Mare nostrum
en Valencia, la hacendosa do?a Cristina modi
ca temblaba angustiosamente al pensar en los precios extrao
adormecidos el rodar de los primeros carruajes y el campaneo de las primeras misas, sonaban rudos portazos y unos pasos de hierro hacían crujir la escalera. Era el Tritón, que se echaba á la calle incapaz de p
de interés y de miedo. Algunas enrojecían al alejarse, imaginando contra
l brazo-decían los marineros de su pueb
e blanquease la cabeza; Poseidón tal como le habían visto los primeros poetas de Grecia, con el cabello negro y rizoso, las facciones curtidas por el aire salino, la barba anillada, con dos rematas en espiral que parecían formados por el goteo del agua del mar. La nariz algo aplastada por un
movimiento de una capital de provincia, encontrándolo insufrible, él, que había visitado los puertos más importantes de los dos hemisferios. Al fin emprendía ins
es tenía para él cierta música evocadora de su juventud, cuando navegaba como médico d
arroz, compactas filas de barricas de vino panza contra panza. Y saliendo al encuentro de estas mercancías que se iban, los rosarios de descargadores alineaban las que llegaban: colinas de carbón procedentes de Inglaterra; saco
los gorriones en torno de las monta?as de trigo, escapando con medroso aleteo al oír pasos. Sobre la copa azul del p
idades de los buques. Y al convencerse de que Ulises era capaz
iablos os ense?an
de conmiseración al fondo de sus cestas vacías. Allá en su casa de la costa, antes de que se elevase
los montes azules de Oropesa que limitaban el golfo valenciano-veía imaginativamente la opulenta Barcelona, donde tenía numerosos amigos; Marsella, prolongación de Oriente clavada en
en el fondo de una calle acuática, Constantinopla; y á continuación, bordeando la gran plaza líquida del mar Negro, una serie de puertos donde los argonautas olv
r como un pantano fétido apenas desciende el sol; Alejandría, en cuyos cafetuchos bailan las falsas almeas sin más rop
las mercenarias desnudeces; la pelea con otros navegantes rojos y septentrionales; el boxeo á obscuras, y él, con la cara ensangrentada, huyendo al buque, que afort
stalgia que remordimiento. Y a?adía como excus
a á la simple vista, como un islote enorme. Era el promontorio coronado por el Mongó, el gran promontorio Ferrario de los geó
ba su pueblo natal y la casa de los Ferragut, cazadores de piratas moros en otros siglos, contrabandistas á ratos en los tiempos modernos, navegantes en todas las épocas, tal vez desde que los primeros caballos de madera apareciero
tina inmovilidad que acomete á los vagabundos de las olas y les hace fijarse s
nta?as de Aragón, un líquido terroso desaguaba en el golfo, ti?endo las olas de encarnado y las espumas de amarillo. Además, le era imposible entregarse al placer diario de la nat
notario y su esposa-. No comp
podía alejarse de la ciudad, veraneaba con su familia en la playa del Caba?al, cortada por acequias malolientes, junto á un mar despreciable. El peque?o se mostra
l techo del comedor: tres embarcaciones maravillosas, en las que no faltaban vela, garrucha, cuer
ad de Valencia para que fuesen se?ores de tierra adentro. El mayor, Esteban, apenas terminada su carrera, obtenía una notaría en Catalu?a. El menor, Antonio, se hizo médico por no
edilecto, desde remotos países que sólo conocía de oídas el viejo navegante mediterráneo. Y las largas inercias á la sombra de su emparrado, frente al mar azul y luminoso, las entretenía construyendo sus peque?os buques. Todos ellos eran fragatas de g
hablar de él, como si le tuviesen por loco; pero estas sonrisas sólo osaban desplegarse cuando estaba lejos, pues á todos les inspiraba cierto miedo. Al mismo tiemp
s tripulantes de los buques ingleses que venían á cargar pasas,
tor!... Media docena de i
de invierno serenas y asoleadas, corrían las gentes á la orilla, mirando con ansiedad el mar solitario. Los veteranos que se calentaban al sol, junto á las barcas en se
n lejano naufragio. Para las mujeres era un ahogado, un cadáver que la hinchazón hacía
movía. Muchos llegaban á distinguir el burbujeo de la espuma en torno de su busto, que avanzaba como una proa, y las vigorosas palas de sus brazos... ?Sí que era el
