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Mare nostrum

Chapter 4 FREYA

Word Count: 19424    |    Released on: 06/12/2017

s de ellos habían arrostrado mayores peligros, y si le apreciaban, era por el instintivo respeto que sienten los hombres enérgicos y simples ante una inteligencia que consideran superior.

ones inexactas para completar

Además de mar

sta importante de la compa?ía naviera á la que prestaba sus servicios. Los compa?ero

opa la bandera espa?ola, fuese cual fuese su puer

los capitanes andaluces, que parecen llevar en su gracioso lenguaje un reflejo de la blanca Cádiz y sus vinos luminosos; los capitanes valencianos, que hablan de política en el puente, imaginando lo que podrá ser la marina de la futur

u carrera en las barcas de cabotaje y á duras penas ajustaban sus conocim

í tienen á don Luis, que es de los nuestros. P

Luis. Para algunos de ellos, el único defecto de Ferragut era su buena suerte. Aún no se había perdido un buque mandado por él. Y todo buen marino

ona, mercaderes de ágil entendimiento para la evaluación de una fortuna, sumaban lo que habían dejado el notario y su esposa, y a?adiendo lo de Labarta y el médico, casi

su capital en la industria catalana. Ulises era del país, por su madre y por haber nacido en la vecina tierra de Valencia. Se necesitaban hombres de fortu

a el matrimonio con arreglo á la tradición familiar: la mujer due?a absoluta del interior de la casa, pero confiada en los asunto

gestiones de sus primos, le bastó una peque?a disputa con uno de los directores de la casa armadora para

undo era de una rigidez y una dureza antipáticas. Sintió algo semejante á un principio de mareo al ver q

uella casa. Las vidas de los que dormían en los otros pisos, encima y debajo de él, no estaban confiadas á su vigilancia... Pero á los po

de timbre. Esto era todo para él, que había mandado docenas de hom

s mujeres que hacían la limpieza por las ma?anas le obligaban á refugiarse en el despacho con sus terrestres escobazos. No le era permitido formular observaciones, no podía extender un brazo galoneado, lo mismo que cuando re?ía á la grumetería d

s, le hizo llevadera la situación. Además, sentía satisfecha su conciencia al hacer de padre ?terrestre?, preocupándose de su h

as conversaciones con tíos, primos y sobrinos sobre ganancias y negocios ó sobre los defectos de la tiranía centralista. Según el

familia. Un amigo con voz de tenor cantaba Lohengrin en catalán. El entusiasmo hacía rugir á los más exaltados: ??El himno... el himno!? No

Se veía detenido en las cubiertas por grupos de muchachas elegantes que le pedían nuevos bailes en la semana. Salían á su paso faldas de blanco revoloteo, velos que

rica, le confiaban sus planes estupendos: ríos cambiados de cauce, ferrocarriles á través de la selva virgen, monstruosas fuerzas eléctricas extraídas de cascadas de varios kilómetros de anchura, ciudades vomitadas por el

espaldas sonaba el elogio. Las matronas le encontraban muy distinguido. ?Se ve que es persona bien.? Camareros y tripulantes hacían una relación exagerada de su riqueza y sus estudios. Algunas jóvenes que navegaban hacia Europa con la imaginación en pleno hervidero novelesco, se contraían decepcionadas al saber que el héroe era

usted á capitán,

cia á los caprichos femeniles, entregándose otras con un recato de marino discreto, se veía ahora sin otros admiradores que la vulgarota tribu de los Blanes, sin

a una habitación ?sin personalidad?, una vivienda que nada tenía de él, arreglada por las sirvienta

or los desfiladeros del mobiliario. Se había adaptado á todos los ángulos entrantes y salientes, como la carne del molusco se adapta á las sinuosidades internas de sus valvas. El camarote parecía formado con secreciones de

, con los papeles y los libros inmóviles sobre la mesa, las ropas colgadas de las perchas, las fotografías fijas en las paredes. Cambiaba el diario espectáculo de mares y tierras, cambiaba la temperatura y el curso de los astros; las gentes, arrebuja

inmovilidad de los puertos entraban por el ventano el chirrido de las grúas, los gritos de los cargadores, las conversaciones de los que ocupaban los botes en torno del trasatlántico. En alta mar era el silencio fresco y rumoroso de la inmensidad lo que llenaba su dormitorio. Un viento de infinita pureza, que venía tal v

mnas góticas, troncos de árboles con cuadrúpedos, reptiles y caracoles entre follajes de cemento. El adoquinado le enviaba por sus respiraderos la fetidez de unas alcantarillas solidificadas por

la hubiese adivinado mucho antes. Era algo inevitable y fatal que debía aceptar. El fabricantes Blanes tartamudeó de asombro. ?Volver á su v

