El Abate Constanín by Ludovic Halévy
Con paso firme y ligero aún, caminaba un anciano sacerdote por la vía cubierta de polvo, bajo los rayos del sol de mediodía. Más de treinta a?os habían transcurrido desde que el abate Constantín era cura de la peque?a aldea que dormía, allá en la llanura, a orillas de un débil curso de agua llamado el Lizotte.
Un cuarto de hora hacía que el abate costeaba el muro del castillo de Longueval, cuando llegó a la puerta de entrada, que se apoyaba alta y maciza sobre dos enormes pilares de viejas piedras ennegrecidas y roídas por el tiempo. El cura se detuvo y miró con tristeza los grandes avisos azules pegados a los pilares.
Los avisos anunciaban que el miércoles 18 de mayo de 1881, a la 1 p. m. tendría lugar, en la sala de audiencia del Tribunal civil de Souvigny, la venta del dominio de Longueval, dividido en cuatro lotes:
1.o El castillo de Longueval y sus dependencias, lindos estanques, vastos canales, parque de ciento cincuenta hectáreas, todo cercado de pared y atravesado por el río Lizotte. Base para la venta: seiscientos mil francos.
2.o La granja de Blanche-Couronne, trescientas hectáreas. Base: quinientos mil francos.
3.o La granja de la Rozeraie, doscientas cincuenta hectáreas. Base: cuatrocientos mil francos.
4.o Los plantíos y los bosques de la Mionne, cuatrocientas cincuenta hectáreas. Base para la venta: quinientos cincuenta mil francos.
Y estas cuatro cifras adicionadas al pie del aviso, daban la respetable suma de dos millones cincuenta mil francos.
Así, pues, iba a dividirse la magnífica propiedad que desde dos siglos atrás siempre había escapado a la división, pasando intacta de padres a hijos, en la familia de Longueval. El aviso anunciaba también que después de la venta provisional de los cuatro lotes, habría derecho a reunirlos para rematar toda la propiedad entera; pero era demasiado grande, y según todas las apariencias, no se presentaría ningún comprador.
La Marquesa de Longueval había muerto seis meses antes. En 1873, perdió a su hijo único, Roberto de Longueval; los herederos eran los tres nietos de la Marquesa: Pedro, Elena y Camila. Tuvieron que sacar a remate la propiedad, porque Elena y Camila eran menores. Pedro, joven de veintitrés a?os de edad, había hecho mil locuras, estaba semiarruinado y no podía pensar en rescatar a Longueval.
Eran las doce del día. Dentro de una hora el castillo de Longueval tendría un nuevo due?o. Y ese due?o, ?quién sería?
?Qué mujer ocuparía, en el gran salón cubierto de tapices antiguos, junto a la chimenea, el lugar de la Marquesa, la vieja amiga del pobre cura de la aldea? Ella fue quien reconstruyó la iglesia, ella quien mantenía la botica del presbiterio a cargo de Paulina, la sirvienta del cura, ella quien, dos veces por semana venía en su gran landó, cubierto de vestiditos de ni?os y gruesas enaguas de lana, a buscar el abate Constantín para salir a caza de pobres, como ella decía.
El anciano sacerdote continuó su camino pensando en todo esto. Además, los más grandes santos tienen sus peque?as debilidades, pensaba también en sus buenos hábitos de treinta a?os bruscamente interrumpidos. Todos los jueves y domingos comía en el castillo. Cómo lo mimaban, lo obsequiaban, lo traían en palmas... La peque?a Camila, tenía ocho a?os, venía a sentarse sobre sus rodillas y le decía:
-Mirad, se?or cura, en vuestra iglesia es donde quiero casarme, y mi mamá llenará toda, toda la iglesia de flores... más que para el mes de María. Será como un gran jardín, todo blanco, blanco, blanco.