los hombres, mientras chillaban las mujeres llevándose el delantal á un solo ojo, espantadas
omo un propietario que duda de la mensura ajena y la rectifica para afirmar su derecho de posesión. Era un buque humano que había cortado con la quilla de su pec
o que un reptil marino en ciertas cuevas de la costa, lagos adormecidos y glaciales iluminados por misteriosas aberturas, donde la atmósfera es negra y el agua diáfana, donde el nadador tiene el busto de ébano y las piernas de cr
el agua manteniéndose de las limosnas de los buques. Su tío era algo pariente del Peje Nicolao. Otras veces mencionaba á cierto griego que, para ver á su amante, pasaba á nado todas las noch
ales llenos de bestias y plantas de mar, y más que todo esto sus gustos, que chocaban con las cost
ermanecían largas horas en casa del Dotor, viendo á lo lejos su barca, esperando que volviese del mar para ense?arle los ni?os enfermos que llevaban
l Tritón, que había izado su vela al amanecer, desembarcaba antes de las once, y la langosta crujía purpúrea sobre las brasas, esparciendo un perfume azucarado; la olla burbujeaba, espesando su caldo con la grasa suculenta de la escòrpa; cantaba el aceite en la sartén, cu
e el Tritón adquiría con su dinero. Si buscaba la botella de aguardiente de c
tendían á secar en unos cobertizos llamados riurraus. Así se producía la pasa menuda, preferida por los ingleses para la confección de sus puddings. La venta era segura: del mar del
dijo á su sobrino a
ntiguos, en cuyos cajones estaba disimulado el din
pesó sobre Ulises. Estaba muy lejos su madre, aquella buena se?ora que cerraba las ventanas
na violento. Su tío no podía tocar de otro modo. ??Arriba, grumete!? En vano protestaba, con la profunda somnolenci
o se abría un desgarrón, enrojeciéndose por momentos, como una herida á la que afluye la sangre. Abajo, en la cocina, humeaba el café entre dos galletas de marinero. El ?gato? de barca cargaba con varios cestos vacíos. Delante de él marchaba el patrón co
ndo la vela, preparando las cuerdas, haciendo acostarse la embarcación sobre un flanco bajo sus férre
en un arco árabe estrangulado por abajo, hasta que al fin se despegaba de la masa líquida lo mismo que una bomba, derramando fulgores de incendio. Las nubes cenicientas se ensangrentaban, los pe?ascos de la costa empezaban á brillar como espejos de cobre. Se
Ulises, ocupado en calentar sus
ple de zarzuela vestida de grumete; repitiendo otras las salomas en valenciano de los pescadores de la costa, canciones inventadas mientras tiraban de las redes, en las que se reunían las
drio. En sus intersticios y oquedades, las plantas se agitaban con una vida animal y las bestias tenían la inmovilidad de los vegetales y las piedras. La barca parecía flotar
as pendientes se arrastraban los crustáceos sobre su doble fila de patas, atraídos por esta novedad que alteraba la calma mortal de las profundidades submarinas, donde todos persiguen y devoran, para ser á su vez devorados. Cerca de la s
u sobrino acababan por fatigarse de esta pesca fácil... El sol estaba próximo á lo más alto de su curva: cada ondula
Tritón mirando al cielo y luego á lo
a profundidad de este mundo fantástico, compuesto de rocas vidriosas, plantas-animales y animales-piedras. El cuerpo moreno del nadador tomaba, al descender,
a á quedar para siempre abajo; no subiría. El muchacho pensaba con inquietud en la posibilidad de tener que guiar la barca él solo hasta la costa. De pronto, el cuerpo de blanco cristal se coloreaba de v
denaba con v
arrancaron de la barca los zarpazos del médico. Pasada la primera sorpresa, experimentó la impresión del que recuerda algo olvidado. Nadaba instintivamente, adivinando lo que debía hacer antes de
por sus pies le hacía perder de pronto su serenidad. La imagi
o...
tío emergía inmóvil, como si clavase en el fondo sus pies de piedra. Era igual
la natación. Luego, en las tardes, eran las ex
ear parecía una llama de color de rosa surgiendo de las olas. Otras veces caminaban casi á ras del agua. El Tritón mostró á su sobrino cavernas olvidadas, en las que se introducía el Mediterráneo con lentas ondulaciones.
