Mare nostrum
ra inmovilidad, tuvo que abandonar el Mare nostrum, sufriendo el to
procedente de Nápoles, sumido en doloroso mutismo. Quería morir. Durante el viaje le sometieron á una e
ona relataron la muerte de Esteban Ferragut en el torpedeamiento del Californian. El viajante de comercio contaba en todas partes el suceso, y á
a casa de su capitán. Todos los Blanes est
!...-gemía la madre, re
potéticos consuelos y apelaciones á la resignación. Debía pensar en el padre: no es
de entrar en
lla con desesperac
nía la culpa de que el muchacho hubiese emprendido el loco viaje á cuyo final le esperaba la muerte... La devota Cinta se representaba esta desgracia como un castigo de Di
o si no tuviese bastante con esta emoción, recibía horas después la noticia del mal e
s de los buques mercantes, encontró á Ferragut sentado jun
didos y mates, la barba revuelta y
!... ?
rto alivio. La presencia del piloto le devolvía á la vida; se aglomeraron en su memoria los olvidados recuerdos de
cía su secreto: era el único á quien había hablado
Esteban!.
legal, cuya memoria le pesaba como un pecado monstruoso. Pero Tòni fué discreto. Lamentó la
s... y sé que nada se gana
ía podido creer que lo tenía olvidado. Ni el más leve gesto, ni una luz en sus ojos que revelase el
dente, Ulises recuperó sus fuerzas, y pocos días después abando
onsiderada hasta entonces con la superioridad protectora de los orientales, que no
erado, como si la presencia de su esposo evocase con mayor relieve la imagen del hijo que nunca vol
las olvidaba para atender al cuidado del marido, preocupándose de los más peque?os detalles de su bienestar. Era su deber. Conocía desde
e y transparente que se había interpuesto entre los dos. Se veían, pero sin poder tocarse: estaban separado
ermaneciese cerca de ella. Ya se entregaría al dolor con toda libertad cuando quedase sola. Su
ción de cónyuge á uso antiguo, ganosa de evitar toda mo
uscular de Cinta, osó acariciarla como en la primera época de su matrimonio. Ella se irguió ofendida y pudorosa, lo
encorvada por la cólera y un fulgor de locura en los ojos. Todo lo que guardaba en el fo
no puedo quererte... ?El mal que me has hecho!... ?Tanto que te amaba yo!... Por más que busques en
e fidelidad discreta y tolerante, salía
as perdidas entre tus libros, las alusiones de tus camaradas, tus sonrisas de orgullo, el aire satisfecho con que volvías muchas veces, una serie de costumbres y cuidado
dejando que se extinguiese la llamarada del re
ando, y su simplicidad me dió lástima. No hay que llorar por lo que hacen los hombres en lejanas tierras. Es siempre
el paso. Ahora se había enamorado con entusiasmos de jovenzuelo de una dama elegante y hermosa, de una extranjera que le hacía olvidar sus negocios, abandonar su barco y permanecer lejos, como si renunciase á su familia
r de Nápoles que ella creía una gran se?ora con todos los atractivos de la riqueza y de un alto nacimiento; la
tabas lejos y mi hijo vivía á mi lado... ?Y ya no lo veré más!... ?Mi destino es vivir eternamente sola! Tú sabes que no puedo
rosímiles deducciones para explicar
e su muerte quise arrojarme por el balcón. Vivo aún porque soy cristiana; pero ?qué existencia me espera! ?Qué vi
zas para repetir las desordenadas y mentirosas protestas
erdad!?, repitió en su cere
favorecido con su ayuda á los asesinos de su hijo... Y la convicción de que nunca llegaría á saberlo le hacía admitir sus palabras con
ólera, consumida por su propia vehemencia. Los sollozos cortaron sus palabras. Ya no ver
cosa lejana que fué inevitable... Así que oigo tus pasos y te veo entrar, resucita la verdad. Pienso que mi hijo ha muerto por ti, que aún viviría si no hubiese ido en busca tuya para recordar
erdo del muerto lo llenaba todo, se interponía entre él y Cinta, le empujaba, lanzándolo de nuevo al mar. Su buque era el único refugio par
había revelado como un ser completamente nuevo. Nunca había podido sospechar tanta energía de carácter, tanta vehemencia pa