podía permitirse este lujo. Sería como un yate enorme, pronto á hacer rumbo á su gusto ó su conveniencia y proporcionándole al mismo tiempo cuan

inar los lugares faltos de buques, donde se pagan fletes altos. Hasta ahora había

prado el Fingal, vapor-correo de tres mil toneladas, que hacía el

scocés, que, á pesar de sus largas dolencias, no quiso abandonar nunca el mando, muriendo á bordo de su buque. Lo

aso. En los planos de las entrepuertas estaban pintados los héroes de la Ilíada escocesa: el bardo Ossián y su arpa; Malvina la de los redondos brazos y sueltas cr

aban pedazos de hielo arrancados á los icebergs. Cerca de la estufa había un piano, y sobre su tapa un rimero de partituras amarilleadas por el tiempo: La sonámbula, Lucía, romanzas de Tosti, canciones napolitanas, melodías fáciles y graciosas que esparcían las viejas cuerdas del instrumento con el timbr

e los abuelos de Ulises, y se acordaba del Dotor con respeto y admiración. Había conocido á su capitán actual cuando éste era peque?o é iba á pe

aquel pueblo de la Marina estaban unidos por largos siglos de existencia aislada y peligros comunes. La tripulación, desde el primer maquinista á los ú

l literato que se desdobla en editor, del ingeniero dedicado á la fantasía de los inventos que pasa á ser due?o de fábrica. Su amor romántico por el mar y sus aventuras fué acompa?ado

lta y afilada dispuesta á afrontar los peores mares, su esbeltez de buque veloz, sus máquinas sobradamente poderosas para un vapor de carga, todas las condiciones que le habían hecho servir de correo durante varios a?os. Consumía d

itaba por el tubo á

umía todas las ganancias. Su velocidad era insignificante comparada con la de un trasatlántico, pero resultaba absurda en relación

navegando sin grandes pérdidas. Todas las aguas del planeta vieron á Mare nostrum dedicado á los t

o conservaban unas cuantas chozas al pie de montones de ruinas. Algunas columnas de mármol se erguían aún como troncos de palmeras desmochadas. Ancló junto á temibles rompientes de la costa occidental de áfrica, bajo un sol que hacía arder la cubier

y escandinavos, que son los arrieros del Océano. Su tonelaje y su calado le permitían remontar los grandes ríos de la América del Norte, llegan

las Antillas. En el Pacífico remontó el Guayas á través de una vegetación ecuatorial, en busca del cacao de Guayaquil. Su proa cortó la infinita lámina del Amazonas, apartando los troncos gigantescos arrastrados po

s quedaba algo para el armador. Cada vez eran más numerosos los buques de carga y el flete más barato. Ulises, con su elegante Mare nostrum, no podía luchar contra los capit

segundo-. Voy á arruinar á mi hijo.

perada cambió su situación. Acababan de llegar á Tenerife con maíz de la Argentina y fard

tó en valenciano, la

saber que Alemania y Austria habían roto las hostilidades contra Francia y Rusia, y que Inglaterra acababa de intervenir

otro iban á ser en adelante un recuerdo vergonzoso. No tendrían ya que solicitar carga de puerto en puerto como quien pide una limosna. Ahora l

efugiaban en los puertos neutrales más próximos, temiendo á los cruceros enemigos. Los más eran movilizados por sus gobiernos para los enormes transpo

a á cincuenta; luego á sesenta, y á los pocos días á c

ía cruel-. Veremos la tonelada á ciento cincu

ás sobre los cuarenta y cinco duros que recibía al mes. La fortuna de Ferragut y del buque la consideraba como suya. Se tenía por d

so?aban con praderas y manzanos, una casita en una cumbre, y muchas vacas. El se imaginaba una vi?a en la costa, una vivienda blan

acían recordar sus angustias al examinarse en Cartagena para adquirir el título de piloto. Los graves se?ores del tribunal le habían visto palidecer y balbucear como un ni?o ante los logaritmos y

él no había miedo á que entrase por descuido la ola de través que barre la cubierta y apaga las máquinas, ó que el escollo invisible clavase su colmillo de piedra en el vi

parte expuesta al sol parecía lavada por la luz, con tonos más claros. La barba corta y dura se extendía por los surcos y lomas de su piel. Además, tenía pelo en las orejas, pelo en las fosas nasales, anchas y respingadas, prontas á estremecerse en los mom

adquirido en veinticinco a?os de cabotaje mediterráneo, leyendo todos los periódicos de un radicalismo lírico que le salían al encuentro en los puertos. Además, al final de sus viajes estaba Marsella, y en una de su

adelantos de los pueblos jóvenes: muelles enormes construídos en un a?o, calles interminables que

a rotundamente-. Po

discusión con los empleados oficiales, la falta de espacio para un buen fondeo, le h

