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Mare nostrum

Chapter 3 PATER OCEANUS

Word Count: 9113    |    Released on: 06/12/2017

steban Ferragut, su hijo tenía diez y

ra pasar la ma?ana en el puerto ejercitándose en el remo. Si entraba en la Universidad, los bedeles le vigilaban, temiendo la largura de sus mano

aproximaba trabajosamente al término de su carrera, cua

a había trasplantado á este país. El poeta Labarta cuidaría de sus bienes, que no eran tan cuantiosos como lo hacía esperar el rendimiento de la notaría. Don Esteban había sufrido gra

ón, pues adivinaba su respuesta. El hermano rico de Barcelona fué breve y afirmativo: ??Si eso le da dinero?...? Los Blanes de la costa mostraron un sombrío fatalismo. Era inútil oponerse si el muchacho sentía vocación. El mar agarra bien á sus elegidos, y no hay poder humano que logre desasi

Armada.? Y el poeta veía su ahijado revestido de los esplendores de una bélica elegancia: levita azul con

por todos los océanos, y aquellos marinos sólo tenían ocasión de ir de un puerto á otro, como las gentes de cabotaje, ó pasab

Valencia, su hijo se embarcó como aspirante en un trasatlántico que hacía viajes regulares á Cuba y los Es

iales tenían algo de gerentes de ?Palace? y la verdadera importancia correspondía á los maquinistas, que andaban siempre por abaj

e el cielo, siempre lo empa?aba un crespón flotante salido de las chimeneas. Envidiaba á los buques veleros que el trasatlántico dejaba atrás. Eran iguales á los caminantes reflexivos, que se saturan del paisaje y entran en la

duras en días de poco viento, las largas calmas ecuatoriales, le permitieron penetrar un poco en los misterios de la inmensidad oceánica, amarga y

naba en sus entra?as con una regularidad vital, sujeto á las leyes generales de la ex

d paradisíaca en el cielo y en el mar. Ante la proa chisporroteaban las alas de tafetán d

mpos de algas despegadas del mar de los Sargazos. Tortugas enormes dormitaban hundidas en estas hierbas, sirviendo de isla de reposo á las gaviotas posadas en su caparazón. Unas algas eran verdes, nutridas por el agua luminosa de la superfic

te. Era la zona de las calmas, el Océano de aceite obscuro, en el que permanecen los buque

as, esta noche tendida en pleno sol sobre el Atlántico, habían sido el terror de los antiguos. Y sin embargo, merced á tales fenómenos podían los navegantes pasar de un hemisferio á otro sin que la luz los hiriese de muerte, sin que el

íos á todo el resto de la tierra, modificando sus temperaturas favorablemente para el desarrollo de animales y vegetales. Allí se cambiaban los vapores de dos mundos, y el agua del hemisferio Sur-el hemisferio de los grandes mares, sin

o y del mar de Java. Su enorme masa líquida, huyendo sin cesar del Ecuador, determinaba un vasto llamamiento de agua de los polos que venía á ocupar su espacio. Y estas co

tenso azul, casi negro, que corrían á través de las aguas verdes y frías. Antes que admitir á éstas, el río azu

peratura de las islas Británicas, entibiando dulcemente las costas de Noruega. La corriente indiánica, que los japoneses llamaban ?el río negro? á causa de su color, circul

En un espacio grande como cuatro continentes, los pólipos, fortalecidos por el agua tibia, levantaban millares de atolones, islas anilladas, bancos y arrecifes, pilares submarinos, terror de

riamente, hinchado su seno, y esta succión atmosférica, obra de la atracción universal, se reflejaba en las aguas, conmoviéndolas. Los mares cerrados como el Mediterráneo apenas sentían sus efectos. Las mareas se detenían á su puerta. Pero en las costas oceánic

e, se encolerizaba lo mismo que una criatura orgánica cuando á las corrientes horizontales de su seno venían á a?adirse las corrientes verticales descen

la gran función de amamantar y renovar los seres. El padre Océano desconocía la existencia de los infusorios humanos que osaban deslizarse por su superficie en microscópicos cascarones. No se e

cortada por serpenteos de sombra. Sus ondulaciones pastosas, repletas de vida microscópica, iluminaban las noches. Los infusorios, estremecidos de amor, ardía

ola puede desgarrar, subían á la superficie, flotando entre dos aguas en torno de la isla de madera. Eran miles de sombrillas que desfilaban lentamente: verdes, azules, rosadas, con una coloración