e un zócalo de pe?ascos, vió
r-. Cada hombre se ga
s!... Pero sus simpatías iban á los otros, á los enemigos de la ley. El era hijo de su mar, y en el Mediterráneo, héroes y nautas todos habían tenido algo de piratas ó de contrabandistas. Lo
ras de espuma. Las viejas iglesias tenían almenas en sus muros y troneras junto á las puertas, para el disparo de culebrinas y trabucos. El vecindario se refugiaba en ellas cuando las humaredas de los vigías avisaban un desembarco de piratas
e una guerra milenaria, de una pelea de diez siglos entre moros y cristianos por el dominio del mar azul; lucha de piratería, en la que los hombres
o con el demonio, que les avisaba las buenas ocasiones. Si en un monasterio acababan de profesar hermosas novicias, se conmovían sus puertas á media noche bajo los hachazos de los demonios barbudos que avanzaban tierra adentro, dejando á sus espaldas la galera prepar
mo ellos. Cuando osaban atacar sus caseríos, era porque los marineros estaban en el Medi
e su abuelo, aprendiendo la nomenclatura de las diversas partes del aparejo y la maniobra del velamen. Algunas veces permanecían los dos hasta una hora
su oyente. El mare nostrum de los latinos era para Ferragut una especie de bestia azul, poderosa y de gran inteligencia,
aso caudal. El Ródano y el Nilo parecían tristes arroyos comparados con
o de esta corriente superficial existía otra en sentido opuesto, que devolvía una parte del Mediterráneo al Océano, por ser más saladas y densas las aguas mediterráneas que las atlánticas. La marea apenas se hacía sentir en sus riberas. Su cuenca estaba minada p
la trampa de sus almadrabas en las costas de Espa?a y de Francia, en Cerde?a, el estrecho de Mesina y las aguas del Adriático. Pero esta carnicería apenas aclaraba sus compactos escuadrones. Luego de vagar por los recovecos del archipiélago gri
ba en los acantilados de Sicilia. Las esponjas crecían en las aguas tranquilas al abrigo de los pe?ascos de Mallorca y de las islas griegas. Hombres
las costas, buscando el alimento de los crustáceos arrojados por las olas: una vida semejante á la de los pueblos rudimentarios que Ferragut había visto en las islas del Pacífico. Cuando
Todos miraban á las olas antes que al cielo. Por el camino azul habían llegado las maravillas de la vida y de sus entra?as nacían los dioses. Los fenicios-judíos metidos á navegantes-abandonaban sus ciudades en el
a democracia de nautas. Los ciudadanos servían á la patria com
on jefes de escuadra, que luego de
re Roma, para no morir bajo la superioridad de los navegantes semitas de Cartago, tenía que ense?ar el manejo del remo y el combate en las olas á los labradores del La
devoción amorosa. Sabía que no habían existido, pero creía
rnuda la cabeza, que vivía en una caverna submarina con su mujer Tetis y sus trescientas hijas las Oceánidas. Ningún argonauta se atrevía á ponerse en contacto con estas div
u civilización ritual; las ciudades helénicas, hogares de claro fuego que fundían todos los conocimientos, dándoles una forma eterna; Roma, dominadora del mundo; Cartago, la de los audaces de
nta hijas suyas, las Nereidas, llevaban sus órdenes á través de las olas ó jugueteaban en torno de las naves, enviando al rostro de los remeros la espuma levantada por sus brazos. Pero los hijos del Tiempo,
sa existencia del filósofo, dando consejos á los hombres, y Poseidón se instalaba e
a Rápida, la Melosa... ?Ninfas de los verdes abismos, de rostros frescos como el botón de rosa; vírgenes aromáticas que tomáis las formas de todos los monstruos que nutre
as olímpicas y con simples mortales. Un delfín complaciente iba y venía llevando recados entre Poseidón y la nereida, hasta que, rendida por
s bajo un manto de oros inquietos; la bifurcada lengua de espuma que lame las dos caras de la proa rumorosa; el viento cargado de aromas que hi
u carro. Los caballos de cascos de bronce creaban con su pataleo las olas que tragan á los navíos. Los trit
rno de los promontorios, como los hombres primitivos, sintiéndose envuelto por la fuerza ciega de las potencias naturales, habí
tice. Unas gaviotas blancas y arrulladoras como las palomas de Afrodita aleteaban sobre las caricias y los encuentros amorosos de esta parentela inmortal entregada al sereno incesto, privilegio de los dioses. Y ella, la soberana, los contemplaba desnuda desde su movible trono, coronada de perlas y estrellas fosforescentes extraídas del fondo de sus dominios, blanca como la nube,
choques de razas-la explicaba el médico por el deseo de poseer este mar de marc