?El mes de María!... En ese momento era el mes de María. Antes el altar desaparecía bajo las flores traídas de los invernáculos del castillo, y este a?o sólo se veían algunos ramos de lirios y lilas blancas, en floreros de porcelana dorada. Antes, todos los domingos, en la misa mayor, y todas las tardes, durante el mes de María, la se?orita Hebert, la lectora de madama de Longueval, tocaba el peque?o armonium regalado por la Marquesa. Hoy el pobre armonium no acompa?aba ya la voz de los chantres, ni los cánticos de los ni?os. La se?orita Marbeau, la directora de correos, era algo música, y con mucho gusto habría ocupado el lugar de la se?orita Hebert, pero no se atrevía, temía que la anotaran como clerical y verse denunciada por el alcalde, que era librepensador. Eso habría obstado quizá a su ascenso.
La pared del parque había terminado; de ese parque, cuyos rincones todos eran familiares al anciano cura. El camino seguía ahora las orillas del Lizotte, y del otro lado del peque?o río, se extendían las praderas de las dos granjas; después, más allá, elevábanse los altos bosques de la Mionne. ?Dividida!... ?la propiedad iba a ser dividida! Tal pensamiento desgarraba el corazón del pobre sacerdote. Para él, todo ésto, hacía treinta a?os que era un conjunto, formaba un solo cuerpo. También eran casi su propiedad, sus bienes aquellos dominios. Se sentía en su casa en las tierras de Longueval. Más de una vez le había sucedido detenerse con placer ante aquel inmenso trigal, arrancar una espiga, desgranarla, y decirse:
-?Vamos! los granos son buenos, firmes y bien formados; este a?o tendremos una excelente cosecha.
Y alegremente continuaba su camino a través de sus campos, sus plantaciones y sus praderas. En una palabra, por todas las cosas de su vida, por todos sus hábitos y sus recuerdos, quería esa propiedad, cuya última hora había llegado.
El abate divisaba a lo lejos la granja de Blanche-Couronne; sus techos de teja francesa se destacaban sobre el verde del bosque. Allí también el cura se encontraba como en su casa. Bernardo, el quintero de la Marquesa, era su amigo, y cuando el anciano sacerdote se había demorado en sus visitas a los pobres y enfermos, cuando el sol tocaba a su ocaso y el abate sentíase fatigado y con apetito, deteníase, comía en casa de Bernardo un buen plato de tocino con papas, vaciaba su jarro de sidra, y luego, concluida la cena, Bernardo enganchaba su viejo cabriolet para conducir al cura hasta Longueval. Durante todo el camino los dos charlaban y se contradecían. El cura reprochaba a Bernardo que no fuera a misa, y éste respondía:
-Mi mujer y mis hijas van por mí... Bien sabéis, se?or cura, que así somos nosotros. Las mujeres tienen religión por los hombres. Ellas nos harán abrir la puerta del Paraíso.-Y maliciosamente a?adía, dando un suave latigazo a la vieja yegua:-?Si lo hay!
-?Cómo! ?si lo hay? Pero ?verdaderamente lo hay!
-Entonces vos entraréis allí, se?or cura. Decís que esto no es seguro... y yo os digo que sí. ?Vos estaréis allí! en la puerta espiando a vuestros parroquianos y seguiréis ocupándoos de nuestros asuntos. Y le diréis a San Pedro... ?es San Pedro quien tiene las llaves del Paraíso, no es así?
-Sí, es San Pedro.
-Pues bien, le diréis a San Pedro, si quiere, si quiere cerrarme las puertas en las narices, so pretexto de que yo no iba a misa, le diréis: ??Bah! no importa, dejadlo pasar... es Bernardo, uno de los arrendatarios de la se?ora Marquesa, muy buena persona. Pertenecía al concejo municipal, y votó por que conservaran a las hermanas que querían echar de la escuela.? Esto conmoverá a San Pedro, que responderá: ?Bueno, entonces, pasad, Bernardo, pero tened entendido que es por darle gusto al se?or cura.? Porque allá arriba todavía seréis cura, y cura de Longueval. Sería demasiado triste el Paraíso para vos si no fuerais cura de Longueval.
