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Mare nostrum

Chapter 5 EL ACUARIO DE NáPOLES

Word Count: 10954    |    Released on: 06/12/2017

con el marino. ?Nos veremos... Yo le buscaré.? Pero era Ferragut qui

ué habrá pensado usted de mí!-dijo ella

nope al monumento de Virgilio. Las más de las ma?anas aguardaba en vano frente á los puestos de los ostricarios, escucha

billete, hacía sonar el teléfono y preguntaba á los criados de los pisos superiores. Luego una sonrisa triste y obsequiosa, como

ía al jardín de la ribera de Chiaia por los mismos lugares que había pisado yendo con Freya. Esperaba verla aparecer de un momento á otro. Todo lo

una última ilusión le hacía volver los o

r rápidamente del jardín caldeado por el sol á la penumbra de unas galerías húmedas, sin otro alumbrado que el de la luz diurna descendida al int

ta. El no era de los marinos que navegan sin preocuparse de lo que existe debajo de su quilla. Había querido conocer los misteri

llamada litoral, donde desembocan los ríos, se amontonan las substancias nutridoras al impulso de mareas y corrientes y crecen las vegetaciones subacuáticas. Esta zona era la de las grandes

smos oceánicos, y esta parte del mar-la casi totalidad del Océano-, inmensa masa de agua sin luz,

y se iba ensombreciendo, hasta llegar al rojo obscuro y al amarillo bronce así como se alejaba de la luz. En este paraíso oceánico, de aguas nutritivas y luminosas cargadas de bacterias y al

te carnívora. Los habitantes débiles devoraban los residuos y los animales muertos que descendían de la

an como manchas de vida allí donde el encuentro de las corrientes superficiales hacía llover un maná de diminutos cadáveres. Las plantas retorcidas y calcáreas, duras como la piedra, no e

olores este mundo de absoluta lobreguez. Era luz

entos de los árboles carnívoros eran guirnaldas de lámparas; los ojos de los animales cazadores, globos eléctricos; las insignificantes bacterias, glándulas fotógenas; y todos

s feroces, y los seres minúsculos se sentían empujados irresistiblemente hacia ellos, lo

on las del mundo abisal. Todos los fuegos de artific

plandores se abrían y cerraban incesantemente. Y estas luces iban pasando en su gradación por los más diversos colores: violeta, púrpura, rojo anaranjado, azul

captar hasta los más débiles rayos de luz. Muchos eran de ojos salientes y enormes. Otros

iles. Sus antenas y nadaderas se prolongaban desmesuradamente en la obscuridad. Los filamentos de su cuerpo, larg

cie oceánica, diáfana y luminosa, lejos de toda costa. A continuación venía la zona pelágica, mucho más p

a conquista de las presas vivas, se alimentaban con las gotas de esta lluvia de materia alimenticia. Los grandes nadadores, pertrechados de mandíbulas formidables y estómagos elásticos é inmensos, pre

teresante de todos los personajes del Océano. El plancton es la vida que flota en grumos sueltos

lgas microscópicas y mucosidades embrionarias, eran el plancton. En su masa densa y poco visible para el ojo humano flotaban los sifonóforos, guirnaldas de individuos unidos por un hilo transparente, frágiles, delicados y luminosos como cristales de Bohemia. Otros organismos igualmente sutiles tenían la forma de

hervían en peces con asombrosa fecundidad. Las poblaciones ribere?as se agrandaban, el mar se llenaba de velas, las mesas eran más opulentas

uedaba vacía como un desierto maldito. Las flotas de barcas permanecían en seco, se cerraban los talleres, ya no humeaba la olla, los caballos de la genda

más numerosas, para que ellas á su vez sirviesen d

ivir. El gigante pacífico y sin dientes mantenía su organismo sólo con plancton, absorbiéndolo á toneladas. El maná imperceptible

en en la superficie tenían, por lo general, el lomo azul y el vientre plateado. De este modo les era posible escapar á la vista de los enemigos. Su color claro, visto desde las tinieblas de la profundidad, se confu

cuyo esplendor desesperaba á los pinceles humanos, incapaces de imitarlas. Un rojo magnífico era la base de esta coloración, descendiendo gradualmente al rosa pálido, al violeta, al ámbar, hasta perderse en el lácteo iris de las perlas y la policromía temblona y vagor

jas animadas del Océano, peces y corales, brillaban con colores propios que eran reflejos de su vitalidad. Su verde, su rosado, su amari