lántico. La fragata no levantaba espumarajos de rabioso paleteo. Se deslizaba discretamente en el silencio marítimo que guarda el secreto de los primeros

os azules, y se recreaba con el estudio de las cartas de Maury, el Evangelio de los navegantes á vela, obra

oficial de buenas maneras, poco exigente en la retribución. Así vagó Ulises sobre los océanos, como el rey de Itaca sobre el Mediterráneo, guiado por una fatalidad que lo alejaba de su patria con rud

a holandesa, cuyos capitanes llevaban con ellos á la esposa y los hijos. Unas camareras de albos delantales cuidaban de la cocina y el aseo de este hogar flotante, compartiendo los peligros de los marineros rojos y tranquilos, exentos de las tentaciones que provoca el roce de la muj

nitos seres que arrastra el Gulf Stream desde los mares tropicales morían súbitamente helados. Una lluvia de peque?os cadáveres descendía á través de las aguas. Los bacalaos

la corriente ecuatorial había arrastrado desde las Antillas. En las costas de

os, oprimidos, compactos, formando bancos, como pedazos de playa que se hubiesen soltado á navegar. Parecían una isla que emerge ó un continente que empieza á hundirse. En los

osos eran. Las columnas en marcha, espesas y profundas, copulaban y se reproducían sin detenerse. El amor era para ellos una navegación, y en su ruta iban derramando torrentes de fecundidad. El agua desaparecía bajo la abundancia del flujo materno, en el que nadab

seres, despoblando el globo... Pero la muerte se encargaba de salvar la vida universal. Los cetáceos se hundían en este espesor viviente y con sus bocas insaciables absorbían el alimento á toneladas. Peces infinitamente pe

ensas, creando además colonias y ciudades. Se agotaban las generaciones humanas sin llegar á vencer esta monstruosa reproducción. Los grandes devoradores marinos eran los que restablecían el equilibrio y el orden. El esturión, estómago insaciable, intervenía en el banquete oceánico, encontrando en el

ndo las aguas de vida, dejando la soledad detrás de su coleo. Este destructor sólo elaboraba en sus entra?as un tiburón ún

mbra se dejaba dominar por el compa?ero que enganchaba en ella sus instrumentos de presa. Por primera vez el macho no devoraba: era ella la que lo absorbía, arrastrándolo. Y confundidos los dos monstruos rodaban en las olas semanas enteras, sufriendo los tormentos de un

lgunas quedaron vivas para siempre en su memoria, donde empezaban á c

r de las islas Malvinas, el buque tuvo que hacer frente á la furia austral que le cerraba el acceso al Pacífico. El estrecho de Magallanes es para los vapores, que pueden disponer á su v

nas pasaron bregando con el mar y con la atmósfera. El viento se llevó un velamen completo. El buque, de madera, algo descoyuntado por esta lucha interminable, comenzó á hacer agua, y la tripulación tuvo que mover día y noche las bom

simas pendientes. Cuando alguna derrumbaba su cresta sobre la fragata, el piloto Ferragut podía darse cuenta de la monstruosa pesadez del agua salada. Ni la piedra ni el hierro tenían el golpe

nieves... De tarde en tarde, los velos plomizos de la tormenta se rasgaban para dejar visible una pavorosa aparición. Una vez eran las monta?as negras con sudarios de ventisqueros del estrecho de Beagle. Y el buque viraba, huyendo de este pasadizo acuático lleno de escollos. Otra vez s

salvaje del mar, taciturno y supersticioso, mostraba el pu?o al promontorio, maldiciéndolo como á una divinidad infernal. Estaba convencido de que no conseguiría dobla

ensase en una salvación imposible. Y como si el demonio austral sólo esperase este tributo, cesó el viento Oeste, el buque no tuv

ar el cabo, la alegría de existir luego de haber sentido el soplo de la muerte, la vida en los cafés y las casas alegres, comiendo y b

veces de los beldades morenas y jóvenes que danzaban la zamacueca en medio del salón. Le interesaban las matronas envueltas en velos de luto que hacían

an cómo derrochar sus valiosos jornales en la monotonía de unas poblaciones nuevas. Su embriaguez se recreaba con las más disparatadas magnificencias. Unos hacían correr el vino de t

boreal ruedan de derecha á izquierda y en el austral de izquierda á derecha. Eran accidentes rápidos, de horas, ó de días cuando más. El había doblado el cabo de Hornos en pleno invierno, después de