Cura de Longueval, sí, toda su vida no había sido otra cosa, nunca había so?ado ni querido más que eso. Tres o cuatro veces le propusieron grandes curatos de cantón, con buena renta y uno o dos tenientes. Siempre había rehusado. El adoraba su peque?a iglesia, su peque?a aldea, su microscópico presbiterio. Allí estaba solo, tranquilo, hacía todo él mismo; siempre por las calles y caminos, bajo el sol y la lluvia, el viento y la nieve. Su cuerpo se había endurecido al cansancio, pero su alma permanecía tierna y cari?osa.
Vivía en su presbiterio, una gran casa de campo, separada de la iglesia sólo por el cementerio. Cuando el cura subía la escalera para podar sus perales y sus parras, por encima de la pared divisaba las tumbas sobre las que había dicho las últimas oraciones y echado las primeras paladas de tierra.
Entonces, continuando su trabajo de jardinero, decía mentalmente una corta plegaria por la salvación de aquellos de sus muertos que más lo inquietaban, y que podían estar detenidos en el purgatorio. Poseía una fe cándida y tranquila.
Pero entre aquellas tumbas existía una que con más frecuencia que las otras recibía sus visitas y sus oraciones. Era la tumba de su viejo amigo, el doctor Reynaud, muerto en sus brazos en 1871, y ?en qué circunstancias! El doctor era como Bernardo, nunca iba a misa, y jamás se confesaba; ?pero era tan bueno, tan caritativo, tan compasivo con los que sufrían!...
Esta era la gran preocupación, la grande inquietud del cura. Su amigo Reynaud, ?dónde estaría? Luego recordaba la noble vida del médico de aldea, toda de valor y abnegación; recordaba su muerte, sobre todo su muerte, y se decía:
-?En el Paraíso; no puede estar sino en el Paraíso! El buen Dios quizá lo haya hecho pasar un momento por el purgatorio... por forma... pero ha debido sacarlo de allí al cabo de cinco minutos.
Todo esto pasaba por la imaginación del anciano sacerdote, mientras continuaba su camino hacia Souvigny. Se iba a la ciudad, a casa del abogado de la Marquesa, para conocer el resultado de la venta, para saber quiénes eran los nuevos propietarios de Longueval; quedábale todavía un kilómetro que correr antes de llegar a las primeras casas de Souvigny; pasaba por el parque de Lavardens, cuando oyó sobre su cabeza voces que lo llamaban.
-?Se?or cura, se?or cura!
En este sitio la larga calle de tilos que costeaba el muro, formaba un terrado. Levantando la cabeza, el abate vio a la se?ora de Lavardens con su hijo Pablo.
-?Dónde vais, se?or cura?-preguntó la Condesa.
-A Souvigny, al Tribunal, para saber...
-Quedaos con nosotros. M. de Larnac vendrá después de la venta a darnos cuenta del resultado.
El abate Constantín subió al terrado.
Gertrudis de Lannilis, condesa de Lavardens, había sido una mujer muy desgraciada. A los dieciocho a?os hizo una locura, la única de su vida, pero irreparable: casose, por amor, en un arranque de entusiasmo y exaltación, con M. de Lavardens, uno de los hombres más seductores y espirituales de aquel tiempo. El no la amaba y se casaba sólo por necesidad: había devorado hasta el último céntimo de su patrimonio, y hacía dos o tres a?os que se sostenía en el mundo a fuerza de intrigas, acribillado de deudas. Gertrudis Lannilis sabía todo esto y no se hacía al respecto ninguna ilusión; pero pensaba: ?Lo amaré tanto, que concluirá por amarme.?
De ahí nacieron todas sus desdichas. Su existencia habría sido tolerable, si no hubiera amado tanto a su marido; pero lo amaba demasiado, y sólo consiguió fatigarlo con sus halagos y cari?os. El continuó su vida antigua, que por cierto era bastante desordenada. Así pasaron quince a?os de eterno martirio, soportado por madama de Lavardens con toda la apariencia de una apacible resignación; resignación que no existía en su corazón. Nada pudo distraerla, ni curarla de este amor que la consumía.