elles de Hamburgo, el capitán Ferr

ica, Tòni...! Y sin

dar forma á sus vagas ideas, vistiéndolas de palabras. En el fondo de estas grandezas presentí

an palabras... Son las gen

la guerra, resumió todas sus doctri

dos los pueblos fuesen Repúblicas!... Est

á burlarse esta vez de

arineros, taciturnos en las navegaciones anteriores, como si presintiesen la ruina ó el cansancio

que su primer oficial, acordándose de los malos negocios de antes. Los maquinistas ya no eran llamados al camarote del capitán para idear nuevas economías de combustible. Había que aprovechar el tiempo, y Mare nostrum iba á todo vapor, haciendo cat

estaban la cocina y el alojamiento de los marineros, espacio del b

de esta familiaridad. Había conocido á Ulises cuando huía de las aulas para remar en el puerto, y él, por el mal estado de sus ojos, acababa de retirarse de la navegación de cabotaje, descendiendo á ser simple lanchero. Su g

s de bananas, pi?as y aguacates, saludaban con entusiasmo la aparición de la gran sartén de arroz con bacalao y patatas ó de la cazuela de arroz al horno, con la dorada costra perforada por la cara roja de los garbanzos y el lomo

ía á su gente repartiendo cebollas crudas, voluminosas, de acre perfume que arrancaba lágrimas y una blancura de marfil. Eran un regalo de príncipe mantenido en secreto. No había mas que quebrarlas de un pu?etazo para que soltasen su viscosidad, y luego se perdían en los paladares como bocados crujientes de un pan dulce y picante, alter

aban á la mesa del capitán la olla donde habían hervido los pescados mantecosos, revueltos con langostas, almejas y

Como si cumpliese una ceremonia litúrgica, iba entregando medio limón á cada uno de los que ocupaban la mesa. El arroz sólo debe comerse luego de humedecerlo con este rocío per

!? Su buen humor le hacía afirmar que los dioses sólo se alimentaban con arroz abanda en su hotel del Olimpo. Lo había leído en los libros. Y Caragòl, presintiendo en esto un elogio, contestaba

u cocina. Sospechaba que los marmitones y los marineros jóvenes se atusaban el pelo para hacer el majo empleando el aceite como pomada. Toda cabeza que se ponía al alcance de su vista turbia la sujetaba e

vegación no podía continuar por haberse agotado los odres del

ban á ambos costados del Mare nostrum. Su nariz sorbía con tristeza el ambiente. ??Nada!...? Eran

compatriotas que comían y vivían bajo todas las latitudes lo mismo que si estuviesen en su peque?o mar interior. Pronto se entablaban pláticas en el idioma mediterráneo, mezcla de espa?ol, de provenzal y de italiano inventada por los pueblos híbridos de la costa de áfrica, desde Egipto á Marruec

tragona, le escuchaba en cambio con deferencia, por ser él quien medía el vino y los mejores bocados. El viejo les hablaba del Cristo del Grao, cuya estampa ocupaba el sitio más visible de

os. Durante muchos a?os, Caragòl había sacado en hombros y descalzo la sagrada escalera el día de la fiesta. Ahora, otros hombres de mar disfrutaban

, no era gran cosa, pues andaba por el buque ligero de ropa, con el impudor d

dejando ver un matorral de pelos blancos. Los pantalones se sostenían invariablemente con un solo botón, y cuando el viento levantaba la camisa, salía á la luz un nuevo triángulo peludo y blanco

las olas barrían la cubierta de proa ó popa y los marineros avanzaban recelosos, temiendo que se los llevase

a en protegerles, y nada malo podría ocurrirle al baque... Unos marineros callaban; otros, irritados, se hacían esto y aquello en la imagen y

el Océano. Le inspiraban la misma indiferencia que aquellos buques fríos y sin pe

oclamaban á su modo la gloria de Dios. De pie junto á la borda, en las tardes cálidas del Trópico, c

, y á la salida del sol un enjambre de pececillos venía á situarse frente al barranco, emergiendo sus cabezas del agua para mostrar la hostia que cada uno de ellos llevaba en la boca. En vano quisieron los pescadores quitárselas. Huían mar adentro con su tesoro.

ra iracundo y malhablado como un profeta cuando consideraba en peligro su fe. ??Quién era el hijo de pulga que se atrevía á dudar de lo que él había visto?...? Y lo que él había

lo que él llamaba el milagro del peixòt, pretendiendo con

u corte y el séquito de barones cubiertos de hierro. Veinte días después llegaban á Valencia sanos y salvos, como todo navegante que en momentos de peligro pide auxilio á la Virgen del Puig. Al registrar los maestros calafates el casco de la galera, veían á un pescado enorme d

uando estaban buenos; lo había visto en un cuadro antiguo del monasterio del Puig, y todo aparecía en la

