La Barraca
siglos, el Tribunal de las Aguas iba á reunirse en l
os ó tomaban asiento en los bordes del tazón de la fuente que adorna la plaza, formando en torno al vaso una a
vacíos, procurando enternecer á los guardias municipales para que les dejasen permanecer allí; y mientras los viejos conversaban con las muj
ce?uda, hablando de sus derechos, impaciente por soltar ante los síndic
gresiva, colocaba á la sombra de la portada ojival las piezas de un sofá de viejo damasco, y tend
us roídas bellezas á la luz del sol, formaba un fondo digno del antiguo tribunal:
os doseletes. Sobre robustos pedestales exhibíanse los doce apóstoles; pero tan desfigurados, tan maltrechos, que no los hubiera conocido Jesús: los pies roídos, las narices rotas, las manos cortadas; una fila de figurones, que más que apóstoles parecían enfermos escapados de una clínica mostrando dolorosamente sus informes
lí se había agitado en otros siglos, vociferante y rojo de rabia, el valencianismo levantisco, y los santos de la portada, mutilados y lisos como momia
tribunal y plantóse á la entrada
y pa?uelo de seda bajo el ancho sombrero. Cada uno llevaba tras sí un cortejo de guardas de acequia, d
os estaba la vida de las familias, el alimento de los campos, el riego oportuno, cuya carencia mata una cosecha. Y los habitantes de la extensa vega cor
eso y majestuoso, con ojillos que apenas si se veían bajo los dos pu?ados de pelo blanco de sus cejas, era Mislata; poco después llegaba Rasca?a,
ta de Ruzafa con sus caminos de frondoso follaje que van á extinguirse en los límites del lago de la Albufera, y la vega de la de
to á la puerta de la Catedral. De vez en cuando, abriéndose las mamparas cubiertas de anuncios religiosos, esparcíase en
, cuando ya no salía de la Basílica mas que alguna
merarse en torno á la verja, estrujando sus cuerpos sudorosos, que olían á paja y lana burda, y el alguacil se
las manos sobre las rodillas y la vista en el suel
el tri
, el arrastre de los tranvías, todo el estrépito de la vida moderna pasaba, sin rozar ni conmover esta institución antiquísima, que permanecía allí tra
hacer justicia; la pena sentenciada inmediatamente, y nada de pap
mirar con miedo supersticioso el arte de escribir, por lo mismo que lo desconocen. Allí no había secretario
a tranquilidad del que sabe que sus decisiones han de ser cumplidas. Al que se insolentaba con el tribuna
s ma?anas á la puerta del palacio para resolver las quejas de sus súbditos; el sistema judicial del jefe de cabila se
icos estrujábanse contra la verja, retrocediendo algunas veces c
al otro lado de la verja, ante aquel
mpujaba luego hasta dejarlos plantados á pocos pasos de los jueces, con la manta doblada sobre las manos; y si andaban remiso
de cuestiones intrincadas, que los juec
s, y comparecían los querellados á defenderse con razones. El viejo dejaba hablar á los hijos, que sabían expresarse
de la denuncia del guarda, el querellado no podía contenerse. ??Me
tras no le llegase el turno. á la otra interrupción pagaría tantos sueldos de multa. Y había testarudo qu
y solemne, pronunciaba la sentencia, marcando las multas en libras y sueldos, como si la moneda no hubiese sufrido ninguna transformación y aún fuese á pas
nto derramar pródigamente el caudal de su justicia, cuando el alguacil llamó á
y Batiste, y la gente aún se
e los que vivían en las inmediacione
iado novato había sido denunciado por Pimentó,
do este cargo, que le daba cierto aire de autoridad y consolidaba su prestigio entre los
idas y burlonas que se agolpaban en la verja. Luego volvía los ojos hacia su enemigo Pimentó, que se contoneaba altivamente, co
pues por vicio secular, el tribunal, en vez de valerse de la
, tal vez por ser nuevo en la huerta, creía que el reparto del
queriendo levantarse á tal hora, había dejado perder su turno, y á las cinco, cuando el agua era ya de otros, había alzado la compuerta sin permiso de nadie (primer delito), había robad
e mil colores é indignado por las pa
y recont
energía y la falta de respeto c
su reconcentrada cólera de hombre pacífico! Siguió protestando contra la injusticia de lo
al; las siete aceq
e multa![9]-dij
haber incurrido en multa, mientras sonaban al otro lado de l
empa?ados por lágrimas de cólera mientras su
é-le dijo e
rés por este intruso alborotador que venía á turbar c
, no sabiendo cómo empezar su defensa
s dos; todo para hacerle incurrir en multa, para matar unos trigos en los que estaba la vida futura de su familia ... ?Valía para el tribunal la palabra de un hombre honra
dosa de la acera, conjurando el chaparrón de pro
le v
siete cabezas, replegándose en el sofá de d
ijo la acequia más vieja; y
ta ansiedad, como si ellos fuesen los sentenciados.
ll dos lliures de pena y
co, y hasta una vieja empezó á palmotear, gritando
beza baja, como si fuera á embestir, y Pime
amente hubiese disparado sus pu?os de hombre for
untad de aquella gente, empe?ada en amargar su existencia; y una hora después, ya má
l ó montados en sus borricos sobre los serones vacíos, encontró en el h
s, vecinos á los qu
en los ojos la alegre malicia; pero según iba alejándose, estallaban á su espalda insolentes risas,
e sòus
mano, ocupando el centro de un corro de amigos, gesticulante y risue?o, como si imitase las pro
hombre de paz y padre bondad
ón en las manos. Luego fué moderando el paso al acercarse á c
s libras de multa las llevaba en el corazón, y se arrepintió de su generosidad. ?Dichosas dos libras! Aquella multa era una amenaza p
imentó con la excusa de llenar el porrón,
esuelto á todo imponía
era alzábase ante él á todas horas, ce?uda y amenazante. Aquello no era vivir.