El se?or de Lavardens murió en 1869, dejando un hijo de catorce a?os, en el cual despuntaban ya todos los defectos y calidades de su padre. Sin estar seriamente comprometida, la fortuna de madama de Lavardens había disminuido considerablemente. Con tal motivo, la Condesa vendió su casa de París, y se retiró al campo, donde vivió con mucho orden y economía, consagrándose por completo a la educación de su hijo.
Aquí también le esperaban nuevas penas y tristezas. Pablo de Lavardens era inteligente, amable y bueno, pero absolutamente rebelde a toda obligación y a todo trabajo. Desesperó en poco tiempo a los tres o cuatro profesores que en vano se esforzaron por hacerle entrar algo serio en la cabeza; presentose en Saint-Cyr, donde no fue admitido, y comenzó por malgastar en París, lo más rápida y locamente del mundo, dos o trescientos mil francos.
Hecho esto, enrolose en el primer regimiento de cazadores de Africa; tuvo la suerte desde el principio de formar parte de una peque?a columna expedicionaria en el desierto de Sahara, condújose valerosamente, obtuvo con mucha rapidez algunos grados, y al cabo de tres a?os iba a ser nombrado subteniente, cuando se enamoró de una joven que representaba La fille de madame Angot, en el teatro de Argel.
Pablo, que había concluido su compromiso en el regimiento, dejó el servicio y volvió a París con su joven cantora de opereta... luego fue una bailarina... después una cómica... más tarde una amazona del circo. Ensayaba todos los tipos. Así vivía con la brillante y miserable vida de los desocupados. Pero sólo permanecía en París tres o cuatro meses del a?o, pues su madre le pasaba una pensión de treinta mil francos, y le había asegurado que nunca, mientras ella viviera, obtendría un real más antes de su casamiento.
La conocía y sabía que debía tomar sus palabras a lo serio.
De manera que, como quería hacer buena figura, y llevar vida alegre en París, gastaba sus treinta mil francos entre los meses de marzo a mayo, y luego volvía dócilmente a someterse a la vida tranquila de Lavardens: cazaba, pescaba y montaba a caballo con los oficiales del regimiento de artillería que estaba de guarnición en Souvigny. Las modistas y las grisetas de provincia reemplazaban, sin hacérselas olvidar, a las cantoras y cómicas de París. Buscando un poco se encuentran aún grisetas en las provincias, y Pablo buscaba mucho.
Apenas estuvo el cura en presencia de la se?ora de Lavardens, díjole ésta:
-Yo puedo, sin esperar la llegada de M. de Larnac, deciros los nombres de los compradores de Longueval. Estoy enteramente tranquila y no pongo en duda el éxito de nuestra combinación.
Para no hacernos tontamente la guerra, nos hemos puesto de acuerdo, mi vecino M. de Larnac, M. Gallard, un fuerte banquero de París, y yo. M. de Larnac se quedará con la Mionne; M. Gallard con el castillo y Blanche-Couronne; y yo con la Rozeraie. Os conozco, se?or cura, debéis estar inquieto por vuestros pobres, pero tranquilizaos; estos Gallard son muy ricos y os darán mucho dinero.
En aquel momento apareció a lo lejos un carruaje envuelto en una nube de polvo.
-Ahí viene M. de Larnac; conozco sus poneys.
Los tres, muy apurados, descendieron del terrado, corrieron al castillo y llegaron en el momento en que el carruaje se detenía ante el portón.
-Y bien, ?qué hay?-preguntó madama de Lavardens.
-?Qué hay!-respondió M. de Larnac,-que no tenemos nada.
-?Cómo nada?-interrogó la Marquesa bastante pálida y visiblemente conmovida.
-Nada, nada, absolutamente nada, ni unos ni otros.