noruego quiso disuadirle de este viaje. Era un buque viejo y lo habían asegurado por el cuádruplo de su valor. El capitán estaba asociado con el propietario, que había hecho quiebra varias veces... Y precisam

escotillas y devorando el velamen. Mientras el piloto, al frente de unos negros, pretendía dominar el fuego, el capitán y los tripulantes alemanes escaparon del buque en dos bal

y diversos objetos amontonados con la precipitación de la fuga: un barril

ente, que enviaba sobre las olas sus resplandores sangrientos. Al amanecer se marcaron

trazaban espirales en torno de este ataúd flotante, y huían después con vigorosos golpes de ala, lanzando un graznido de muerte. Las olas se elevaban lentas y mansas sobre los escasos centímetros de la borda, como si qui

eguro de despertar en la cama, rodeado de las comodidades familiares de su camarote. Y cuando abría los ojos, la realid

ebo morir!?, clamaba en su

eres flotaron largas horas junto al bote, como si no pudieran despegarse de él. Luego se hundieron con invisible tirón. Varias aletas tri

ote, parecía cubrir la mitad del cielo. La larga ondulación oceánica se convertía en ola rabiosa al encontrar los baluartes avanzados de sus islotes, al desp

gut salió despedido como un proyectil, cayendo en los espumosos remolinos, y al caer

pies en sentido inverso, haciéndole voltear como la saeta de un reloj. Su pensamiento se hizo doble. ?Es inútil resistir?, murmura

re dos aguas. Y agarrándose á las anfractuosidades de la roca, emergió la cabeza y pudo respirar. La ola se retiraba, pero otra le sumergió de n

la vez, el otro hemisferio mental evocaba con sintético relampagueo su vida entera. Vió la barbuda cara del Tritón en este supremo instante, v

rase, avanzó desesperadamente hasta otra piedra, pasándole el tirón del reflujo por debajo del vientre. Así bregó largo tiempo, pegándose á las pe?as

oteaba su cuerpo era roja, cada vez más roja, esparciéndose en regueros por las verdes anfractuosidades de la piedra. Sintió

do frente á él. Su cadáver no flotaría hasta una playa habitada. Los únicos que iban á conocer su muerte eran los cangrejos enormes que remontaban los pe?ascos buscando su ali

lagos de las rocas. Al cerrar los ojos para morir, vió en la obscuridad una cara pálida, unas manos que tejían

!... ?

portuguesa... Unos pescadores le recogieron cuando su vida iba á extinguirse. Durante su permanencia en el hospital

. Debía saber toda la verdad; y si no la sabía, se la avisaba su instinto de madre viendo á Ulises convaleciente, enflaque

ío!... ?Hast

respetables, al servicio de una gran Compa?ía, siguiendo una carrera de escalas determinadas, y no rodando caprichosamente por todos los mares, mezclado con el bandidaje inte

hija. El marino tuvo que rebuscar en el fondo de su memoria para acordarse de una chicuela de cuatro a?os que andaba á gatas por la playa del pueblo

ura-reptil de la arena, con una eterna perla verde colgando de sus narices, era aquella misma joven esbelta, de un moreno pálido de arroz, que ostentaba su abultada cabellera semejante á un casco de ébano,

mundo que sólo había conocido cobrizas de carcajada bestial, asiáticas amarillentas de gestos felinos ó europeas de los grandes puert

horas tejiendo encajes al uso de su pueblo. Al pasar Ulises ante el cuarto de ella, vió unos retratos suyos de la época en que era simple agregado á bordo

do la vista, temblándole las manos al mover los bolillos de su encaje. De pronto sonó un alarido. Era Cinta, que no podía

uventud para refrescar su vida de solterón maduro. Era el sabio de la familia. Do?a Cristina lo admiraba porque no podía leer sin el auxilio de unos lentes y porque ingería en la conversación palabras latinas, lo mismo que los clérigos.

or una vieja?... Te digo que quiere á Cinta, y para la chica

so podría romperle un marino á un catedrátic

ojos. Su mirada había encontrado la mirada fugitiva de su primo. Lo tenía él. En el cuarto de Ulises se veían cintas, madejas de hilo, un abanico vi

momento á otro en el corredor inmediato. Todo lo sabía: la trigonometría esférica y rectilínea, la cosmografía, las leyes de vientos y tempestades, los últimos descubrimient

del paso como puede. Y una tarde, cuando Cinta iba del salón al dormitorio

pegaron del suelo. Luego una boca ávida estampó en la suya dos besos agresivos. ??Toma, y toma!...? Ferragu