, apareciendo su abdomen partido en dos h

se le escapa!-avisa

seráfica del que se ve más allá, de l

: ya no

relato de un

unos vasos de bebida humeante que él llamaba calentets. Nada mejor para los hombres que habían de pasar largas horas á la intemperie, en inmóvil vigilancia. Era café mezclado con aguard

idas sólo aceptaban en sus altares frutos de la tierra, sacrificios de palomas, libaciones de leche. Tal vez á causa de esto los marineros del Mediterráneo, siguiendo una preocupación hereditaria, veían en la e

erio de la cocina. En los días calurosos confeccionaba refresquets, y estos ?refrescos? eran vasos enormes, mitad de agua, mitad de ca?a, s

ecesitaba celebrar á su modo la prosperidad del buque. Y de esta prosperidad, lo más interesante para él era poder abusar del a

, donde desembarcó trigo y cueros. Una colisión á la entrada del puerto con un buque-hospit

s precauciones defensivas acaparaban todas las industrias navales. No era posible hacer antes la reparación. Ferragut calculó lo que representaba para sus negocios

emnizará... Los ing

u impaciencia, se

ra belleza era el golfo inmenso, entre colinas de naranjos y pinos, con un segundo marco de mon

los palacios, las fontanas monumentales, procedían de los virreyes espa?oles. Un soberano de origen mixto. Carlos III, castellano de nacimiento y napolitano de corazón, había hecho

nterrados que revelaban la vida íntima de los antiguos, corrió Ulises

de enfrente se tendían cuerdas, empavesadas con ropas de diversos colores puestas á secar. La fecundidad napolitana hacía hervir de gentío esta

les rematados por castillos. Los regateos y compras eran desde el fondo de la calle-zanja á los séptimos pisos. En cambio, los reb

rdes y el piso bajo más avanzado que el superior, sirviendo de sostén á una galería con balaustres de madera. Todo lo que en ellas no era ladrillo era carpintería gruesa, igual al trabajo de los calafates. El hierro no existía en estas construcciones ter

a visto de ni?o en el Grao de Valencia, y todavía las encontraba en la Barceloneta, en los suburbios de Marsella, en la Ni

es asomaban sus cúpulas y torres con tejas barnizadas, verdes y amarillas.

prodigioso, escuchando en silencio el relato del narrador ó el charlatán. Los viejos recitantes populares declamaban con heroicos manoteos las octavas épicas del Tasso. Sonaban arpas y violines acompa?ando la última romanza que Náp

inalidad. Las varas estaban ocupadas por un buey blanco, lustroso, con cuernos enormes y muy abiertos, un animal semejante á los que figuraban en las ceremonias religiosas de los antiguos. A su derecha iba enganchado un caballo, á s

e Humberto I tenía que defenderse de unos mozos inquietantes, con chaleco de gran escote, corbata de mariposa y un peque?o fie

Las lubricidades del gabinete secreto acababan por irritarle. Le parecía un recreo de invertido contemp

umeante del Vesubio, pasando entre pueblos de color de r

a cortado la circulación de viajeros. El era tal vez el único que iba á llegar en todo el día. ??Se?or, á cualquier precio!...? Pero el marino siguió adelante

, surto en el puerto de Nápoles, aprovechando la baratura de precios de un domingo. Todo lo

las ruinas. Ferragut, con la humildad de la admiración, se quedaba siempre abajo, viéndolo todo al través de sus piernas. ??Ay! ?veintidós a?os!...? Luego, cuando oía hablar de Pompeya, se verificaba en su memoria una superposición de imágenes: ?Muy hermoso, muy interes

uerta no tenía otros ruidos que el aleteo de los insectos sobre las plantas, que empezaba

o en la actitud del terror en que los había sorprendido la muerte. No abandonó la silla para molestarle con sus explicaciones; apenas levantó los ojos del

renacía el silencio: ?un silencio de dos mil a?os?, según pensaba Ferragut. Y en este silencio antiguo sonaban voces lejanas con la violencia de una agria discusión. Eran los guardianes y los empleado

un vecino de la antigua Pompeya que había quedado solo en la ciudad en un día de fiesta dedicado á las divinidades campestres. Su

sticios formaba la fecundidad primaveral apretados cordones de hierba moteados de florecillas. Carruajes milenarios, de los que no quedaba ni el polvo, habían abier

ompeyanos. Unas puertas ostentaban el falo, para conjurar el mal de ojo; otras un par de serpientes enroscadas, símbolo de la vida familiar. En los rincones de las callejuelas, un verso

hasta la llegada de la catástrofe final. Sólo tenían de ladrillos ó de cemento el piso bajo. Los otro

cos árabes, que dejan ver hasta sus últimos rincones al comprador detenido en la calle. Muchas guardaban aún sus mostradores de piedra y sus tinajas de barro. Los edificios particulares carecían de fachada. Sus muros exteriores eran lisos, inabordables, con algún que otro