llenándose de rugosidades, tomando el tono obscuro de las rocas. Otros, en momentos de irritación ó de fiebre amorosa, se cubrían de rayas y temblonas manchas, extendiéndose por su epidermis nubes diversas con cada uno de sus

vista todo su interior. Estos dos muros claros y luminosos, que recibían el fuego del sol por su parte alta, esparcían un reflejo verde

flotantes seres de colores. Las burbujas de su respiración era lo único que delataba la presencia del líquido. En la parte superior de estas jaulas acuáticas, la atmósfera lu

miró la fuerza nutridora del agua azul sobre la

untado las primeras manifestaciones de la vida, continuando luego su ciclo evolutivo sobre las mo

os cuantos metros. Las aves y los insectos rara vez van más allá en sus vuelos. En el mar, los animales están dispersados en todos los niveles de su espesor, pudiendo disponer de muchos kilómetros de profundidad, multipli

ntes-guardaba, revueltos con sus cloruros, el cobre, el níquel, el hierro, el cinc, el plomo, y hasta el oro procedente de los filones que la ebullición planetaria a

a por ciertos cálculos que con la plata flotante en el Océan

Los seres oceánicos sabían reconocer mejor su presencia, filtrándolas á través de su cuerpo para la renovación y coloración de sus órganos. El cobre lo acumulaban

. Los carbonatos de cal arrastrados por los ríos ó arrancados á las costas servían á innumerables especies para la construcción de sus caparazones, esqueletos, conchas y

Ferragut no eran mas que agua oceánica. Los peces, agua hecha carne; los animales mucosos

empo, como un bosque visto en un diorama. Era un palmeral surgiendo entre rocas; pero las rocas no pasaban

sobre este tronco rectilíneo de color de marfil lanzaban, como un surtidor d

o, lenta y prudentemente, iban surgiendo otra vez los animados pinceles por la abertura de sus vainas, flotando en el agua con ansiosa espera. Todos estos árboles y flores-animales eran de una vora

ajeron después la a

crustáceos movía sus herramientas cortantes y tentaculares, hacía brillar sus armaduras japonesas, unas te?idas de rojo casi negro, como si gu

entas de guerra y de nutrición. Su próximo pariente la cigarra de mar, animal torpe y pesado, permanecía en los rincones, cubierta de fango y de algas, en una inmovilidad que le hacía confundirse con las piedras. Y en torno de estos gigantes, como una d

impuesto la Naturaleza á estos animales

bían de sacar de su coraza, que empezaba á rajarse, el múltiple mecanismo de sus miembros y sus apéndices: las patas, las antenas, las gruesas pinzas, operación lenta y peligrosa, en la que muchos parecían rasgados por su propio esfuerzo. Luego, desnudos é inerme

ijo de patas, buscaban los observadores á un ser bizarro y extravagante, el paguro, apodado Bernardo el Eremita. Era una car

ovista de coraza: un excelente bocado, tierno y sabroso, para los peces hambrientos. La necesidad de defenderse le hacía buscar una caracola para guardar la parte débil de su organismo. Si e

ir; inspirar respeto á los monstruos devoradores, especialmente á los pulpos, que buscaba

es; las briznas de su cabellera quemaban como alfileres de fuego. De este modo, el humilde paguro inspiraba terror á las fieras gigantescas de la profundidad, llevando sobre el dorso su torre coronada de formidables baterías. Las anémonas, por su parte, le agradecían que las pasease incesantemente de un lado á otro, poniéndolas en co

almente la gradación de los diversos órdenes de la fauna

ego permanecían inmóviles, filtrando el agua por las celdas y corredores de sus tejidos, protegiendo su carne suave con un erizamiento de espí

se apoderaban, fijas en su roca, de pescados más grandes que ellas, y al presentir un peligro se encogían de tal modo, que era difícil verlas. Las plumas de mar yacían flácidas y obscuras, como animale

vidrio, que avanzaban por medio de contracciones. Del centro interior de su cúpula colgaba un tubo igualmente transparente y gelatinoso: la boca d