ayas del mar tibio. Ansiaban la posesión de los campos donde el sagrado olivo alterna su ancianidad severa con la alegre vi?a, donde el pino extiende su cúpula y el ciprés yergue su minarete. Querían so?ar bajo la nieve perfumada de los interminables bosques de naranjos; ser due?os de los va
l centro de Europa. Y así continuaría la Historia, con el mismo flujo y reflujo de oleadas hum
bsorción profunda del sol y de la energía del ambiente, sus navegantes pasaban al estado del metal. Los hombres del Norte eran más fuertes, pero menos robustos, menos aclimatables que el marino catalán, el provenzal, el genovés y
acionales que vivían á sus espaldas, tierra adentro. Esta fraternidad se había mostrado instintivamente en la guerra milenaria. Los piratas berberiscos, los marinos genoveses y espa?oles y los caballeros de Malta se degollaban implacables sobre las cubiertas de las galeras, y al s
l, lo único importante era no perder de vista su mar azul. Espa?ol, batía el remo en las liburnas romanas; cristiano, tripulaba las naves sarracenas en la Edad Media; súbdito de C
día. Desde este nido de piratas eran el terror de Bizancio, tomando por asalto á Salónica y vendiendo como esclavos á los patricios y las damas más principales del Imperio. A?os después, cuando
ardiente que desconoce la medida y salta de la doblez á los mayores extremos de generosidad. Ulises era el padre de todos, el héroe cuerdo y prudente, y al mismo tiempo malicioso y complicado. Ta
el hijo de un abogado falto de pleitos se embarcaba para Francia, sin otro eq
a de Génova. Un contrabandista de las costas de Liguria llegaba á ser Massena, el mariscal amado de la Victoria. Y el último personaje de esta estirpe de héroes mediterráneos que se perdía en los tiempos fabulosos era un marinero de Niza,
co. Cuando se dedicaban al negocio, servían al mismo tiempo á la civilización. En ellos, el héroe y el mercader se mostraban tan unidos, que era imposible discernir dónde terminaba el uno y e
r estimación por los cacharros viejos y las figuri
os con los cacharros que habían guardado el vino y el agua dulce de una liburna naufragada, había pedazos de maroma endurecida por los infusorios calcáreos, garras de ancla cuyo hierro se quebraba en láminas rojizas. Varias estatuillas roídas por la sal ma
es había escuchado ciertas conversaciones de los pescadores. Veía además el apresuramiento de las mujeres, sus ojos de inquietud cuando se encon
cesas griegas en los vasos pintados, sorprendidas, mientras lavan su ropa, por la aparición de un tritón en celo. Odiaba el amor entre cuatro paredes. Necesitaba la Naturaleza libre como fondo de su voluptuos
nte con sus primeras pu?aladas de fuego, sentíase melancólico, y olvidando la d
de todos los colores, blancas, rojas, amarillas, verdes... pero sólo una vez había t
mismo que las damas del teatro calderoniano, mostrando uno solo de sus ojos o
ico había oído de ni?o á los barberos de su país. El simple intento de tornar una de sus manos provocaba en ella una resistencia poderosa. ?Eso, luego...? Estaba pronta á casarse con el godo; quería ver Espa?a... Y el médico hubiese cumplido su
hacho era de la misma opinión de su tío. ?Perder las pescas del invierno, las ma?anas frías de sol, el espectáculo de los g
atonescas podía aprender en la vieja casa de los Ferragut. Y pretextando la necesidad de ver á su familia, dejó a
uada en una de las calles húmedas, estrechas y repletas de gentío que desembocan en la Rambla. Luego conoció á los otros tíos maternos en un pueblo inmediato al cabo de Creus. Este promontorio con
s ganancias que ofrece á los afortunados. Sus viajes habían sido á América en bergantines de su propiedad, trayendo azúcar de la Habana y maíz de Bueno
fibio. Eran se?ores de la costa que, retirados de la navegación, confiaban sus buques á capitanes que habían sido sus
trípode enorgullecía á los socios. Les bastaba á los tíos de Ulises aplicar una ceja al ocular para decir al momento la clase y la nacionalidad del buque que se deslizaba por la lejana línea
os. Sus mares sólo contenían peces. Eran hombres fríos, de pocas palabras, económicos, amigos del orden y de la jerarquía social. Su sobrino adivinaba en ellos el coraje del hombre de mar, pero sin jactanci
de ellos, sólo quedaban los carabineros instalados en el cuartelillo y varios calafates q
la costa catalana. Los más tímidos é infelices pescaban. Otros, más valientes, ansiosos de rápida fortuna, hac
ico sobre las rodillas, á lo largo del cual tejían los bolillos la tira de primorosos calados; agrupadas en las esquinas, frente
con rivalidades y peleas. El hombre de Dios amaba la soledad tranquila del mar, y despachaba apris