de les tiempos de su noviazgo. Además, le ofendía verlo en su domicilio con cierto aire de per
edores de aventuras amorosas: liberales y despreocupados e
pasión platónica; con él no hay que temer otra cosa; pero
do del pobre Esteban como si hubiese sido hijo suyo y dedicando serviles sonri
ose sus rasgos fisonómicos con una vigorosa fealda
imo el viejo Ulises, al volver á su palacio, había encontrado á Penélope rodeada de preten
pretendiente, pero este Ulises le jura que lo colgará
y sobre el papel. En la realidad le parecían unos brutos peligrosos. Y escribió una ca
Representaba una ofensa para ella. Después de hacerl
ambiente hostil que exacerbaba sus remordimientos, amontonaría
us servicios á las marinas aliadas para avituallar la flota sitiadora de los D
l encontrar viajes más seguros é igualm
o dedicarlo á hacer todo el mal que pueda á los asesinos de mi hi
eocupaciones de s
viajes son muy remuneradore
o del Mare nostrum tuvo el piloto un ge
sar de su tristeza-. Este viaje halaga tus i
e á los Dardanelos. Ferragut quiso navegar solo, sin la protecció
ió una deslealtad. Los corsarios alemanes se aproximaban á sus presas ostentando banderas neutras para enga?arlas y que no huyesen. Los submarinos permanecían ocultos detrás de
onfiaba en la velocidad del Mar
paso-dijo á su segundo-,
ar el buque sobre el sumergible
s, cuyos secretos conocía el capitán; ya no podía vi
ente, hablando sin mirarse, con los ojos vueltos al mar, espiando la movible superficie azul. Todos los
el buque, provocaba ahora gritos de atención y hacía extenderse muchos brazos para se?alarla. Los pedazos de palo, los botes vacíos de conservas que brillaban bajo
s aliados navegaban con pocas luces ó completamente á obscuras. Los que hacían centinela en el puente ya no miraban la superficie del mar y sus
n en el camarote, surgía inmediatame
!... ?Hij
se llenaban
encido de que su realización era imposible, pero servían de momentáneo consuelo
or un vergonzoso desdoblamiento. Admiró la belleza de esta aparición: un escalofrío estremeció su dorso; surgieron en su memoria las pasadas voluptuosidades... Y al mismo tiempo,
ué juntando los fragmentos, y acab
n el otro, en el falso diplomático, en aquel Von Kramer que tal vez había dirigido el torpedo que despedazó á su
l buque, se sentía mejor... Y con una bondad humilde que nunca había conocido su segundo, la bondad del dolor y la desgracia, ha
alimentación enviada por el Océano al Mediterráneo, y que en
le aportaban lluvias y ríos, quedaría seco en pocos siglos. Se había calculado que podía desaparecer en cuatroci
ble del mar Negro, pues éste, al revés del Mediterráneo, acaparaba con las lluvias y con el arrastre de sus ríos más agua que la que perdía por evaporación, enviándosela á través del B
urso ni los vientos contrarios ni los movimientos de reflujo. Los buques de vela tenían que esper
de Gibraltar más de cincuenta días, adelantando y perdiendo camino, hasta
ubiertas, y el marino catalán ó el genovés permanecían aquí en el estrecho semanas y semanas luchando con la atmósfera y el agua contrarias, mientras los gallegos, los va
tán. ?Lo que había aprendido en los
dia, pero los pueblos asiáticos no pudieron hacer el aprendizaje de navegantes en unos mares donde las costas están muy
. A cualquier viento que abandonase su velamen, estaba seguro de llegar á una orilla hospitalaria. Las brisas dulces é irregulares giraban con el sol en algunas épocas del a?o. El huracán atravesaba su cuenca, pero sin fijarse
ia quedaban los nuraghs de Cerde?a y los talayòts de las Baleares, mesas gigantescas formadas con bloques, altares bárbaros de pedruscos enormes, que recordaban los menhir
in otro auxilio que el de una vela rudimentaria que sólo se tendía al soplo franco de popa. La marina de los primeros europeos había sido
