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La Barraca

Chapter 10 No.10

Word Count: 7242    |    Released on: 30/11/2017

or época del a?o: el tiempo de

sus ardorosas caricias. Sus flechas de oro deslizábanse entre el follaje, toldo de verdura bajo el cual cobijaba la v

l follaje como rosadas mejillas de ni?o; registraban los mu chachos con impaciencia las corpulentas higueras, buscando codiciosos las brevas primerizas, y en los jardines, por encim

las rubias cabelleras de trigo, las gruesas espigas, que, apoplética

el sol; aventábase el trigo entre remolinos de polvo, y en los campos desmochados

de trigo nuevo, en la vida de abundancia y satisfacción que empezaba en las barracas al llenarse el granero; y hasta los viejos rocines mostraban los ojos alegres, marcha

or la vega. A la caída de la tarde llenábanse las tabernas de hombres enrojecidos y barnizados por el sol, con la recia cam

ste. La cosecha hacía olvidar al albaet. únicamente la madre delataba con

granero y al caer de sus espaldas hacían temblar el piso, con

a desgracia, era ahora la fortuna. Deslizábanse los días en santa calma, trabajando mucho,

se amortiguaba el recuerdo de aquella desgracia, la gente parecía arrepentirse de su impulso

saludo con la familia. Los hijos podían ir por la vega sin ser hostilizados, y hasta Pimentó, cuando encontraba á Batiste, movía la cabeza amistosame

acumulada en sus entra?as durante diez a?os de reposo. El grano era grueso y abundante, y según las noticias que circulaban por la vega, iba á alcanzar buen precio. Había algo mejor-y esto lo pensaba Batiste sonri

taciones; los macizos de albahacas y dompedros y las enredaderas formaban pabellones floridos, por encima de los cuales recortábase sobre el cielo el frontón triangular y agudo de la barraca, de inmaculada blancura. En su interior notábase inmediatamente el revoloteo de las planchadas cortinas cubriendo las puertas de los estudis, los vasares con

á desaparecer, dejando sitio libre á otros que la hacendosa Teresa adquiría en sus viajes á la ciudad. El dinero pro

según el valentón, nadie llegaría á segar, empezaba á embellecer á la familia. Roseta tenía dos f

és de sus bardas de barro y estacas, la vida contenida en él. Cloqueaban las gallinas, cantaba el gallo, saltaban los conejos por las sinuosidades de un gran montón de le?a tierna, y vigilados por los dos hijos

e un montoncillo de monedas de plata, el primer dinero que su marido había hecho sudar á las tierras. Todo exige un principio, y si los tiempos eran buenos, á est

mando una tagarnina de á cuarto en honor á la festividad, paseando ante la barraca y mirando sus campos amorosamente. Dos

da vez deseaba abarcar más con su trabajo, y aunque era algo pasada la sazón, pensaba remover al día siguiente la parte de terreno que permanecía inculta á espal

uilo en aquel paraíso. ?Qué tierras las de la vega!... Por algo,

an la vista por todos lados como murallas de oro. Ahora la vega parecía mucho más grande, infinita, y

jados del pueblo. En una encruci jada chillaba persiguiéndose un grupo numeroso de ni?os; sobre el verde de los ribazos destacábanse los pantalones rojos de algunos soldaditos que aprovechaban la fiesta para pasar una hora en sus casas. Sonaban á lo lejos, como una tela que se rasga, los escopetazos contra las bandas de golondrinas que volaban á un lado y á otro en contradanza caprichosa, silbando agudamente, como si rayas

uosidad, dominado por el bienestar tranquilo de que parecía impregnado el ambiente. Roseta, con los chi cos, se había ido al baile de la alquer

aludos de los vecinos, que pasaban riendo como s

que habían jurado igualmente odio al trabajo y pasaban el día entero en la taberna. Surgían entre ellos numerosas rivalidades y apuestas, especialmente en esta ép

apuesta que hacía ir las gentes á

l truque, y sin beber más líquido que aguard

o la centésima partida de truque, con el jarro de aguardiente sobre la mesilla de cinc, dejando sólo las cartas par

l cuarto sitio en la partida, y al llegar la noche, cuando la masa de espectadores se retiraba á sus barracas, quedábanse allí viendo cómo jugaban á la luz de un candil colgado de un chopo, pues Copa era hombre de

o escarabeajaba cierto orgullo por el hecho de ser tales hombres sus vecinos. ?Vaya unos mo

bre el curso de la apuesta. Ya se habían bebido dos cántaros, y como si nada.... Ya iban tres ... y tan firmes. Co

tiste. él, hombre sobrio, incapaz de beber alcohol sin sentir náuseas y dolores de cabeza, no podía ocultar un asombro mu