?o. Soy un brut

o, no!...? Y mientras gemía esta protesta, sus brazos se cerraron formando un anillo en torno del cuello de Ulises. Su cabeza se inclinó hacia él, buscando

e dije

n sobre una hija, pero es ambiciosa y exigente cuando se trata de un hijo. Ella había so?ado algo más brillante. Pero su indecisión fué corta. Aquella muchacha tímid

tante, visitando los mismos puertos, repitiendo invariablemente iguales trabajos. Su madre se mostraba satisfecha al verle con uniforme. Cinta fijaba su vista en el almanaque como la esposa de un empleado la fija en el reloj

n la vista su gorra de galón de oro y su levita azul entre los pasajeros trasat

ra el mismo; primeramente, un envoltorio de batistas y blondas sostenido por una nodriza endomingada; luego-cuando ya era capitán del trasatlántico-, un chicuelo con faldillas, mofletudo, de cabeza redonda cubierta de sedosa pelusa, tendien

amente colérico del hombre que cree haber llegado demasiado tarde y está convencido de que su desgracia es obra de su descuido

nica, que se desahogaba inventando apodos clásicos. La joven esposa de Ulises, inclin

e una reina de buenas costumbres. Pero el día en que el catedrático, por

su abuelo... Eso de Telé

de Valencia para ver á su padrino. Recibía de tarde en tarde cartas del poeta, cad

s en la cumbre de las librerías, las coronas en sus encierros de vidrio, las joyas y estatuas ganadas á fuerza de consonantes en sus vitrinas y pedestales, los libros de fulgurante lomo formando apretados batallones á lo largo de los est

lanca, un ojo casi cerrado y el otro enormemente abierto. Al ver al marino, ancho de pecho, forzudo, bronceado, Labarta se echó á llorar con un hipo inf

cabeza era exigua; su rostro tenía el arrugamiento de las manzanas invernizas, de las ciruelas, de todas las frutas que se contraen y momifican, perdiendo su líquido. ??Do?a Pepa!...? Los dos vie

ulces sirviendo de base de nutrición, los grandes arroces como plato diario, las sandías y melones llenando el

e pronto á las gentes de los países abundantes. Su vida se fundía en un chorreo de azúcar líquido... Y todavía adivinaba Ferragut las desobediencias de los

lver al Grao, donde le esperaba su trasatlán

no vería más á este coloso que parecía repeler s

n Valencia... Haz por ella todo lo que

arino errante por todos los mares. Labarta quiso acompa?arle hasta la puerta, pero se hundió en su a

arrugada, cuyo vello se había convertido en púas. Fué un beso de beldad vieja que se recuerd

Ya no escribe; ya no lee.

r fuerte y sano. Se aterraba al pensar en los a?os que podría sobr

diendo la modorra lacrimosa de su abatimiento, la despedía con un largo cántico. Ulises pasó los ojos por el recorte de periódico que iba dentro

u madre le entregó una carta escrita casi en su agonía. ?Valencia, hijo mío; ?siempre Valenc

do las viejas coronas del trovador, arrancando estampas á los volúmenes, con la inconsciencia de un ni?o fogoso que tiene á su padre muy lejos y vive sometido á dos s

gut le encontró varias veces, al llegar á Barcelona, instalado en su casa, en sorda hostilidad con

Esteban conociese la

a Marina los hombres se hacen fuertes como

tina. ?Confiar su nieto al Tritón, para que le infundiese el amor á l

as aventuras de sus a?os de marino vagabundo y cosmopolita. Veía en él al más grande de los Ferragut: hombre de mar como sus abuelos, pero con título de capitán;

s, se alejaba el Trit

para consolarse al partir

s curtido, con una sonrisa silenciosa que estallaba en palabras a

al mar Negro, do?a Cri

o ha m

nsistió con cierta crueldad en el relato de su triste fin. No podía perdonarle su fatal intervención en el destino

as rocas. El Dotor era aún vigoroso, pero los a?os no pasan sin dejar huella. Algunos creían en una lucha con un ?cabeza de olla? ú otro pez carnívoro de los que cazan en las aguas mediterráneas. En vano los pesca

es en las noches estivales, viendo á lo lejos las luces de los faros. Tal vez habí

con incrédula y triste sonrisa, se repitió al mismo tiem

encontrado abajo algo muy interesante, y cuando se cansase d

tor no ha

e, al distinguir en las aguas obscuras un madero ó un paquete de algas. Temían que surgiese de pronto

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