, eran urticantes lo mismo que las ortigas y se defendían con un contacto de llama. Algunas sombrillas sutiles ó incoloras vivían en el estanque ba

pturar presas mucho más grandes que ellas, extendíase en jardines la llamada ?flor de sangre?, el

ondo del mar Rojo y en los mares del Sur. Había navegado sobre ellas haciéndose la

sus víctimas, contrayéndose hasta formar una bola de lanzas que atravesaba á la presa con abrazo mortal ó cortándola con los cuchil

arrados á la roca vivían los molu

envolturas calcáreas, expulsando á sus due?os; los animales-plantas expelen toxinas; los seres planctónicos, transparentes y gelatinosos, queman como un cristal puesto al fuego; algunos organismos en apariencia débiles y blanduchos tienen en su cola la fuerza del b

hando el molusco, con la vivienda á cuestas, sobre este único sostén. En otros era nadadera, y la concha, abriendo y cerrando s

fondos escasos con sus claras praderas. La luz, al esparcirse por el blanco interior de su vivienda, la d

n los muros exteriores; deslumbrantes en su interior, como un lago de nácar. Algunos recibían nombres terrestres,

or una madeja de seda dura y córnea que envolvía sus encierros. Algunas de estas conchas-las llamadas ?jamones?-, almejas de gran tama?o, con las valvas e

ladro. Las columnas de los templos helénicos sumergidos en el golfo de Nápoles y vueltos á la luz

s estanques de los peces. En el corredor había una pileta de agua y en su fondo una especie de harapo flácido y gris, con

anzar una mano sobre la pileta con cierta vacilación. Al fin tocaban el trapo viviente del fondo, la carne gelatinosa del pez-torpe

na sensación igual á la del viajero que luego de vivir entre un

o y resbaladizo lo mismo que la ola. Todos ellos le habían acompa?ado durante mu

n ser ligeros, y para serlo prescindían de la coraza rígida y dura del crustáceo, que impide los movimientos, prefiriendo la cota de malla cubierta de escamas, que se dilata y se pliega, c

erme. El mundo entero les pertenecía. Allí donde hubiera una masa de agua, océano, río ó lago, fuese cual fuese la altura y la latitud, monta?a perdida en las nubes, valle hirv

gritaba y movía los brazos, como si pudiera ser visto por sus ojos de estúpida fijeza. Luego ex

l agua de la atmósfera tenía un espesor de millones de leguas:

delante y detrás de ellos, su potencia visual sólo abarcaba cortas distancias. Los esplendores de mariposa con que los viste la Natur

ganos auditivos, por serles innecesarios. Los estrépitos atmosféricos, truenos y huracanes, no penetraban en el agua. Sólo el crujido de l

s primarias de la vida animal: el hambre y el amor; sufrían rabiosamente la crueldad de enfermedades y dolores; se batían entre ellos á muerte por la comida ó por la

el mundo crepuscular del Océano, cortado por resplandores fosfóricos y enga

Esta prodigiosa facultad inutilizaba en parte los colores de que se visten las especies tímidas para fundirse con la luz ó la s

. Faltaban algunos: el delfín, de nerviosa movilidad; el atún, impetuoso en su carrera. El capitán s

ausencia nadaban otros animales de la misma especie, blancuzcos, largos, de grandes aletas, con los ojos siempre abi

a cumbre de su enorme cabeza y el cuerpo en forma de maza, sólo dejaba visible un largo hilo que surgía de su mandíbula inferior, agitándolo en todas direcciones para atraer á sus víctimas. Estas perseguían el movible objeto cre

oca no menos grande armada de ganchos y cuchillos encorvados. Con los ojos amarillentos fijos en lo alto, agitaba las barbillas de su rostro, recortad

as que la platitud de los lenguados y otros de su misma especie era vertical. Las dos caras del cuerpo de los lenguados, comprimido lateralmente, tenían di

s de la fauna mediterránea se

avón, que parecía hecho de plumas, la cola inquieta y hondamente bifurcada de la caballa, el estiramiento del mújol entre sus triples aletas, las redondeces grotescas del peje-jabalí y del peje-cerdo, la platitud obscura de la pastinaca flotando como un harapo, el largo hocico del peje-becacina, la esbeltez del róbalo, ágil y recogido como un torpedo, el rubio, todo espina, el ángel de mar, con

pa marinera; el precioso componente buscado por el tío Caragòl para el caldo de sus arroces. La cabeza, enorme, tenía unos ojos completamente rojos. Sus grandes nadaderas picaban venenosamente. El cuerpo, pesado, con fajas y manchas somb

pasando de vidrio en vidrio y reflejándose como un animal doble cuando llegaba á la superficie. Era la raya, de cabeza c