había entrado en casa de Copa, el antro en otro tiempo de sus enemigos; pero ahora justificaba su presencia lo extraordinario del suce

jer para avisarla que se iba, em

cabeza en forma de mitra, todos los hombres del contorno. Los viejos se apoyaban en gruesos cayados de Liria, amarillos y con arabescos negros; la gente joven mostraba arremangados los bra

taberna, con sus paredes blancas, sus ventanas pintadas de

y las medidas de cinc te?idas de rojo por el continuo resbalar del líquido. En el fondo de la pieza estaba el pesado carro que rodaba hasta los últimos límites de la provincia para traer las compras de vino. Es

do con su vista las viejas duelas, apreciaba la calidad de la sangre que contenían; era el sumo sacerdote de este templo del alcohol, y al querer obsequiar á alguien

apuntar el día y por las noches hasta las diez, marcando sobre el negro camino como

as al sublime arte de la pintura, pues Copa, aunque parecía hombre burdo, atento únicamente á que por la noche estuviese lleno el cajón de su mostrador, era un verdadero Mecenas. Había traíd

es y personas más grandes que las casas; cazadores con escopetas que parecían escobas y majos andaluces, con el trabuco sobre las piernas, montados en briosos corceles que tenían aspecto de ratas. Un portento de originalidad que entusiasmaba á los bebedores. Y sobre las

s de la huerta se debía á estos asombrosos adornos, y Copa maldecía las m

iendo los diversos é innumerables líquidos del establecimiento. De las vigas, como bambalinas grasientas, colgaban pabellones de longanizas y morcillas, ó ristr

ra, las tortas de pasas, los rollos escarchados de azúcar, las magdalenas, todo con cierto tonillo obscuro y motas sospechosas que

cho. Al final de la taberna abríase la puerta del corral, enorme, espacioso, con su media docena de fogones para guisar las paellas. Las pilastras blancas sostenían una parra vetusta, que daba sombr

encasquetada en pleno estío sobre su rostro enorme, mofletudo, amoratado. Era el primer parroquiano de su

ba su atención esta apuesta que tan

del contorno ... En su casa, nada de reyertas. ?A matarse, al camino! Y cuando se abrían las navajas y se enarbolaban taburetes, en noche de domingo, Copa, sin hablar palabra ni perder la calma, surgía entre los combatientes, agarraba del brazo á los más bravos, los llevaba en vilo hasta la carretera, y atrancando la p

r y un criado despachaba á los parroquianos, volvió á la plazoleta. Allí se agregó á un corrillo

r en las abiertas bocas; obsequiábanse unos á otros con pu?ados da cacahuetes y altramuces. En platos cóncavos de loza servían las criadas da la taberna las negras y aceitosas morcillas, el queso fresco, las aceitunas pa

uviese ocupada por un avispero enorme, y en el ambiente flotaban vapores de alcohol, un vaho asfixia

mente al gran corro que r

en primera fila. Algunos espectadores estaban sentados en el suelo, con la mandíbula apoyada en ambas manos, la nariz sobre el borde de la mesilla y la vista fija en los juga

ardiente al alcance de una mano y sobre el cinc el montoncito de granos de maíz que equivalía á los tantos del juego. A cada jugada, alguno de

ra convencerse de que jugaba bien. No había cuidado: las cabezas estaban sólidas; como

de la apuesta dejasen de hablar con los am

un ??Hola!? que pretendía ser un sal

iendo por momentos una palidez mate. Los otros no estaban mejor; pero todos reían. Los espectadores, contagiados por los del juego, se pasaban de mano en mano los jar

las cosas, y volvió á animarse con las mismas reflexiones que le habían llevado hasta la taberna. Cuando un

turbación. Comenzaba á acostumbrarse á la atmósfera de

sultaba un hombre n

rreno visiblemente. Dos días de aguardiente á todo pasto, con sus dos noches pasadas en turbio, empezaban á pesar sobre él. Se iban ce rrando sus ojos y de

res. Debía ser espléndida, sin miedo al gasto: de todos modos, él no había de pagarla. Una cena que fuese digno

ronquidos de Terreròla el peque?o, caído de bruces sobre la mesa y próximo á desplomarse del tabu

espertarían á la hora de cenar. Y afectando dar poca importancia á la porfía y á su propia fortaleza, habló de su falta d

provocó grandes risotadas, y Pimentó, para asombrar más á sus admiradores, ofreció el manjar infernal al Terreròl

el otro, el marido de Pepeta se zampaba tres, y así dieron fin á la ristra, verd

mecidos y rojos, preguntando si Copa había ya matado un par de po

voces; se iniciaba el escándalo de todas las noches de domingo. Además, Pimentó le miraba con demasiada frecuencia, con sus ojos molestos y