da avance en el Mediterráneo de esta marina balbuciente había representado mayores derroches de audacia y energía que el descubrimiento de América ó el primer viaje alrededor del mundo... Estos nautas primitivos no se lanzaban solos á
l éxodo navegante, las flotas enteras de rudas balsas sorbidas por el abismo en unos minutos, las familias muri
. Los vientos infundían un terror religioso á los guerreros del mar reunidos para caer sobre Troya. Sus buques permanecían encadenados un a?o entero e
yendo con su música á las naves para despedazarlas. No había isla sin dios particular, sin monstruo, sin cíclope ó sin maga urdidora de artificio
as al pie de un montículo coronado por los restos de un castillo fenicio, romano, bizantino, sarraceno ó del tiempo de las Cruzadas. En otros siglos habían sido puertos famosos: ante sus muros se libraron batallas navales. Ahora, desde su derruida acrópolis apenas se alcanzaba á ver el Med
torcer el curso de las aguas, para que se convirtiese en ciudad terrestre, perdiendo sus flotas y su tráfico. Los genoveses, triunfadores de los pisanos, cegaban su puerto con las arenas del Arno, y la ciudad
a cambiado en el Mediterráneo las rutas
los almogávares á Oriente, la epopeya de Roger de Flor, que él conocía desde peque?o por los relatos del poeta Labarta, d
uerra, trabajaban para la gran operación militar que se iba desarrollando frente á Gallípoli. El nombre del largo callejón marítimo que separa Euro
ardanelos han sido durante varios a?os de catalanes y aragoneses. Gall
sangrienta á través de las antiguas provincias asiáticas del Imperio romano, que sólo venía á termi
imprevista y dramática que la expedición de estos argonautas procedentes de los valles de los Pirineos, de las márgenes del Ebro y de las mor
, vestidos y armados á la ligera. Usaban simples petos de lana cuando todos los guerreros se cubrían de hierro; oponían la jabalina arrojad
nuevos reyes ignoraban cómo mantener á esta milicia inocupada y temible, hasta que del seno de ella surgía un aventurero de genio, Ro
tado imprudentemente. Eran verdaderos salvajes para los patricios de Constantinopla. El mismo día de su llegad
s, confería al obscuro Roger de Flor el título de megaduque ó almirante, casándolo luego con una princesa de
tisfacción á estos hombres medio bandidos y medio soldados, que llevaban á la zaga, por una costumbre secular, sus hijos y sus barraganas, duras hem
Filadelfia, Magnesia, Efeso, y llegaban hasta las llamadas ?Puertas de Hierro?, al pie del lejano Taurus. De seguir su marcha, sin temor á int
scordia entre los jefes de la expedición. Al más noble de los capitanes almogávares, Berenguer de Enteaza, pariente de los reyes de Aragón, que estaba con sus galeras en el Cuerno de Oro, lo nombraba megaduque, enviándole con gran pom
el exterminio de estos intrusos, cada vez más insolentes por sus victorias. Temía que destronasen á los Paleólogos,
a posible un acomodamiento con la familia imperial, que era la suya. El viejo Andrónico le halagó con nuevos honores, pero antes de volver á
, y le recibieron con grandes fiestas. Luego, á los postres de un banquete, Miguel y sus búlgaros lo asesinaron. Los almogávares de la escolta se def
i, por un escrúpulo caballeresco propio de la época, se creyeron en la imposibilidad de defenderse si no declaraban antes la guerra al basileo solemnemente. Veintiséis de ellos fueron á Constantinopla para hacer esta declaración, pero
á este relato de horrores-. Da aquí en adelante, veréis cómo nuestra Compa?ía obtuvo,
con sus mujeres y sus hijos. Y esta peque?a tropa, sin otro refuerzo que el de algunos grupos que de tarde en tarde llegaban de Sicilia y Aragó
a ofensiva, haciéndose due?os de Tracia y llegando en sus audaces correrías hasta la misma Constantinopla. Eran pocos para apoderarse de la enorme ciudad, pe
s del país. Los griegos huían de ellos, incapaces de resistirles, y en este vacío no dis
a de una horda guerrera. Además, sus jefes estaban enemistados. El sombrío y ambicioso Rocafort hacía matar á Berenguer de Entenza y acababa su vida en una prisión. El prudente Muntaner