s rugosas de la tortuga y su cabeza de serpiente emergían de esta coraza de carey. Los caballitos de mar, esbeltos y graciosos co

isto mas que animales marítimos detrás de los vidrios luminosos y personas indife

o vend

recibía como un pu?etazo atmosférico el disparo del mediodía. ?La hor

aspecto se?orial atraían su atención. Eran caserones rojizos del tiempo de los virreyes espa?oles ó palacios del reinado de Carlos

oteadas ahora por pisos, y que exhibían en el portal las chapas indicadoras de ofic

caserío venerable. La doctora sólo podía habitar un edificio moderno é higiénico. Pero n

conserje del hotel no había podido proporcionarle ninguna indicación precisa. La signor

dia en el paseo, al pie del blanco Virgilio. Todo inútil. Pasadas

z venga

buscaba ciertos lugares preferidos por la viuda, creyendo que de

especialmente. Recordaba que Freya le hab

nto le avisaba que en dicho lugar iba á desarrollarse algo importante para su vida. Siempre que Freya visitaba el Acuario,

mo que un burgués de tierra adentro, contemplando las caz

ta?as submarinas, y él, aplastando su personalidad, se hacía del tama?o de las peque?as víctimas que bajaban hasta los tentáculos devoradores. De este modo veía á los pulpos del Acuario con dimen

gran bestia blanda de los abismos. Los geógrafos de la antigü

levaban al epicúreo Lúculo la cabeza, grande como un tonel, y algunos de sus tentáculos, que una persona apenas podía abarcar. Los cronistas de la Edad M

la superficie, lo confundían con una isla; si permanecía entre dos aguas, los capitanes, al echar la sonda, se desorientaban en sus cálculos, encontrando menos fondo q

entrevista muchas veces. Eran invenciones de los navegantes de imaginación: cuentos de proa para pasar las guardias

do á medir sus grandes fondos: la escafandra del buzo sólo podía descender unos cuantos metros. Su único instrumento de exploración

cos agentes que de tarde en tarde delataban su existencia de un modo casual. Flotaban sobre las olas sus patas sueltas, arrancadas por la férrea mandíbula de los pe

do. Los oficiales habían dibujado sus formas y anotado sus fosforescencias y cambios de color. Pero después de una lucha de dos horas co

con los descubrimentos de sus sabias correrías á través de las soledades oceánicas. En una de ellas había pescado una pata de pulpo de

orbellinos de muerte las aguas negras y fosf

ominio oceánico. La mandíbula batallaba con el chupón; la dentellada cortante y sólida, con la mucosidad fosforescente que resbala y huye; el golpe de cabeza demoledor como un ariete, con el latigazo de los tentáculos, más gruesos y pesados que la trompa del elefante. Unas veces el escual

tas devoradores la lúgubre negrura de la noche oceánica. Pero á pesar de su relativa peque?ez, estaban animados por la maldad destructura de los otros. Eran estómagos rabiosos

á odiar á estos monstruos, por la sola razón de que interesaban á Freya. Su estúpida crueldad le pareció un reflejo del carácter de aquella mujer incompr

és de toda jornada inútil transcurrida en l

amaba-. ?Se acabó! No admito más toreo...

las semanas que había de pasar en Nápoles; pero ?qué

o otra vez, cer

otros días. Luego iba al paseo; después entraba en el Acuari

lver entró en el museo oceánico, por el automatismo de la costumbre, seguro de qu

a de los verdosos corredores... Y cuando las primeras imágenes fueron marcánd

lanco, apoyándose en la barra de hierro que separaba los estanques del público, mirando fijamente el espejo sin azogue que cubría como una puerta

t, sin sorpresa alguna, como si se hub

l Acuario. El estanque de los pulpos era para ella como la jaula de pájaros tropi

de ir á almorzar había sentido la irresistible necesidad de verlos. T

ed qué her

arena no se notaba el más leve estremecimiento animal. Ferragut siguió los ojos de ell

rocas, alterando voluntariamente su piel lisa con protuberancias y arrugas iguales á las de la piedra. Su facultad de cambiar de color les permitía adquirir el de

algo que le pertenecía-. El guardián va á darles de comer... ?Pobres! Nadie s

or, nubes ruborosas que iban del rojo al verde, redondeles que se inflaban sobre la hinchazón, formando temblonas excrecencias. Entre des arrugas se abrió un ojo amarillen

reya con alegría-. ?Yo

s en el suelo, formando baluartes, á cuyo abrigo se disimulaban para caer sobre sus víctimas. En el mar, cuando querían sorprender á una ostra de carne sabrosa, esperaban o

e Freya. Si llevaban más de un a?o encerrados en el Acuari

rico-. ?Los adoro! Quisiera tenerlos en mi casa, como se tienen los pece

d que había experimentado una ma?

