Honor de artista
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mucho talento y gracia suma, pero sin corazón: había hallado, sin embargo, modo de crearse sólida reputación de alma generosa, recogie
que su presencia viniese a ser como un cebo para el sexo fuerte, de cuyos atractivos había sido siempre la baronesa devota fervientísima. La se?orita de Sardonne parecía responder a la perfección a tan varias exigencias, puesto que era de ilustre cuna, perfecta distinción y soberana belleza, y aun hay quien dice que demasiado soberana en sentir de la baronesa, pero era necesario ser indulgente en algo, dado que las se?oritas de compa?ía no pueden mandarse hacer, como los sombreros. Era la se?orita de Sardonne de bastante estatura, pero lo que sobre todo la hacía admirar era su magnífico aire: una reina. Ojos de obscuro purísimo azul, tez ligeramente morena, y al sonreír dos hoyuelos se abrían en sus mejillas. ?Detalle por cierto e
lgunas de estas adoraciones eran dictadas por leales sentimientos, por confesables intenciones, mas con su rápida y fina penetración de mujer, no tardó en comprender que todos estos postulantes que sin respiro la asediaban, aspiraban a todo, menos a su mano, y esta convicción diariamente ratificada concluyó por a?adir a la honda melancolía que minaba el corazón de la huérfana, la sensación cruel del más acerbo despre
espondiendo perfectamente al ideal que la mujer se forja del marido, es decir, del novio, porque en esta dichosa edad las dos palabras son sinónimas. Apenas contaba doce a?os Beatriz de Sardonne, cuando ya paró mientes en la acogida excepcionalmente favorable que en su familia y sociedad se hiciera a cierto jove
en fin, cuando Pedro de Pierrepont aparecía con su aire de príncipe, haciendo caracolear su caballo en torno del césped del jardín, las se?oras acudían radiantes al patio, m
el hombre seductor, pero para Beatriz fue más todavía, porque su educación, sus gustos, sus preocupaciones mismas, la predisponían más que a persona alguna a admirar aquella graciosa figura del gentilho
a adoración, adoración que la ni?a guardaba cual en un santuario, en el más oculto rincón de su casto pecho, sin que Pedro l
a creído delicado no insistir, así, pues, perdió de vista a esta familia, sabiendo luego su total naufragio y la muerte del conde y la condesa. En consecuencia, no volvió a ver a Beatriz hasta el momento de su entrada en casa de la se?ora de Montauron bajo los tristes auspicios de prima en la miseria, de se?orita de compa?ía; de comodín, en fin. Muy le
n de la huérfana; pero al mismo tiempo parecía como que evitaba toda clase de intimidad con ella, y lo que es más
ades en los días en que Pierrepont llegó a la posesión de lo
a el más seguro y el más humilde servidor, a rescatar en gran precio las tierras, restaurando al mismo tiempo el arruinado edificio, del cual no quedaba, otra cosa más que una hermosa y almenada torre sacrílegamente encuadrada entre dos construcciones mo
invitaciones en esta jornada, poniendo en la confección de las listas de convite los más diplomáticos cuidados. Admitió así, con mayor indulgencia de la acostumbrada, buen número de herederas pertenecientes a la alta banca francesa y cosmopolita, contando astutamen
a de la situación; por lo menos así se hubiese creído considerados sus respectivos comportamientos, pudiendo presumirse que estaban en el secreto y aun en la complicidad de
ro de una gran fortuna, que, por si algo faltaba, disponía también de una corona de marquesa, y no hay que decir, considerados estos graves antecedent
, pasándose las noches en inocentes juegos alternados con tal cual rigodón. La baronesa, a quien el silencio era odioso porque le hacía pensar en la muerte, gustaba de todo ese movimiento, si bien mezclándose poco directamente a él por cuanto el reuma no le dejaba casi momento de reposo; pero ya desde su sillón d
vida de placer y de lujo, en medio de la cual presentía, por otra parte, que su sencillo traje y modesto continente habría sido motivo de sonrojo. Educada ella misma en los esplendores de la vida mundana, tenía, como la mayor parte de las jóvenes de su clase, irresistibles aficiones a la elegante vida del sport. Era, en suma, más un corazón nobl
. Debemos decir en justicia que nunca Beatriz, una vez consumada la ruina de su familia, había alimentado esperanza alguna de ver un día compartidos sus sentimientos con el marqués, y sancionados por el matrimonio, advirtiéndole su razón distintamente cómo Pierrepont estaba para siempre
agiaba: la baronesa, como ella misma decía a su lectriz, jugaba esta vez su última carta, y el jove
piedad torturando el alma de la se?orita de Sardonne; brillantes rivales se disputaban la mano
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