M. de Larnac saltó del coche para referir lo que había pasado en la audiencia del Tribunal de Souvigny.
-Al principio-dijo,-todo salió a pedir de boca. El castillo se le adjudicó a M. Gallard, en seiscientos mil cincuenta francos. No apareció un solo competidor, de manera que le bastó un aumento de cincuenta francos. En cambio una peque?a batalla por Blanche-Couronne. Las ofertas llegan de quinientos hasta quinientos veinte mil francos, y vence también M. Gallard. Nueva batalla y más encarnizada por la Rozeraie; por fin salís victoriosa vos, se?ora, por cuatrocientos cincuenta y cinco mil francos... y yo me quedo con el bosque de la Mionne con sólo un aumento de cien francos sobre la tasación. Todo parecía terminado, los asistentes estaban ya de pie, rodeando a nuestros abogados para saber el nombre de los compradores. Pero M. Brazier, el juez encargado de la venta, reclama de nuevo silencio, y el ujier pone en venta los cuatro lotes reunidos por dos millones ciento cincuenta o sesenta mil francos, no recuerdo bien. Un murmullo irónico circuló por el auditorio. Por todos lados se oía decir: Nadie, ?bah, no habrá nadie! Pero el se?or Gibert, el abogado que se había sentado en primera fila, y que hasta entonces no había dado se?ales de vida, levantose tranquilamente y dijo: ?Tengo comprador para los cuatro lotes juntos en dos millones doscientos mil francos.? ?Esto fue como un rayo! Un inmenso clamor seguido de un gran silencio. La sala estaba llena de agricultores de las cercanías, a quienes tanto dinero por pedazos de tierra los sumergía en una especie de respetuoso estupor. Sin embargo, M. Gallard se inclina hacia Sandrier, el abogado que hacía la oferta para él. Trábase una lucha entre Gibert y Sandrier. Llegan hasta dos millones quinientos mil francos. Breve momento de vacilación en Gallard. Decídese y continúa hasta tres millones. Ahí se detiene, y se le adjudica la propiedad a M. Gibert. Arrójanse todos sobre él, lo rodean, lo abruman... ??El nombre, el nombre del comprador!?-Es una americana-responde Gibert,-madama Scott.
-?Madama Scott!-exclama Pablo.
-?La conoces tú?-pregunta madame de Lavardens.
-?Si la conozco, si la... no, absolutamente! Pero he estado en un baile en su casa, hará como seis semanas.
-?En un baile en su casa... y no la conoces! ?Qué clase de mujer es entonces?
-?Encantadora, deliciosa, ideal, una maravilla!
-?Y existe un se?or Scott?
-Seguramente; un hombre alto y rubio que estaba en el baile. Allí me lo mostraron. Un hombre que saludaba al acaso, a derecha e izquierda, y no se divertía nada, os lo aseguro. Nos miraba a todos, y parecía decirse: ??Qué significa tanta gente? ?Qué viene a hacer en mi casa?? Nosotros íbamos a ver a la se?ora Scott y a la se?orita Percival, su hermana. ?Y os garantizo que valía la pena!
-?Y vos conocéis a estos Scott?-preguntó la Condesa, dirigiéndose a M. Larnac.
-Sí, se?ora, los conozco. M. Scott es un americano colosalmente rico, que vino a instalarse en París el a?o pasado. Desde que se pronunció su nombre, comprendí que la victoria debía ser decisiva. Gallard estaba vencido de antemano. Los Scott comenzaron por comprar en París una casa de dos millones de francos, cerca del parque Monceau.
-Sí, calle de Murillo, donde dieron el baile; era...
-Deja hablar a M. de Larnac. Después nos contarás la historia de tu baile en casa de madama Scott.
-Apenas se instalaron mis americanos en París, comenzó una lluvia de oro. Verdaderos par-venus que se divertían en arrojar locamente el dinero por la ventana. Esta inmensa fortuna la poseen recientemente; cuentan que hace diez a?os, madama Scott mendigaba por las calles de New-York.
-?Mendigaba!