!?, se dijo

mentemente al percibir el suave perfume que

escuchó, como una música lejana, su voz, que iba explicando brevemente todas las particularidades de aquellas piedras que pasaba

loro. Al respirar, una grieta de su piel se abría y cerraba alternativamente. De uno de sus costados surgía un tubo en forma de embudo, que tragaba igualmente el agua respirable, alimentán

s recuerdos de Freya. Habló á media voz, para ella misma, sin preocuparse de Ferragut, que estaba desorie

un reptil de lomo cuadriculado que le servía de collar y de pulsera allá en su casa de la isla de Java, entre bosques que exhalaban un perfume irresistible, cub

ba horas y horas, lo mismo que una sacerdotisa brahmánica ante la imagen del terrible Siva, y Ojo de la ma?a

l quería conocer era el motivo que la había ll

ndés-dijo ella-. Nos casamos e

o un sabio su esposo?... ?No la había llevado á

o para hacer memoria;

El profesor fué mi segundo mari

istalina plateada por el sol, pasó una sombra humana. Era la silueta del guardián. Abajo se conmovie

amarillas. Una extra?a solidaridad parecía existir entre los monstruos. Sólo se agitaba para comer aquel que veía más cerca

salto, quedando pegado al suelo por una de sus patas y teniendo las otras en alto como un manojo de reptiles. De informe gui?apo se convirtió en

esaparecieron las patas, y sólo quedó á la vista una bolsa temblona por la que pasaba como un oleaje, de extremo á extremo, la hinchazón digestiva. Fué un bullón d

on á su vez, distendiendo sus estrellas, encogiéndolas luego p

nte, con un contacto que fué haciéndose por momentos más íntimo. Del hombro al tobillo percibió el capitán los suaves reliev

nte de un modo extra?o. Sus pupilas parecían agrandadas. Sus córneas tenían una acuosida

admirando la ferocidad de aquellas bestias,

. ?Devorar!... ?devorar! Ellos se debatirían inútilmente por deshacer el anil

el poeta, poseída de una cólera sorda contra los homb

el estanque con elegancia. Parecían torpedos de proa cónica, llevando á la rastra la gruesa y larga cabeller

a lucha, el sacrificio, la muerte. Los pedazos de sardina eran una comida sin substanc

e habían dejado caer en el fondo arenoso, fl

descender al extremo de un

ntearon buscando al recién llegado. En vano el guardián movió hacia arriba el hilo, queriendo prolongar la caza. Los tentáculos pegaron sus irresisti

intensamente pálida. Un calor de fiebre pasó á través de las ropas desd

con dos ojos feroces y en torno da la base la retorcida madeja de sus patas llenas de redondeles salientes. Con ellas apretaba al cangrejo contra su boca, inyectando

rmoso!-d

ban y devoraban, agitando sus cuerpos blanduchos, por los que hac

jo, pero en libertad, sin atadura

dida de angustias y azares emocionantes. El pobre crustáceo, adivinando el peligro, nadaba hacia las rocas, pa

scapa!-gritó Freya, p

armadas, que le servían de aparatos de locomoción. Era una lucha de tigre contra rata... Cuando el cangrejo tenía ya medio cuerpo oculto entre los verdes líquenes de un ag

e atrás como si fuese á desma

cuerpo un anillo de temblona presión. Los actos de aquel

de los fondos oceánicos, se había deslizado traidoramente á sus espaldas, echándole de pronto uno

se había enroscado á él y le apretaba el talle con toda su

imeantes y vagorosos, parecían estar lejos, muy lejos. Tal vez no le veían... Su boca, temblona y azuleada por la emoción, una

agua de aquella boca, remontándose al filo de los dientes, se desbordó en la suya como dulce veneno. Un

de que este beso iba á datar en su vida; de que empezaba para él una nueva existencia; de que nunca llegaría á despegarse de estos labio

y el cuerpo inerte y resignado, lo mismo que el náufrago que desciende

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