l monte Athos. Una vez en la verdadera Grecia, el duque de Atenas, Gautie
que hablan Aristófanes y casi todos los poetas de la antigua Atenas. Los paladines vestidos de hierro sobre corceles acorazados atacaron riendo de lástima á estos infantes andrajosos. Pero la Compa?ía abundaba en hábiles flecheros, y además, rompiend
habían durado sus aventuras en Oriente, sus marchas de Constantinopla á las
o-vivió el ducado espa?ol de Atenas y Neopatras o
caban como rojas neblinas los lejanos pro
su corona á los reyes aragoneses de Sicilia, pero éstos no visitaron nunc
arcelona?. La lengua catalana reinó como idioma oficial en el país de Demóstenes. Los rudos almogávares se casaron con las más altas
iana, no había sufrido otra modificación que la de ver una nueva diosa en sus altares, la Virgen Santísima, la Panagia Ateneiotissa. Y en este templ
tierra griega como rastro de su dominación: edificios, sellos ó monedas. Sólo algunas
ros confusamente, pero se
talanes te alcance?, fué durante varios siglos en Grecia y en Rumelia la peor de las maldiciones. Para designar á un ser bárbaro y sanguinario, todav
oque de la rudeza occidental, casi salvaje pero franca y noble, con la malicia refinada y la ci
s, mientras su buque navegaba cortando la noche y saltando sobre el mar obscuro, acompa?ado por el pistoneo de las máqui
icanos y del portillo de Gibraltar, mezclando tempestuosamente sus corrientes atmosféricas. Las aguas, encajonadas entre las numerosas islas del archipiélago griego,
laba á su segundo, inmóvil junto á él, cubierto igualmente con un impermeable que chorreaba humedad por todos sus pliegues. La lluvia iba rayando con leves ara?azos
agos de los acorazados con velos flotantes de humo. Llegaba á sus oídos, como un
an mas que arrojar en el estrecho una cantidad de minas flotantes, y el río azul que se desliza por los Dardanelos las arrastraba hacia los buques sitiadores, destruyéndolos con infernal estallido. En las costas de Tenedos, las m
a, cuando las sutiles palideces del alba empezaban á sacar de la sombra los conto
os. Luego fué reconociendo la rada, vasta extensión acuática con un marco de arenales y lagunas que reflejaban la luz indecisa del amanecer. Las gaviotas, recién despiertas, volaban en grupos
s, brillando sus remates con los fuegos de la aurora. Así como avanzaba el buque iban desvaneciéndose las nubes matinales, y Salónica se mostró comp
sus rótulos dorados, los hoteles, los Bancos, los cinematógrafos y cafés-concíertos, y una torre mací
, que se remontaban colina arriba, á través de los barrios griegos, mahometanos é israelitas, b
hacía brillar la cruz en lo más alto de su campanario; la sinagoga, de formas geométricas, se desbordaba en una sucesión de terrazas; los minaretes islámicos formaban una columnata blan
o en el viaje anterior desolada, monótona, con pocas casas y escasos cultivos, sin otra vegetación importante que los pe
res estaban acampados en torno de la ciudad. Había nuevas poblaciones hechas de lona, calles rectangulares de tiendas, c
revadero, parques de artillería con sus ca?ones en alto iguales á tubos de telescopio, pájaros enormes de alas amarillas que emprendían su deslizam
enta y errónea aventura de los Dardanelos ó procedente de
á este puerto una actividad mucho más grande que la de los tiempos tranquilos. Vapor
eyes y caballos, toneladas y toneladas de acero preparado para esparcir la muerte, muchedumbres humanas á las que sólo faltaba una cola de mujeres y de ni?os para ser iguales á los grande
onerados por la necesidad militar, sucios y grasosos, que servían ahora de barcos de carga. Alineados junto á los muelles, dormitaban, esperando entrar en funciones, los navíos-h
istancia del casco. Un vapor herido permanecía aparte, con sólo la quilla sumergida, mostrando al aire todo su vientre rojo. Más abajo de la línea de flotación tenía abierta una brecha