-Así dicen, se?ora. Luego se casó con este Scott, hijo de un banquero de New-York. Y de repente, un pleito ganado, les puso entre las manos, no millones, sino decenas de millones. Poseen en alguna parte, en América creo, una mina de plata; pero una mina seria, verdadera, una mina de plata... en la cual hay plata. ?Ah, ya veréis qué lujo estallará en Longueval!... Todos parecemos pobres en la ciudad. Según dicen, ellos pueden gastar cien mil francos por día.
-?Y esos son nuestros vecinos!-exclamó madama de Lavardens.-?Una aventurera! Y no es nada eso todavía... ?una hereje, se?or abate, una protestante!
?Una hereje, una protestante! ?pobre cura! en eso estaba pensando precisamente desde que oyó decir: ?Una americana, madama Scott.? ?La nueva castellana no iría a misa! ?Qué le importaba que hubiera sido mendiga! ?Qué le importaban sus millones de millones, ella no era católica! Ya no bautizaría él a los ni?os nacidos en Longueval, y la capilla del castillo, donde tantas veces había dicho misa, se vería transformada en oratorio protestante, y oiría la palabra glacial de algún pastor calvinista o luterano.
En medio de toda esta gente consternada, desolada, sólo Pablo parecía estar radiante.
-En todo caso, una preciosa hereje-dijo,-y hasta podría deciros, ?dos divinas herejes! Son dignas de verse las dos hermanas a caballo, en el Bosque, con dos peque?os grooms, de este alto, por detrás.
-Vamos, Pablo, cuéntanos ahora, lo que sepas... ese baile de que hablabas... ?Cómo fuiste a casa de las americanas?
-?Por una gran casualidad! Mi tía Valentina se quedaba en su casa aquella noche. Yo llegué como a las diez... y os aseguro que los miércoles de mi tía Valentina no sobresalían por su loca alegría. Hacía veinte minutos que me aburría, cuando vi a Rogerio de Puymartin que se esquivaba con mucho disimulo. Lo alcanzo en el vestíbulo y le digo: ?Espera, te acompa?aré a tu casa.-?Oh! no voy a casa.-?Y dónde vas?-A un baile.-?En casa de quién?-En casa de Scott, ?quieres venir conmigo?-Pero si no estoy invitado.-?Ni yo tampoco!-?Cómo, tú tampoco?-Voy en busca de uno de mis amigos.-?Y conoce a los Scott, tu amigo?-Apenas; pero lo bastante para presentarnos a los dos. Ven, pues, y verás a madama Scott.-?Bah! ya la he visto a caballo en el Bosque.-A caballo no va escotada; tú no has visto sus hombros, y eso es lo que tiene que ver... No hay nada mejor en París, por el momento.?-Y así me decidí a ir al baile... y vi los cabellos rubios de madama Scott, y admiré los blancos hombros de madama Scott... y espero que los volveré a ver cuando den bailes en Longueval.
-?Pablo!-dijo la Condesa, se?alando al cura.
-?Oh! dispensad, se?or cura, os pido mil perdones... He dicho acaso algo... No, me parece que no...
El pobre sacerdote no lo había oído. Su pensamiento estaba fuera de allí. Ya por las calles de la aldea veía al pastor del castillo detenerse ante cada casa, y deslizar por debajo de las puertas sus peque?os panfletos evangélicos.
Continuando su historia, Pablo hizo una entusiasta descripción del palacio, que era una maravilla...
-De mal gusto y de lujo chillón-interrumpió madama de Lavardens.