ciudad policroma. Todas las columnas, rojas ó amarillas, tenían capiteles de diversos colores. Predominaba en los muros el negro charolado con el rojo y el

s títulos con que habían sido designadas las construcciones más interesantes á causa de un mosaico ó de una pintura: villa de Diómedes, casa de Meleagro, de Adonis herido, d

ba sus espaldas, sostenido por los brazos á guisa de chal. Ferragut adivinó una diferencia importante en las edades de las dos. La más gruesa se movía con disimulada pesadez. Su paso era vivo, pero apoyaba en el suelo

n el aire preocupado y temeroso del que va á un lugar prohibido ó medita una mala acción. Su prim

edad, como si expusiera su empleo por esta complacencia á cambio de una propina. Y las dos se?oras iban á ver unas pinturas borrosas que demuestran cómo no hay n

oeta trágico; luego admiró la de Pansa, la más grande y lujosa de la ciudad. Este Pansa había sido, indudablemente, el burgués más ostentoso de Pompeya. Su vivienda

as flores á través de los barrotes de una puerta. La más joven expresaba en inglés su adm

eresar á las dos extranjeras con un homenaje teatral. Sintió esa necesidad de llamar

la más vieja, acostumbrada á la vida en pueblos disciplinados que respetan duramente todas las prohibiciones establecidas. Su primer movimiento fué de fuga, para no verse complicadas en el atentado de este de

s en una tierra igual á las otras tierras; pero el marco de las tapias milenarias, la vecindad de los cubículos y taberne de la casa edific

vez pasada la primera impresión del regalo, mostró impaciencia por alejarse de este desconocido. ??Gracias... gracias!? Y empujó á la otra,

r Salerno, célebre en la Edad Media por sus médicos y sus navegantes, y á continuación los templos ruinosos de Pestum. Al subir en el

se perdía en una calle próxima. Luego, en el resto de la tarde, se tropezó con ella

eron en los jardines cercanos al mar, junto al monumento de Pisicane, el romántico duque

mpa?era pasaba adelante, con la mirada

uertos, con excelente comida y dormitorios inmundos. Sus mesas estaban próximas, y Ferragut, después de un saludo fríamen

al vez habría perturbado en otro tiempo la tranquilidad de los hombres, pero ahora podía contin

a de los cuidados higiénicos y los ejercicios gimnásticos. En cambio, su rostro, de blanca piel

s ojos bovinos cuando quedaban libres de unos lentes de miope. Pero apenas estos cristales montados en oro se interponían entre ella y el mundo exterior, las dos got

rragut, agradeciendo su admiración muda y escrutadora. Llevaba la cabellera en desorden, como una mujer que no teme las

rastes. Los ojos, negros, grandes, abiertos en forma de almendra, parecían de una bailarina oriental, y aún estaban p

miedo el sol y el hálito del mar. Un triángulo escarlata cortaba la dulce curva de su pecho, marcando el escote del vestido. Sobre esta carne algo tostada por el sol una fila de perlas extendía sus gotas de

legante gallardía le recordaban á ciertas se?oras que viajaban solas cuando él era capitán de trasatlántico. ?Pero habían sido tan rápidos e

corazón y el relampagueo en el cerebro que acompa?an á un descubrimiento fulminante é inesperad

por una misteriosa percepción, tuvo la certeza de que ella había hecho á la vez la misma descubierta. También le había reconocido, y se esforzaba visiblemente por darle un nombre y

s lentes de oro brillaban autoritarios y hostiles, interponiéndose entre los dos. Varias veces habló la gruesa se?ora en un idioma que llegaba á Ferragut conf

Al iniciar Ferragut un saludo, la dama hostil se dignó contestarle, mirando luego á su compa?era con expresión interrogante. El marino adivinó que

mismo que en la ma?ana anterior. Ella, con la audacia del que desea terminar pronto una situación equívoca, l

esp

rse á impulsos de la confianza, perdiendo su encogimiento hostil. Y sonrió por primera vez al capitán, con su boca

y hablaba, satisfecha de la poten

los que dan la vuelta á la tierra. Al encontrarse con un antiguo compa?ero de viaje reconocía inmediatamente su rostro, por corta que hubiese sido la

capitán...? ?us

nrió, dando fi

resueltamente-el ca

si se apiadase de su estupefacción, dió nuevas explicaciones. Había hech

eis a?os-a?adió-

r un nombre y un estado á esta mujer entre las innumerables pasajeras que llenaban su recu

mi marido y usted no me miró nunca. Todas sus atenciones

aprendido en América, al que comunicaba cierto atractivo i

ismo!... Lo de la rosa de Pompeya e

palabra del nuevo idioma empleado en la conversación, habló en voz alta,

?Tierra de caballeros!... ?Cerv

si acabase de hacer un descubrimiento por la portezuela del coche: ??Calderón de la Barca!? Fe

n... Una sabia en fi

ruesa mano de la doctora, se lanz

l. Los lentes de oro parecieron adivinar la pregu

amiga es rusa; me

én es polaca?-co

soy it

de gritar: ??Mentira!...? Luego se quedó contemplando sus ojos audaces

. Podía leer el castellano en las obras clásicas, pero no se atrevía á hablarlo. ?Ah, Espa?a! ?País de nobles tradiciones!..