hombre prudente, evitaba
altaba de la cama, lanzándose fuera de la barraca escopeta en mano. En más
anza de la familia, y cuyo crecimiento seguían todos
a de segarlo su sembrador, y Batiste casi olvidaba á sus hijos para pensar en sus campos, en el olea
Los hombres que trabajaban en los campos cercanos al camino llamábanse unos á otros con expresiones insolentes que indirectamente iban dirigidas á Batiste, y lo
os amigos, ?qué pronto hubiera dado cuenta de él toda la vega! Esperando cada uno que
rraca, cuando oía los ladridos de su perro, que le había adivinado, vió un muchacho, un zagalón, que, sentado en un
a, si?or
muchacho tímido con que le habl
sin embargo experimentó la dulce impresión de
én podía ser este mozo. Al fin recordó que era nieto del tío Tomba, el pastor ciego á quien respetaba toda
grasies!-murmuró agr
u perro, que saltaba ante él, restregand
posa, rodeada de los peque?os, esperando imp
hora antes ante el Tribunal de las Aguas volvió de
arencia. Le faltaba el riego, la tanda que le había robado Pimentó con sus astucias de mal hombre, y no volvería á corresponderle hasta pa
tando á su mujer lo oc
n el corazón cada vez que ha de deshacer el nudo de la media guardadora del dinero en el fondo de
espués enrojeció con repentina rabia, mirando el pedazo de vega que se veía á través de la puerta
evía á comer. Mirábanse unos á otros con indecisión y extra?eza, hurgábanse las nar
antó furioso. Casi volcó la peque?a mesa con una
oces perros agarrados á su corazón. Cuando el uno, cansado de morderle,
con toda su voluntad á la obra que llevaba e
e necesitan contemplar su desgracia para anegarse en la voluptuosidad del dolor. Y con las mano
l camino, pasaba murmurando la
acia de ser odiados; y su pobre trigo allí, arrugándose, languideciendo, agitando su cabellera
Caía el astro en el horizonte, y sin embargo, el pobre labriego
en tortuosas grietas, formando mil b
ntes seco, la familia no tendría pan; y después de tanta miseri
bancal. ??Ah, Pimentó! ?Grandísimo gra
tiste contempló imaginariamente campos de trigo con los tallos verdes y erguidos y el agua entrando á borbotones por las bocas
ierto alivio, como si el astro se apagara
hacia la taberna de Copa. Ya no pensaba en la existencia de la Guardia civil y acogía con
es rosarios de muchachas, cesta al brazo y falda re
o incendio; por la parte del mar temblaban en el infinito las primeras estrellas; ladraban los perros tristemente; con el canto
. Creyó ver que hablaba con un hombre, el cual seguía la misma dirección que ella, aunque algo sep
, el hombre fué retrasando su marcha y qued
deseo de que el desconocido si
it, si?o
tío Tomba. Este zagal no parecía tener otra ocupación que vagar por l
que enrojecía
casa! ?Yo
enso á infundir miedo que á inspirar afecto, empezó á andar seguido por la trémula
s en el mundo que su cosecha, el trigo enfermo, arrugado, sedi
, esperando de un momento á otro el estallido de la cólera paternal. Y Batiste seguía pensando en su campo, sentado ante la mesill
n duda comparaciones entre la cantidad fabulosa que iban á arran
atistet, el hijo mayor, hasta se apoderaba con fingida distracción de lo
spaldas. Aquellas bocas que se abrían para tragarse los escasos ahorro
es que nadie. ?No estaba dispuesto á defender á los suyos de los mayores peligros? ?No tenía el deber de mantenerles?... Hombre era él capaz de convertir
nte para otros, era para él un martirio. Enfurecíale que la vida pasase j
re que adopta una resolución y p
gar! ?
. ??Por Dios, Batiste!... Le impondrían una multa mayor; tal vez los del tribunal, ofendidos
ombres flemáticos y cachazudos, que cuando
gar! ?
s de su padre, cogió los azadones y salió de l
rte en este trabajo, q
zo de un pueblo que con la
sa vega perdíase en azulada penumbra; ondulaban los ca?ares como rumor
a de detener las aguas, mientras su hijo, su mujer y hasta su hija atacaban con
mentó una sensación de
todos ellos. ??Bebe, bebe, pobrecita!? Y hundían sus pies en el barro, yendo enc
bido. ?Qué peso se quitaba de encima!... Podían venir ahora los del tri
bir cierto rumor inquietante en los vecinos ca?ares, corrió á la
en el gatillo, estuvo más de una ho
aba en los campos de Batiste, que beb
advertido como ?atandador?, rondaba por las inmedia
, guardando á los suyos, que se agitaban sobre el campo extendiendo el riego, dispuesto á soltar
te fantasma negro tal resolución de recibir á tiros al que se presentase, que nadie sali
guiente, el ?atandador? no le hizo co
de dos ca?ones, comprada recientemente por el intruso con esa pasión africana del valenciano, que se priva gus