-?Nada de eso, mamá, absolutamente!... Nada chillón, ni chocante. Muebles admirables, dispuestos con suma gracia y originalidad. Un invernáculo incomparable, inundado de luz eléctrica; la mesa instalada en el invernáculo, bajo un parral cargado de racimos... en el mes de abril, y se podían sacar cuantos quisierais! Sólo los accesorios del cotillón parece que habían costado cuarenta mil francos. Alhajas, bomboneras, y mil adornos deliciosos... que rogaban a la concurrencia se los llevara. Yo no tomé nada; pero muchos otros no tenían tanto escrúpulo... Esa noche Puymartin me contó la historia de madama Scott; pero no como la refirió M. de Larnac. Rogerio me dijo que madama Scott había sido robada por unos saltimbanquis cuando era ni?a, y que su padre la había encontrado haciendo piruetas en un circo ambulante, saltando por sobre gallardetes y atravesando aros de papel.
-?Una saltimbanqui!-exclamó la madre de Pablo,-?yo prefería la mendiga!
-Y mientras Rogerio me contaba esta historia del Petit Journal, yo veía venir desde el fondo de una galería a la amazona del circo, envuelta en un maravilloso conjunto de raso y encajes, y admiraba sus hombros, su deslumbradora garganta sobre la cual se mecía un collar de brillantes, grandes como tapones de botella. Se decía que el ministro de Hacienda había vendido secretamente a madama Scott la mitad de los brillantes de la corona, y esta era la razón por la cual el mes anterior había tenido un sobrante de quince millones en su presupuesto. Agrega a todo esto que tiene un aire muy de se?ora, la antigua saltimbanqui, y que se encuentra lo más bien en medio de tantos esplendores.
Pablo estaba tan entusiasmado, que su madre lo detuvo. Delante de M. de Larnac, que estaba bastante disgustado, dejaba estallar con demasiada candidez la satisfacción de tener por vecina a la maravillosa americana.
El abate Constantín se preparaba a tomar el camino de Longueval; pero Pablo al verlo pronto a partir, exclamó:
-?Oh! no, se?or cura, no haréis a pie por segunda vez, con semejante calor, la travesía hasta Longueval; permitidme que os lleve en carruaje. Siento mucho veros tan triste, y procuraré distraeros. ?Oh, por más santo que seáis, algunas veces os hago reír con mis locuras!
Media hora después, los dos iban en dirección a la aldea. Pablo hablaba, hablaba, hablaba!
Su madre no estaba allí para calmarlo y moderarlo, de manera que su alegría se desbordaba.
-Mirad, se?or cura, hacéis muy mal en tomar las cosas por su lado trágico... ?Ved cómo trota mi yegua! ?cómo levanta las patas! Vos no la conocíais. ?Sabéis cuánto he pagado por ella? Cuatrocientos francos. La descubrí como hace quince días en las varas de un carro. Una vez que toma bien el trote, es capaz de andar cuatro leguas por hora, y siempre os lleva las riendas tirantes, no afloja. ?Mirad, mirad cómo tira, cómo tira!... ?Vamos despacio, despacio!... No estamos de prisa, ?no es verdad, se?or cura? ?Queréis entrar en el bosque? Siempre os sentará bien el aire del bosque... Si supierais, se?or cura, cuánto os quiero... y os respeto... ?No habré dicho demasiados disparates hoy, delante de vos? Porque sentiría tanto...
-No, hijo mío, no he oído nada.
-Entonces tomaremos el camino de los estudiantes.
Después de haber doblado a la izquierda por el bosque, Pablo volvió a su primera frase:
-Os decía, pues, se?or cura, que hacíais mal en tomar así las cosas por su lado trágico. ?Queréis que os comunique lo que pienso? Es una gran felicidad lo que acaba de suceder.
-?Una gran felicidad?