de Salerno y al otro las monta?as rojas y verdes, manchadas de blanco por

o el pu?o-. ?Tierra de mandolinis

ligero en el que no son durables las impresiones y que consider

ía poco tiempo que estaban en Nápoles, tal vez contra su voluntad. La joven conocía el país, y su

um. Era una espera algo larga, y el marino las invitó á entrar en el rest

sas improvisadas en los desiertos de la América del Sur, y otra vez volvieron á h

o la doctora... Estuvimos un a?o en Pata

sado á caballo por remolinos de tierra que la sacaban de la silla; había sufrido el tormento de la sed y del hambre en un extravío de ruta y pasado las noches á la intemperie, sin otra cama que el

e los lagos, devorando de un golpe praderas enteras; y el doctor, como otros muchos sabios, había creído en la posibilidad de encontrar u

nicos. Los guías les ense?aron en las inmediaciones de los lagos pieles de reses devoradas, enormes montones de materia seca que parecían

ídamente, pensando en algo

o se llama?-d

esta pregunta, que resulta

Significa la Tierra y al mismo tiempo

, a?adió en espa?ol, con un acen

dona?... El pobre doctor mur

á ambos lados de la vía, que atravesaba ahora terrenos pantanosos. En las blandas praderas

onia, ciudad de Neptuno, fundada por los grie

romanos. Y esta ciudad de monumentos iguales á los de Atenas, poseedora de inmensas riquezas, se extinguí

sus antiguos templos tenían que escapar de las invasiones sarracenas, fundando en las monta?as vecinas una patria nueva: el humilde pueblo de Capaccio Vecchio. Luego, los reye

anterior, donde estaba enterrado Hildebrando, el más tenaz y ambicioso de los papas. Sus columnas, sus sarcófagos, sus bajos relieves, procedían de

do miró con curiosidad á este grupo que llegaba cuan

ierras bajas lo mismo que un sol de verano, pero aún podía resistirse. Luego, en los meses de estío, huían á sus casas de la monta?a l

aire corrompido, á la picadura envenenada del mosquito, al fuego solar que sacaba del barro vapores de muerte. Cada dos a?os, esta humilde estación, por donde p

udad-y siguieron un camino, teniendo á un lado la tierra pantanosa de exuberante vegetación y al otro la larga tapia de una granja, en cuya argamasa asomaban fragmentos de

ar de verdura. La doctora, guía en mano, los iba designando con su autoridad m

Neptuno elevaba sus altas y gruesas columnas tan juntas como los árboles de un plantel: troncos enormes de piedra que sostenían aún el alto entablamento, la cornisa saliente y los do

a piedra, dándola una superficie lisa como el mármol; los vivos colores de sus acanalados y sus frontones, que hacían de la antigua ciudad griega una masa de monume

las cuatro filas de columnas, estaba el verdadero santuario, la cella. Sus pasos sobre las losas del pavim

ierto de negras verrugas. En su fuga chocaron ciegamente con los pies de los visitantes. La doctora se levan

esenroscaba sus anillos sobre las piedras lenta y solemnemente. El marino levantó su bastón, pero antes de que pudiera lanzarlo se sintió con e

pitán!..

ho tiempo en esta actitud; pero Freya se despegó de él para avanzar hacia el reptil runruneando y extendiendo sus manos, lo mismo que si pretendiese acariciar á un animal doméstico. La negra col

a divinidad del templo muerto, que había cambiado de forma para vivir sobre sus ruinas. Esta culebra debía tener veinte siglos.

obre el equilibrio mental de la enfurru?ad

rde desolación la hizo evocar el recuerdo de las rosas de Pestum cantadas por los poetas de la antigua Roma. Hasta recitó un

r uno de los rosales maravillosos. Y Ferragut, ante este capricho de una vehemencia infantil,

para satisfacer el deseo de las viajeras, traía rosales de Capaccio Vecchio y otros pueblos de la monta?a; rosales iguales á los demás

cerle la más digna de recibir sus confidencia

con res

con nuestro eterno enemigo el tedesco. Mis h

o dijo á media voz á sus acompa?antes

as. Por la Porta di Mare subieron á las murallas, baluartes de gruesos bloques calcáreos que aún se mantenían de pie en una extensión de cinco kilómetros. El mar, visible desde

el mal humor que le habían producido las palabras del guardián. Ulises, á sus

sus ojos apasionados, el gesto de maliciosa coquetería con que contestaba á sus insinuaciones galantes. ??Arriba, lobo marino!...? Le tomó una mano mientras ella hablaba de la belleza del mar solitario, y la mano se abandonó

de protesta. Vió á Freya libre de sus brazos á dos pasos de él

án!... Conmigo es inútil.