ue bajo la vigilancia de Tòni, pasó l
las mezquitas, con patios de cipreses y fontanas de melancólico chorreo; las tumbas de los santones en kioscos que cortan las calles bajo el reflejo mortecino de una lámpara; l
na Salónica. Aún guardaba una parte de su pavimento y aparecía obstruída gloriosamente por un arco de triu
se codeaban con las tropas exóticas. Los gobiernos aliados habían hecho un llamamiento á los combatientes profesionales y los voluntarios de sus colonias. Los tiradores negros del centro de áfrica ense?aban sus dien
n dormido de la Grecia. Volvían á repetirse las invasiones de los siglos remotos que habían hecho
rido del vecindario de Salónica, compuesto de varias razas y religiones que se entremezclan sin confundirse. Los popes de negras túnicas y sombreros de copa sin alas transcurrían por las calles junto á los sacerdotes católicos ó al rabino de luenga hopalanda. En las afueras se veían hom
modas europeas, lucían un traje pintoresco que hacía recordar la indumentaria espa?ola de la Edad Media. No eran únicamente cambistas ó comerciantes, como en el resto de la tierra. Las necesidades de una ciudad dominada por ellos les habían hecho abrazar todas las profesiones, siendo
án Ferragut-. Mis antiguos nas
ían que, al verles de regreso, los espa?oles actuales suprimiesen las corridas d
ubriendo las Indias; los judíos eran expulsados de la Península, y Nebrija daba á luz la primera gramática castell
capitanes mercantes. Eran los únicos que vestían traje civil entre la concurrencia de oficiales d
de guerra, que pueden devolver golpe por golpe. Todos los oficiales de las diversas flotas sentados cerca de ellos disponían del ca?ón, del espolón, del torpedo, de las grandes velocidades, de la telegrafía aérea. Los valerosos arrieros del mar desafiaban
el submarino, el torpedo que marraba su blanco por unos metros, la fuga á todo vapor, recibiendo los ca?onazos de l
baban diciendo-, será inúti
era fortuna, completamente solos, prefiriendo la navegación suelta y astuta á la marcha en
osos camarotes convertidos en dormitorios de tropa, sus cubiertas charoladas, que habían pasado á ser establos; sus comedores, donde se sentaban antes las gentes con smoking ó e
más rudos que antes, peor vestidos, con un abandono militar de combatiente
ara perseguir á los sumergibles. Iban vestidos de tela impermeable, con un casco encerado, lo mismo que los pescadores del mar del Norte, oliendo á carbón y á agua tempestuosa. Pasaban semanas y semanas en el mar, fuese cual fuese
a para avanzar tierra adentro. No quería marcharse sin verle, y pasó v
os muchachos aficionados á cantar Los Segadores y perturbar la tranquilidad del ?cónsul de Espa?a? enviado por Madrid. El hijo del pací
la familia. ?Un muchacho que tenía un porvenir tan grande en la fábrica de su padre!... A continuación hacía el relato, con voz insegura y ojos húmedos, de las haza?as de su primogéni
s-. Dile que su madre va á morirse
t fué conseguir un permiso y un automóvil viej
, los rosarios de automóviles, rodaban por vías recién abiertas que las lluvias habían convertido en
se para dejar paso á interminables desfiles de camiones. Otras veces le cortaban el paso los auto-ametralladoras blin
Gengis-Khan, todos los conductores de hombres, que avanzaban llevándose los pueblos en masa detrás de su caballo, transformando á los siervos de la tierra e
luntarios, un andaluz y un americano del Sur, unidos los tres po
ntaban bajo un toldo de lona, ante cajas que habían contenido ferretería ó municiones y hacían oficio de mesas. Esta
tres mosqueteros?. Quiso obsequiarlos con lo mejor que, tuviese el mercanti, y éste sacó á luz una bot
á los tres jóvenes. Recocidos por el sol y la intemperie, habituados á la vida dura
juventud. Sus brazos surgían exageradamente de las mangas del capote, cortas ya para ellos. La gimna
e así, hecho un soldado, como su primo! ?Verle sufrir tod