-Sí, y muy grande... Prefiero los Scott a los Gallard en Longueval. No habéis oído hace un momento a M. de Larnac que se atrevía a reprocharles que gastaban locamente su dinero? Nunca es una locura gastar el dinero. La locura es guardarlo. Vuestros pobres, pues estoy seguro que es lo que más os da que pensar, han tenido hoy buena suerte. Esa es mi opinión. ?La religión? sí, la religión... ?Ellos no irán a misa! eso os causa pena; es natural; pero en cambio os enviarán dinero, mucho dinero... y vos lo tomaréis y haréis bien. Ya veis como no protestáis. Va a caer una lluvia de oro sobre toda la comarca... ?Un movimiento! ?un barullo! carruajes de cuatro caballos, postillones empolvados, rally-papers, paseos, bailes, fuegos artificiales... Y aquí en el bosque, en este mismo camino que llevamos, encontraré quizá a París dentro de poco. Y veré a las dos amazonas con los dos peque?os grooms de que hablaba no hace mucho. ?Si vierais qué elegantes son las dos hermanas a caballo! Una ma?ana, detrás de ellas, di toda la vuelta al Bosque de Boulogne, en París. Todavía me parece que las veo: llevaban sombreros altos, grises, con velitos cortos muy ajustados al rostro, y dos largos vestidos de amazonas, sin costura, con una sola abertura que seguía la línea de la espalda... ?y es preciso que una mujer sea verdaderamente bien formada para llevar vestidos así! Porque, mirad, se?or cura, con los trajes de amazonas sin costura no hay enga?o posible...
Hacía rato que el cura no prestaba la menor atención al discurso de Pablo. El carruaje había entrado en una calle bastante larga y perfectamente recta. Al fin de esta calle el cura veía venir a un caballero a galope.
-Mirad-dijo el cura a Pablo,-mirad vos que tenéis mejores ojos que yo; ?no es Juan el que viene allá?
-Sí, pues, es Juan, reconozco su yegua mora.
Pablo tenía mucha afición a los caballos; siempre, antes de mirar al caballero, miraba al caballo. En efecto, era Juan, que, al divisar de lejos al cura y a Pablo, agitó en el aire su quepis, que llevaba dos galones de oro. Juan era teniente del regimiento de artillería de guarnición en Souvigny.
Algunos momentos después se detenía junto al carruaje, y dirigiéndose al cura, le dijo:
-Vengo de vuestra casa, mi padrino. Paulina me dijo que habíais ido a Souvigny por la venta... Y... ?quién compró el castillo?
-Una americana, madama Scott.
-?Y Blanche-Couronne?
-La misma madama Scott.
-?Y la Rozeraie?
-También madama Scott.
-Y el bosque... ?todavía madama Scott?
-Tú lo has dicho-replicó Pablo...-Y yo la conozco a madama Scott... y vamos a divertirnos en Longueval y te presentaré... Pero todo esto causa pena al se?or cura... porque es una americana, una protestante.
-?Ah! es verdad, mi pobre padrino... En fin, de eso hablaremos ma?ana, que iré a comer con vos: ya se lo previne a Paulina. Ahora no puedo detenerme, estoy de semana, y a las tres debo hallarme en el cuartel.
-?Para la revista?-preguntó Pablo.
-Sí, para la revista. ?Hasta la vista, Pablo!... ?Hasta ma?ana, padrino!
El teniente de artillería continuó su galope, Pablo soltó las riendas a su yegua.
-?Qué buen muchacho es este Juan!-dijo Pablo.
-?Oh! sí.
-?No hay en el mundo nada mejor que Juan!
-No, nada mejor.
El cura se volvió para mirar a Juan que se perdía ya en la espesura del bosque.
-Sí, se?or, hay algo, y sois vos, se?or cura.
-No, yo no.
-?Pues bien! ?queréis que os lo diga, se?or? no hay en el mundo nada mejor que vosotros dos, Juan y vos. ?Esa es la pura verdad!... ?Ah! ved qué lindo terreno para trotar! Voy a dejar correr a Niniche... ?Sabéis que la llamo Niniche?
Con la punta del látigo, Pablo acarició en flanco de Niniche, que comenzó a trotar con un trote infernal.
-?Mirad cómo levanta las patas, se?or cura, mirad cómo levanta las patas! ?con tanta regularidad!... Parece una verdadera máquina... Inclinaos para ver.
El cura, por dar gusto a Pablo, se asomó a ver cómo levantaba las patas Niniche... mientras seguía pensando en otra cosa.
Other books by Ludovic Halévy
More