contacto, acababan todas ellas por odiarse, como los pasajeros encerrados en un buque durante largos meses. Además, sus hombres
hudas, acompa?ando con movimientos agresivos las vibraciones de una voz aguda y cortante. Casi todos los días las vecinas de media calle se peleaban con el resto de la calle, las de medio pueblo contra el r
ra que tengamos paz!... ?Cuándo dormirán los
tas en sus casas ó se mostraban luego en las puertas, sonriendo, algo flácidas, con la delgadez placentera del que acaba de salir de un ba?o caliente. Y el viejo sacerdote, durante unas se
casas, buscando los fardos de contrabando traídos por los hombres, y las amazonas empleaban su acometividad nervios
fondo de ellas unos cuantos cigarros entre calaveras que asomaban empotradas en la tierra. El jefe del cuartelillo no se atrevía á registrar la igles
ierno. Hablaban con un terror religioso del viento de tierra, el viento de los Pirineos, la ?tramontana?, que arrancaba edificios de cuajo y había volcado en la estación próxima trenes enteros. Además, al otro lado del promontorio empezaba el temible go
aje feliz al otro hemisferio, se estremecían con la sensación del peligro, y algunas veces vol
e había mandado el patrón Ferragut, embarcaciones de Valencia que llevaban vino á Cette y frutas á Marsella. Al ver al otro lado del cabo la s
esa, que'l l
ue guardaba en su casa algunos libros. Tratado por los ricos con cierto
saltaba distraído sobre las trirremes griegas y cartaginesas, las liburnas romanas y las monstruosas galeras de los tiranos de Sicilia, palacios á remo con estatuas, fuentes y jardines. A él sólo le
an una flota, se componía de tres escuadras: catalana, mallorquina y valenciana. Las atarazanas de Valencia eran célebres por sus construcciones navales. De ella
n altas bandas; otros, de ligna plana, ó cubierta corrida. Para las navegaciones largas á Berbería y Oriente estaban los guarapos, xalandros, buscios, nizardos, bajeles y cocas. La cabida de estos buques se marcaba por salmas, botas y cántaros, que equivalían á las modernas toneladas. La coca era el navío de línea para los grandes combates
enido de la Italia aragonesa á formarse
us mercaderes eran audaces para la navegación, ásperos para la ganancia, prontos para la pelea. Tal vez por ser los genoveses de igual carácter y sus vecinos más inmediatos, rompían con ellos. Los astutos venecianos, para arruinar á Génova, ajustaban un tratado en Perpi?án co
ban á terminarse en la costa de Asia. T
errados vecinos de Constantinopla, todos estos mediterráneos de la cuenca occidental libraban la llamada batalla de Pera, carnicería marítima en el estrecho brazo de mar que tiene por oril
orecía la insurrección del juez de Arborea contra los monarcas de Aragón, se?ores de la isla. Ocho mil genoveses quedaban en el
de Egipto, monopolizando el comercio de áfrica. Alfonso V de Aragón, el único rey marino de Espa?a, emplea
del pasado hablaba del combate naval de la isla de Ponza. Aún
avarra y todo el cortejo de magnates quedaban prisioneros de la República. Asustada ésta por la importancia de su presa, confiaba los cautivos á la guarda del duque de Milán... Pero los monarcas se entienden fácilmente para enga?ar á los gobiernos democráticos, y el soberan
la catedral de Valencia. Su padrino el poeta se las había ense?ado en una
gnánimo, y sus sucesores olvidaban las rivalidades con la Rep
almente. A sus antiguos buques agregó las galeras gruesas y las
rte á la riqueza marítima del Mediterráneo. Además, Aragón y Castilla se juntaron, y
ol habría resultado algo orgánico, sólido, con vida robusta. Pero ?qué podía esperarse de una nación que había puesto su cabeza en l
con los berberiscos de galera á galera; expediciones inútiles á la costa de áfrica; haza?as de Barceló,
buenos tiempos de la dominación del Mediterráneo por la marin
as cepas las trajeron lo
para halagar
r, el que escribió la expedición de c
ita de la Historia, admirando de paso al almogávar cronista, Homero rudo
marido y devolverle las comodidades de una casa bien
que el médico se llevase otra vez á su sobrino. Y el Tritón menudeó los viajes á Valencia, arrostrando todos l
del gobierno de un peque?o príncipe. El muchacho parecía pertenecerles á ellos más que al padre. Sus est
molestar á su hermano haciendo el elogio
ien; sus hijos estaban en Barcelona, unos como dependientes de comercio, otros plumeando en el despacho de su tío el rico. Todos eran hijos de mar
te ante estas alusiones y cr
tuto á los cursos de pilotaje. Dos a?os le bastaban para completar estos estudios. El tío le había facilitad