fabricante metido en aventuras, hablaba de las haza?as de las tropas de Oriente con todo el entusiasmo de sus veintidós a?os. Le faltaba
á Roger de Flor
comparable á la memoria retrospectiva del poeta Labarta y del secreta
los oprimidos, por la resurrección de todas las nacionalidades olvidadas: polacos, checos, rutenos, yugo-eslavos... Y sencillamente, c
po discutiendo acaloradamente, cambiando insultos y buscándos
larga: no era miope y egoísta, como su amigo ?el catalán?. Daba su sangre
anterior no me importa: para reyes ya tenemos los nuestros. Pero á partir d
dos, buscando una af
tán, por Dantó
et y el tupé romántico de Lamartine sobre un doble pedestal
ia-dijo finalmente-porque
inte a?os debía guardar en su mochila un cu
contempla su patria en ruinas. Blanes, hijo de burgués, le admiraba por su origen. El día de la movilización había ido en París á inscribirs
mas de admiración y asombro viéndole con uniforme. Sentía la necesidad de conmover á todas las damas que habían bailado el tango con él hasta la s
demasiado
le importaban poco; lo terrible era el piojo, el no mudarse la ro
ntusiasmo con
n París se visten bien las mujeres. Esos alemanes,
?adir más: todo
is kilómetros conquistado á la bayoneta. Una lluvia de proyectiles caía incesantemente sobre ellos. Hab
s, estatuillas y platos que tenían treinta siglos. Otra vez cortaron blanduras repulsivas que exhalaban un hedor insufrible. Estaban abriendo trincheras en un pedazo de terreno que había servido de cementerio á los turcos. Los vientres hinc
n día entero tocando con mi nariz los intestinos de un turco muerto dos semanas antes... No, la g
n había levantando su campo, situándose á muchos kilómetros al interior, frente á las primeras
l cabo Croissette, viendo cómo se abría ante la proa una vasta curva marítima. En el centro de ella, una colina abrupta
del mare nostrum. En su bahía, de cortas olas, se alzaban varias islas amarillentas, con
s brillaban las cúpulas bizantinas de la nueva catedral. En torno de Marsella se abría un hemiciclo de alturas desnudas y secas, coloreadas alegremente por el sol de Provenza. Los pueblos y caseríos moteaban d
a, que brilla como una lanza de fuego en lo alto de Nuestra Se?o
án alegremente-. Te convido á un
án famoso del puerto, sus salones crepusculares oliendo á marisco y á salsas picante
a ciudad con ojos amorosos pero tristes. Se veía desembarcando la última ve
a Marsella. Penetraba como un cuchillo acuático en las entra?as del caserío; la ciudad se extendía por sus muelles. Era una plaza enorme de agua á la que afl
bligaba á espumear y rugir á las olas, se extendían los ocho amplios puertos, comunicándose entre sí desde el llamado de la Joliette, que era el de acceso, ha
s las épocas. Junto á los trasatlánticos enormes balanceaban sus vergas las vetustas tartanas y algun
roquíes, egipcios. Muchos guardaban sus trajes originales, y á esta variada indumentaria se unía la diversidad de lenguas, algunas de ellas misteriosas y casi perdida
os pasos de comunicación, entre grupos de transeúntes y de carros que esperaban el restablecimiento de los pue
cuenta de la gran transformación sufrid
a variedad infinita, como otras veces. En los muelles sólo se apilaban
ados del invierno y se encorvaban como moribundos bajo la lluvia ó el soplo del mistral. Trabajaban con el gorro rojo calado sobre las orejas, y al menor alto en sus faenas se apresuraban á meter las manos en los bolsillos del capote. Estos negros
iles los pares de ruedas grises, sostén de ca?ones y furgones; las cajas enormes como viviendas que contenían aeroplanos; las piezas de acero que sirven de andamiaje á la artillería gruesa;
sados y alegres á pesar de la cautividad, vistiendo aún sus uniformes de color verde col, con un gorro redondo sobre la esquilada cabeza. Iban
as fortalezas. Dos tercios del casco ocultos siempre en el mar quedaban al descubierto, mostrando el vivo rojo de su panza. Sólo su quilla se mantenía en el agua. El tercio superior, lo que quedaba visible sobre la lí