l marino la magnitud de su equivocación. En vano quiso mantenerse al lado de la

voriento. Para distraerse mientras esperaban el tren, Freya sacó de su bolso una cigarrera de oro, y el

por la animación con que hablaban las dos se?oras en un idioma nuevo. Surgió en su memoria el recuerdo de Hamburgo y de Brema. Sus compa?

diálogo, preguntó á Fre

vez conoce veinte. Sabe las lenguas de pue

como si hubiera perdido para siempre su sonris

ada vez menos abordable, así como rodaba el vagón hacia Salerno. Era la frialdad que se esparce entre los co

ho. Las dos se quedaban en Salerno para hacer una excursión en carruaje á lo largo del golfo. Iban á Amalfi, y se alojarían por la noche en la cumbre alpestre de Ravello, ciudad medioev

vo miedo á la doctora. Además, la excursión era en un veh

inar su tristeza y

s días nada más... Pron

tora se abstuvo de indicarle su domicilio

os-dijo lacónicamente-. Sólo

nombrando el hotel de la ribera d

as de una mampara de vidrios hablando con el cochero que había venido á recibirlas. Freya, antes de desaparecer, se volvió para envi

llas y el perfume de la ausente, Ulises se sintió desalentado, como si

rque no aceleraban las reparaciones del buque. A continuación habló de la conveniencia de no tener prisa, para que el trabajo resultase más c

que el vino, algo que proporciona mayor embriaguez que la

ro se apiadaba en su interior de la ignorancia de los hombres, que les hace conc

la popa en alto para que la hélice fuese recompuesta. Los obreros reemplazaban las planchas abolladas y rotas con un martilleo irresistible. Ya que había de esperar ce

azul del golfo encuadrado por el marco de un balcón. El camarero, cetrino y bigotudo, le escuchó atentamente, con una complacencia de tercero, y al fin pudo for

a en lugar seguro. Miraba el golfo desde el balcón. A sus p

rnición espa?ola para apuntar sus bombardas y culebrinas contra el pueblo napolitano cuando no quería pagar más gabelas é impuestos. Sus muros se habían levantado sobre las ruinas de otro castillo en el que Federico II guardaba sus tesoros, y cuya

nta?a de la isla de Capri, negra por la distancia, cerrando el golfo como un promontorio, y la costa de Sorrento, rectilínea lo mismo que un muro. ?Allí está ella.

que la más leve ráfaga rizase su superficie; el penacho del Vesubio era recto y esbelto, dilatándose sobre el horizonte como un pino de blancos va

do de plomo; las nubes ocultaban el cono del volcán; el mar parecía de esta?o, y un viento frío hinchaba, como velas, faldas y gabanes, haciendo correr á las gentes por el paseo de la ribera. Los músicos seguía

habitación del piso inferior, Ulises se estremeció de inquie

temblar paredes y techos, dilatándose en la inmensidad del golfo. Era el ca?onazo de mediodía salido del alto castillo de Sant Elmo. Las cornetas de la isla del Huevo respo

s que se habían adelantado. Freya se presentaría con el retraso de una

y gaviotas, atragantándosele el bocado cada vez que se abrían sus hojas policromas

... La signora no había almorzado en el hotel: la signora había salido mi

ecería Freya cada vez que una mano borrosa y una vaga silueta d

rdar al portero, cabeza morena y astuta que asomaba al borde de su pupitre, sobre unas solapas

ora Talberg comía pocas veces en el hotel. Tenía unos amigos que ocupaban un piso amueblado en el barrio de Chiaia, y con ellos pasaba casi todo el dí

yó periódicos, tuvo que salir á la puerta huyendo de la matinal limpieza, perseguido por el polvo de las escobas y las alfombras sacudidas, y una vez

miliar y confianzudo, como si desde la noche anterior se hubiese

sus labios. Pero el marino acogió con enfurru?amiento tanta amabilidad. Este belitre iba á estorbar con su presencia el deseado encuentro; tal vez se mantenía á su lado por el deseo de ver y saber... Y aprovechand

arganta mugía, según los vendedores, como un recuerdo, el lejano zumbido del mar. Miró, uno á uno, todos los botes automóviles, las balandras de regatas, los barcos de pesca y las goletas de cabotaje

etenerse junto á una bocacalle, dudando entre seguir adelante ó huir hacia el interior de Nápoles. Luego pasó á la acera del mar