si su enemigo le imitaba. ?No debía beber tanto: iba á perder, y le faltaría dinero para pagar. Ahora ya no era t

alabras, y se hizo un silencio doloroso, como en la alcoba

sitio, cuando entre actores y es pectadores se

er; pero se quedó, creyendo que todos le miraban á hurtadillas. Temió, si huía, anticipar la agresión, ser detenido por el insulto; y con la

para no pagar á la due?a de sus tierras, y lo celebraban con grandes risotadas, con estreme

ver á la propietaria de sus tierras. Otros llevaban el buen par de pollos, la cesta de tortas, la banasta de frutas, para enternecer á los se

medor de su casa. Por allí cerca andaban las hijas,

podía pagar porque estaba sin un cuarto. Sabía que con esto se acreditaba de pillo. Ya lo decía su abuelo, que era persona de mucho saber: ?Para quién se han hecho las cadenas? Para los hombres. ?Pagas? Eres buena persona. ?No

mismo el socarrón cortaba el tabaco con lentitud y tardaba en guardársela, repiti

e él, indicábale que se fuese; pero él experimentaba un hondo gozo siendo molesto y procuraba prolongar la entrevista. Hasta le llegaron á decir que ya que no pagaba podía ahorrar sus visitas. La se?ora se olvidaría de la existencia

las cadenas son para los hombres, haciendo molinetes con la navaja. Era una venganza de esclavo, el

, comentando la conducta

elo. A la muerte de su padre se las habían repartido los hermanos á su gusto, siguiendo la costumbre de la huerta, sin consultar para na

vida. Pero alguna vez trabajaba, de tarde en tarde, y esto era bastante para que las tierras fuesen con más justicia de él que de aquella se?orona gorda de Valencia. Que vini

ucha gracia ver tratados á sus amos tan cruelmente. ?Ah! Lo del arado era muy chistoso; y cada cual se imaginaba ver á su amo, al panzudo y meticuloso rentista

expresar su contento. ?Oh! Se estaba muy bien en casa de

de homicida que conocían de antiguo en la taberna, como signo indudable de inmediata agresión. Su voz tornó

o ahora lobos intratables. Ya sacaban los dientes, como en otro tiempo. Hasta su ama se atrevía con él-?con él, que era el terror de todos los propietarios de la huerta!-, y en su vi

e Barret, aquel espantajo de desolación, que aterraba á los amos y les hacía ser dulces y transigentes. Se había roto el encanto. Desde que un ladrón ?muerto de hambre

todo el corro, apoyando las razones

as á pesar del odio de toda la huerta. Y ahora, repentinamente, después de la dulce flojedad de diez a?os de triunfo, con la rienda á la espalda y el amo á los pies, venía el cruel tirón, la vuelta á otros tiempos, el encontrar amargo el pan y el vino más áspero pensando

por la desgracia veníase abajo como torre de naipes, desvanecíase como tenue nube, reapareciendo de golpe e

turbadas por el alcohol, parecían sentir el escarabajeo de la tentación homicida; instintivamente iban todos hac

ar en la taberna, sitio extra?o que parecía robarle su energía. Aquí había perdido aquella entereza que le animaba cuando se

do su serenidad de ebrio inquebrantable, y al levantarse, tambaleando, tuvo que hacer un esfuerzo para sostenerse sobre sus piernas. Sus ojo

avanzando una mano amenazante hasta ro

ntido de verse allí. Pero bien adivinaba el significado de aquel imperios

abía muerto su chiquitín, y en la cual cada rincón guardaba un recuerdo de las luchas y alegrías de la familia en su batalla con la miseria. Y rápidamente se vió otra vez con todos sus muebles sobre el carro, errante por l

hogar le dió una agresividad colérica. Hasta sintió deseos de aco

-preguntaba Pimentó, cada

u sonrisa de desprecio, con una mirada de f

o que caía una de sus manos sobre la cara

o encima de la línea de cabezas empezó á moverse un brazo nervudo empu?ando un tabu

te asiento de fuertes travesa?os y gruesas pata

mbre siempre pacífico, que parecía ahora agigantado por la rabia; y antes de que pudieran todos retroceder un

produjo una confu

vio el taburete por el aire, tiró del as de bastos oculto bajo el mostrador, y á porrada seca limpió e

dia contra el vecino, por lo que pudiera ocurrir; y mientras tanto, el causante de toda la zambra, Batiste, permanecía

con lamentos que parecían ronquidos, salien

en auxilio de su rival, mirando hostilmente á Batiste.

capaz cada uno de despedazar al vecino sin saber por qué, pero no queriendo ser el primero en la agresión. Los palos seguían en alto, relucían

rupo que rodeaba al caído Pimentó. Eran todos gente brav

rer, y cerca ya de su barraca arrojó en una acequia el pesado tabur

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