ia habían movilizado sus tramps, sus barcos vagabundos, y empezaban á darles medios de defensa. Algunos no habían podido montar el c
raído por la famosa Cannebière, vía succionan
ndes toldos como si fuesen el velamen de un buque. Se aproximaba el mistral, y cada due?o de establecimiento ordenaba la maniobra p
da; indostánicos enormes y esbeltos, de tez cobriza y espesa barba en forma de abanico; tiradores senegaleses, de un negro charolado; tiradores anamitas, de cara redonda y amarillenta, con ojos en triángulo. Pasaban incesanteme
nclado sus pobres naves los primeros fenicios, viéndose sucedidos por los emigrantes de Focea en Asia Menor, marineros griegos que huían de la invasión de los persa
la, fundando ciudades que eran focos de civilización para los
an los abuelos más remotos de la navegación mediterránea, los primeros capitanes conocidos por la Historia que habían transpuesto las columnas de
buques podían salvar fácilmente el obstáculo del estrecho de Gades, sin tener que aguardar semanas á que amainase la violencia de la corriente enviada por el Atlántico. Había nacido el industrialismo, y las fábricas del interior lanzaban por el ferrocarril, recientemente instalado, un oleaje de productos que las flotas iban transporta
as ma?anas serenas era de un verde amarillento y olía ligeramente á agua descompuesta: agua orgánica, agua animal.
ma amarillenta. Los buques empezaban á bailar, chirriando bajo el tirón de bus amarras. Entre sus cascos y la superficie vert
olás, el transbordador levantaba sus dos pilastras de celosía de
venían á descansar en esta dársena histórica rodeada
eros?, embarcaciones militares improvisadas, vaporcitos robustos y cortos, construídos para la pesca, que llevaban en la proa un ca?ón de tiro rápido. Todos
zontales, hacia el punto donde esperaban sorprender el periscopio del enemigo oculto entre dos aguas. No había mal tiempo que les adormeciese ó les asustase... En plena tormenta se mantenían á la vista de la costa, salta
bsisten algunos palacios ruinosos de los mercaderes y armadores de otros siglos. En estas vías estr
embarcada ó convaleciente de sus heridas, soldados jóvenes con gorros rojos y largos capotes de amarillo mostaza. Los zuavos de Argel conversaban con ellos en un espa?ol salpicado de árabe y de francés. Negros adolescentes que servían de fogoneros en los buques avanzaban por las empinadas callejuelas con ojos de i
bras esqueléticas y macabras y las que aparecían hinchadas por una falsa robustez, producto de malos humores. Algunas tenían la desproporción embrionaria de los fetos, con enormes cabezas sirviendo de remate á cuerpos raquíticos. Otras avanzaban sus míseros troncos desc
mo de sus zanjas malolientes, ocupadas por el deforme mujerío, se abría un amplio desgarrón de luz y de azul. Se veían blancos veleros anclados al final de la pendiente, un pedazo de lámina acuática y las casas del muelle opuesto, empeque?ecidas por la distancia. En otras aparecía como último plano la mon
barrios viejos, volvía al centro de la ciudad, paseando bajo los árboles
odeado de otras personas, volvió la cabeza con el presentim
ido, completamente afeitado, que parecía por su aspecto un inglés cuidadoso de su persona. Este
recordar á este hombre. Casi estaba seguro de no haberlo visto nunca. Su rostro afeitado, sus ojos de un gr
tud con que separó su mirada de la de
su imaginación con un relieve distinto al de la realidad. Lo veía más claramente que al resplandor algo mortecino de los reverberos de la Cannebière... Pasaba con indiferencia sobre sus rasgo
in lograr que su memoria diese una respuesta á sus preguntas. Luego, al ve
ómeno. Iba el capitán por la ciudad, sin acordarse de aquel individuo, pero al entrar en la Can
ba-. ?Dónde le he visto antes?... ?Po
gunos que se le asemejaban por la espalda. Una tarde creyó reconocerlo en un carruaje de alquiler cuyo caballo marchaba
