Incertidumbre
uerzo tendría lugar en las cercanías, en Saint Jouin, en la venta de la bella E
el movimiento social durante su estancia en Etretat; pero juzgó que
ajó. La se?ora Aubry lo presentó a sus invitados. Los hombres le tendieron la mano, las jóvenes lo saludaron; luego, después de un ligero examen, no se ocuparon más de él. Su aire, su man
oria: el de Huberto Martholl. A este joven que, la víspera, durante la comida, apenas había notado
María Teresa, y se instalaba al lado de ella en el break; la joven lo recibió co
por las voces alegres y las risas que salían del otro carruaje; además, estaba atormentado po
la francesa de la célebre hotelera, mientras que la gent
e organizada, de la que salían olores incitantes, y todo el mundo se inst
Resignado a su mala suerte, se colocó enfrente de María Teresa, queriendo, por lo menos, verla, ya que no osaba acercársele. Huberto Marthol
s de Huberto y de María Teresa. A pesar de sus esfuerzos, le dominó el despecho. Estaba seguro: aquél iba a conquistar a la joven, a llevársela. Por vez primera, la veía parti
l joven de aspecto distinguido, correcto y elegante. El almuerzo le pareció interminable. Bajo la influencia del malestar moral que sentía, su cólera comprimida llegó al más alto grado
y todos se dispersaron, yendo unos
distancia a María Teresa; sus amigas
expresión dolorosa de su semblante la impresionó, se detuv
Jouin son magníficas.
á son muy hermosas, pero
de lo que es her
ciosa! necesita a la vez gozar
é dice usted eso? El placer de l
ralme
a ese excéptic
, en
al
ono irónico, despechado por la sere
... ?Qué quiere usted? estas partidas en comparsa siem
imule
e durante largas horas con el que o la que se ama, el permitir
re usted a la se?ora
eresa estalló en un gorjeo,
usted no se ha fastidiado en el almuerzo. El se?or Martholl, ese feliz mortal tan
ado de alma que no se explicaba, pues Martholl no era para ella
lo he visto de tan mal humor. ?Es de vern
o puede uno contentarse con ?un poco...? Esta dosis me pa
te de ellos: Platel y Mabel d'Ornay, Diana y James Milk, las de Blandieres con Martholl y Be
puso muy
ez lo que es en su justo l
sar con un hombre amable que gusta
nrisa? ?Y es con su consentimiento como goza de todas estas cosas que usted
eferir la compa?ía de las per
impáticas no obtienen ese resultado s
asunto. No, yo no soy exigente respecto a la manera de vestir de los jóvenes que me placen; pero, hay dos cosas que estimo mucho: u
ación que le era habitual, María Teresa se
ones ridículas, ?y con qué derecho? Decididamente nunca sería un hombre de mundo. El ejemplo mismo de su querido maestro no le había servido; porque si él, a pesar de s
Desde allí dominaba la playa quebrada de Saint Jouin, y podía seguir, por entre las rocas, la marcha caprichosa de las jóven
s ante una bajada difícil. Y como Martholl, Platel, Bertrán y James Milk, les tendier
ronto su semblante se serenó; lo que él temía, no suced
sible de escenas semejantes. Dándose cuenta que su mal humor sería la última expresión
e, Bertrán como buen camarada, viéndolo aislado y melancólico,
erta, declararon que no tenían la intención de volver tan temprano a Etretat, que querían comer en Saint Jouin, y bailar después en la vasta pieza alfombrada de césped. Esta sala, llena de muebles antigu
secreta vanidad en verse preferida a sus amigas por aquel galante joven, que Diana y Alicia de Blandieres se habían disputado. Al ver e
palabras acerbas. No era la primera vez que María Teresa advertía los celos de Juan, pues consideraba legítimo que un antiguo compa?ero sintiese ojeriza hacia los que trataban de captarse su amistad. Acaso temía que ella olvidara a los que tenían derec
ía sido muy útil: lamento también que se haya privado de contemplar esta playa agreste, sembrada de rocas cubiertas de hierbas y de musgos; ha sido un espe
cho tiempo; él lo sabía bien... La que lo miraba con cara risue?a, no sospechaba la turbación que su presencia provocaba. ?Con tal q
palabras!-pensaba, y en su confusión hab
hogaba, y la joven se alejó antes de que pudiera
se?ora Aubry;-hasta mi hija, siempre tan razonable, demue
una dicha ver gozar de la vida a los que se ama. Mire usted cómo está rosad
ni?as de Blandieres, algo sobrexcitadas por el champa?a, elevaron más de lo razonable sus juveniles
irar más hacia ellos. Como tenía al servicio de sus resoluciones una voluntad inquebrantable, man
travesaron el jardí
luna, la dulce compa?era de los tristes. Pero no estaba bastante lejos para que no llegase
que percibía, evocaban a María Teresa y Huberto enlazados; entonces sintió un irresistible deseo de verlos,
con Platel, y a Diana, cuyos cabellos negros se inclinaban complacientemente hacia James Milk. Pero Juan los miraba con atención distraída; par
. Un instante, fue a sentarse en un sillón gótico cuyas columnitas de madera dorada, se elevaban formando cúpula por encima de su cabeza rubia. La contempló arrobad
confiscaba, en provecho exclusivo, la blanca y preciosa imagen. Juan no veía ya más que el impecable traje de Martholl que permanecía plantado allí,
erie de incidentes de los cuales éste no era más que el preludio, desde que María Teresa y Huberto no eran novios aún? No, ?cómo permanecería impasible, mientras todo su ser gemiría de dolor? Si el se?or Aubry no hubiera pronunciado la víspera las palabras que alentaron su locura, qu
zo que le ofrecía Martholl, y entonces Juan se lanzó a