os, y ella le preguntó tranquilamente qué hacía allí mir

endido!-dijo Ulises, algo irritado por esta tranqu

risa con una expresi

. Está usted en su barrio, á la v

bro del capitán, hizo una

r mismo, al llegar al hotel. Es mi costumb

o bajó usted

respondiera negativamente. No podía hacerlo de o

e esperaba para hacerse el encontradizo, y no quise entra

mbro... Ninguna mujer le habí

cias de los hombres. ?Ya que ayer no me encontró en el hotel, me esperará hoy en la calle?, me he di

on sorpresa y desali

s. Le he visto antes que usted á mí... Pero no me gustan las situaciones falsas que se pr

El portero estaba en la entrada, contemplando el mar,

hablaremos, y luego me dejará usted... T

de Chiaia, perdiendo de vista el hotel. Ferragut quiso reanudar la conversación, pero n

persona. Ya no vestía el tailleur obscuro con que la había visto por primera vez. Llevaba un traje de seda, azul

rejas dos gruesas esmeraldas cuadradas y en los dedos media docena de brillantes, que se pasaban de faceta en faceta la luz del sol. El collar de perlas seguía fijo en su cuello, asomando por el escote angular... Era una

lo extemporáneo de este lujo. To

mas cosas con distintas palabras. Sus pensamientos eran incoherentes, pero todos se iban aglom

uras de su boca. Le placía á su orgullo de mujer contemplar á este hombre fuerte balbuceando

sted no come, usted no vive por mi culpa.? Su existencia es imposible si no le amo. Un poco más de conversación, y me amenazará con pegarse u

y por el otro los ricos edificios de la ribera de Chiaia. Unos chicuelos desarrapados corretearon en torno de la

su capricho; pero yo no puedo quererle, yo no le querré nunca. Pierda toda esperanza. La vid

ue acompa?aba estas palabras, Ferra

?Aunque yo haga los mayores sacrificios?... ?Aunque l

ó ella rotundamente,

ancas, con una verja en torno. El busto de Virgilio se alzab

a le había atribuído toda clase de prodigios, hasta convertir al poeta en mago poderoso. El brujo Virgilio construía en una noche el castillo del Huevo, colocándolo con sus manos sobre un gran

es y piedras al interior del templete. Les atraía la cabeza blan

cerca del aband

ia... Pero antes de separarnos como buenos amigos, me va á dar su palabra de no segui

epción se unía el dolor del orgullo herido. ?El que se había imaginad

piadó de s

, piense en su familia, que le espera allá en Espa?a. Ad

.. ?la única! Y lo dijo con una convicción que

este hombre empe

na mujer que comete la tontería de acordarse de que le conoció en otros tiempos, y se dice: ?Magnífica ocasión para entretener agradablemente el fastidio de la espera...? Si yo le creyese

se nunca recompuesto; calculaba con angustia los días que faltaban.

rarnos en Italia. La próxima vez, si volvemos á vernos, será en el Japón, en el Canadá, en el Cabo... Siga su rumbo, enamoradizo tiburón, y déjeme seguir el mío. Figúrese que somos

te. Eso no podía ser; él no se resig

glo á sus caprichos. ?Porque te deseo, debes ser mía...? ?Y si yo no quiero?... ?Y si yo no sufro la nec

se aparte, absteniéndose de las pasiones que desgastan la vida, sin que nadie viniera á importunarles en su ret

y la melancolía de ciertos recuerdos... Y sin embargo, acabaré por odiarle: ?me oye usted, argonauta pesado?... Le aborreceré porque no sirve para amigo; po

n gesto de desprecio y lást

una mujer deseable, creen faltar á sus deberes si no le piden su amor y lo que viene luego... ?No pueden un h

a amaba, y después de verse repelido con tanta cruel

eya. Sus ojos tomaron un brillo malsano. Miró á su aco

.. Quisiera ser inmensamente hermosa, la mujer más hermosa de la tierra y poseer el talento de todos los sabios concentrado en mi cerebro, y ser rica, y ser reina, para qu

as suelas de sus breves zapatos. U

un ingenuo, un simple. Le creo capaz de soltar á una mujer toda clase de mentiras...

io, que asomaba su blancura ent

con las tenazas de sus patas... que tienen en los brazos tijeras, sierras

ue pendían varios hilos de plata sosten

ente. ?Con qué fruición los ahogaría entre mis patas! ?Cómo pegaría mi boca á sus corazones!... ?Y los chup

loca. Su inquietud, sus ojos sorprendidos é interr

se de una pesadilla y quisiera repeler sus recue

azón... Ya lo sabe: seremos amigos, amigos nada más. Es inútil pensar en

móvil, viéndola alejarse con paso rápido, como si huyese de las

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