os asuntos más reales é inmediatos le preocupaban. Su buque estaba listo; iban á
ó á tierra sin deseos de ll
en Cartagena, las láminas de colores fijas en la pared representando corridas de toros, los periódicos de Madrid olvidados en l
ando, pasada una hora, pudo salir de la barbería, arrancándose á las interminables desped
como naves de catedral, exhalaban aún los fuertes olores de los géneros que habían guardado e
n monta?as de mercancías, escuadras de cargadores negros, vagones y carros. Más allá estaban los cascos de los buques, sustentando un bosque de palos y chimeneas, y e
despertó la curiosidad del capitán, aguzando sus sentidos. Repentinamente tuvo el presentimiento de que este transeúnte era ?su inglés?. Iba vestido de otro modo,
ego corrió francamente, al considerar que estaba solo en
asi era una fuga. Había ante él una cordillera de fardos amontonados, con tortuosos
? Y en el preciso momento que se formulaba esta pregunta, el otro retuvo
la Cannebière, y ahora que existía entre los dos una distancia de cincuenta metros, ahora que el otro huía y sólo presentaba un
ruso, estaba seguro de ello, Von Kramer, el marino alemán, afeitado y desfigurado, que ?trabajaba? sin duda en Mars
nas de su vida anterior, vió su infame existencia de Nápoles, la expedición en la goleta para avituallar á los submarinos, luego el torpedo
n el puerto de Valencia. Recordó su relato de cierta noche de orgía egipcia en u
o confiados, inermes, sin medios de agredir. En otros puertos bajaba á tierra con el revólver en un bolsillo del pantalón... ?pero en Marsella! No llevaba ni un
anguinaria del mediterráneo. ?Matar!...
lando una lucha prehistórica, la pelea animal antes de que el hombre inventase la maza. Tal vez el otro ocultaba u
ierto, á toda la velocidad de sus piernas. El instinto de agredir le hizo agacharse, agarrar una madera qu
notar la hostil persecución, corrió francamente á
todo lo contemplaban de color escarlata, acabaron por distinguir unas caras negras y otras blancas... E
ltitudes, estas gentes sólo se preocupaban del agresor, dejando libre al qu
ía... ?un
repitiéndose hasta lo infinito, conmoviendo los muelles y los buques, vibrando hasta más allá de lo que podía alcanzar la mirada, penetrando en todas partes con la difusión y la rapidez de las ondas s
puerto, de los marineros que acudían de todos lados, introduciéndose por los callejones de fardos y cajas... Eran como los lebreles que baten las sinuosidades de la selva, haciendo salir el ciervo á campo llano; como los hurones que se deslizan por
spía!...? La voz, más rápida que las piernas, saltaba á su encuentro. Los gritos de los per
n á pie firme y un semicírculo convexo que seguía sus pasos con ondulante persecució
o sus ojos en torno de él con una expresión de animal
que empu?aba á guisa de maza. Resurgió la mano teniendo un papel entre los dedos é intentó llevarlo á la boca. Pero el golpe del neg
o dibujado del Mediterráneo. Todo el mar estaba cuadriculado como un tablero de ajedrez, y en el centro de las casillas había un número de orden. Estos cuadrados er
imiento. ?Sí que era un espía.? Esta afirmación despertó el regocijo de una buena pres
pu?os cayeron sobre él, haciéndole bambolear bajo sus golpes. Cuando el preso quedó resguardado por los pechos de varios suboficiales, Ferragut pudo
yendo que aún le era posible mentir. Pero el papel que deseaba hacer desaparecer de
ierta. Reaparecía el oficial de casta, mirando con altivez á sus perseguido
emplaron fijamente, con una insolencia glacial y desde?osa.
el insulto del hombre de jerarquía superior al siervo infiel; el orgullo del oficial n
an decirle sus ojos insolentes
su cólera fué glacial, una cólera que se co
taban mostrándole el pu?o. Su mirada sostuvo la mir
urió hecho pedazos en el tor
o del espía. Sus labios se separaron, la
Ah
sus pupilas. Luego bajó los o
lo llevó, sin que nadie se acordase del hombre qu
e el Mare nostrum