dejarles que vengan. Peores q
vez. Siete a?os duró; la gente no podía salir de las ciudades, fusilaban hasta ni?os y mujeres... Sería una vergüenza... ahora que el ejército e
car la leche de almendras, y volv
de la religión-dijo M
s; los liberales eran casi más devotos que los absolutistas; nadie se había metido con la Iglesia; y luego, eso ya lo habéis alcanzado vosotros, lo de San Carlos de la Rápita tampoco tuvo que ver nada con la religión. No hay más
izá más unidos;-diciendo lo cual miró a Leocadi
es tiempo de que vivamos juntos. Verle llegar ahora, va a
ustedes siemp
que tiene el mapa. Don Tadeo le tomó mucho cari?o: ?eso sí! No le hubiese tratado mejor aunque fuera hijo suyo. Lo único que me s
don José. ?Curas liber
s casos acababa poniéndose de un humor de todos los diablos; pero Millán, que desde tiempo atrás
aría entregado a g
quello se lo agradecí mucho, porque únicamente le había visto en dos escapadas cortísimas que hicimos esa y yo desde Valladolid. Quisimos recoger al muchacho entonces, en Zamora, pero por un lado, ya comprenderás, las consideraciones a lo mucho que debíamos a don Tadeo... él insistió en que no se le quitáramos; decía que Tirso era tan bueno, que le había tomado tanto cari?o... Además, la situación
, temeroso de que se
l tenía
e impaciencia, no pudo aguantar más, y
un chico de diez y seis a?os, como era Tirso entonces, cuando entró en el Seminario, ?qué entendería de
los jesuitas en familia donde hay ni?a con
os contado; luego sus ideas, sus amistades con gente de iglesia, la influencia que sobre él ejercían sus amigotes, su horror a que el muchacho aprendiera lo que se aprende en los libros contra esa pillería, el no querer enviarle, siendo su ahijado, a un centro de ense?anza donde los realistas de
calamidad
uello oído hasta la saciedad. Además, lo que absorbía su atención, por el momento, era andar lista para que Muían no la cogiese un pie entre los suyos debajo de la mesa, excesillo disculpado por el amo
y nos fastidió. Porque, la verdad, quien es de la Iglesia, só
se hizo cura, comenzó a tener una como sombra de veneración indeterminada y vaga a la clase sacerdotal; así que, cuantas veces asistía a semejantes diálogos, pasaba un mal rato. Su falta de ilustración y su escas
ene ahora?-pr
a?o de 38, tiene ahora treinta y cuatro; luego va éste (por Pepe), que ti
los he criado yo-a?adió con cierto orgullo la madre-men
amos en paz
ué cosas tiene este herm
que lo sepáis. Tengo miedo a la v
xima llegada a Madrid de su hijo mayor, tenía el alma combatida por los mismos pres
s hemos separado nunca, ni nos hemos acostado una sola noche sin besarnos, ni ha tenido uno dolor que no lo sea de los demás, ni ha callado ninguno una alegría, ni ha comido nadie un bollo sin guardar a los otros, ni se ha hecho un traje sin pensar cuánta ropa tenía cada uno; en una palabra, chico, nuestras ideas, en mí por convicción, en mis padres y en ésta por bondad, lo han supedi
algo dentro del cuerpo; pues es tan hermano tuy
e estas paredes; podemos, o procuramos dárnoslas unos a otros. Cuando venga Tirso le oirás hablar de di
ello! las ideas de aho
o, madre,
unciaba la Misa del Gallo; los chicos de las latas de petróleo seguían pasando de rato en rato por la calle Imperial, y de los otros pisos de la casa s
comenzó por guardar para don José lo po
?-preguntó Millán al enfermo.-Van a dar las
l gabinete en cuya alcoba dormía don José; Leocadia se quedó doblando el mantel y las servilletas. Un mo
? y tráeme algún periódico, que e
pasen ustedes buenas noches, y de hoy en un a?o. A
. Cuando subió de abrirle la puerta de la calle, estaban l
se duerma-decía Leocad
on un par de horquillas, y luego hizo lo mismo con sus largos rizos casta?os. Pepe encendió un pitil
scribes,
nciones no pueden ser más claras. Esta noche he dicho yo eso de que bajabas pronto a abrirme cuand
ue me le coma con la vista
o por los ojos. Lo que te digo es que, aunque
prí
mo tú p
haces el amor a un
mó al gabinete
hablar pronto cuatro palabras, que es
e lleva un dineral; es necesario gastar menos en todo lo demás. Yo voy a hacer un trabajo para don Lui
ás que treinta reales, algo es algo. Ma?ana llevará ésta a
traigan carne más que para papá, y con decirle que coma en su cuarto para
e. Además, don Luis me da algunos puros y los guar
gan, según el dibujo, de veinticuatro a treinta y
ocho de mi sueldo, son cuarenta y cinco, y unos ocho o diez que le den a ésta por los bordados... de cincuenta y tres a cincuenta y cuatro duros al mes: quitando los veinte, lo menos, que ha
y que sacarlo; ni un cuarto
mamá; y tú, fea, cara de mona, hasta ma?ana.-Y dando un beso a cada una, las echó suavemente del comedor. Cogió luego la candileja que había en la cocina, fue con ella a
una nube de humo que habían dejado en la atmósfera del cuarto los pitillos consumidos, cuya ceniza, movida por la respiración, revoloteaba sobre las hojas de los libros. Todavía continuó llenando cuartillas un rato, hasta que, yertos los pies y ardorosa la frente, recogió los papeles y los guardó en uno de los volúmenes. En seguida sacó un plieguecillo para una carta, y quedándose un instante como ensimismado, pensó
ada P