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La Barraca

Chapter 9 No.9

Word Count: 4569    |    Released on: 30/11/2017

ceso inaudito, inesperado; quién fué el primero que se decidió á

on que la huerta venía repentinamente hacia ellos; y no protestaron, porque la desgraci

acias á la extra?a velocidad con que circulan en la huerta las noticias, saltan

vecinos. Más de una mujer revolvióse en la cama, turbando con su inquietud el sue?o de su marido, que protestaba indignado. ??Pero maldita!

que?o; cada comadre inventaba una responsabilidad para la que tenía por enemiga. Y al fin, dormíanse con el propósito de deshacer al día siguiente todo el mal causado, de ir por la ma?ana á ofrecerse á la f

arraca de Batiste y entrar en ella. Era un examen de conciencia, una explosión de

de nadie había entrado durante seis meses. Querían ver el ni?o, el pobre albaet; y entrando en el estudi, le contemplaron todavía en la cama, el embozo de la sábana hasta el cuello, marcando apenas el bulto de su cuerpo ba

rodeaban la cama, besaban el peque?o cadáver y parecían apoderarse de él como si fuera cosa suya, dejando á un lado á Teresa y su hija.

e tanto lo habían maltratado. No las odiaba, pero tampoco sentía gratitud. De la crisis de la víspera había salido anonadado,

odio. Hociqueaba con hostilidad toda la procesión de faldas entrante y saliente,

sus barracas, y acabó por refugiarse en la cuadra, para no perder de vista al pobre caballo y continuar curándole con arreglo á las instrucciones del veterinario,

na y excitada curiosidad de ver al muertecito. Ahora llegaba la suya: ahora eran los amos. Y con el valor del que está en su casa, amenazaban y despedían á unos, dejaban entrar á otros, concediéndoles su protección según les habían tratado en

imar con una ráfaga de penosos recuerdos á toda la famil

ué? Bien venida, y si entraba para gozarse en su desgracia, podía reir cuanto quisiera. Allí est

de flores y hojas, que esparció sobre el lecho. Los primeros perfumes de la naciente primavera se extendie

sin la esperanza de ser madre, perdió su calma á la vista de aquella ca

... ?Pobret

muertecito, rozando apenas con sus labios la f

como asombrados. Ya sabían que era una buena mujer; el marido

a, confundiendo sus lágrimas con las de éstas. No; allí no había doblez: era una v

antener su casa. Miró asombrada en torno. Aquello no podía quedar así; ?el ni?o en la cama y todo desarreglado! Había que a

sabe imponer la obediencia, comenzó á dar órdenes á todas las

ja y el ataúd; otras fueron al pueblo ó se esparcieron por las

uscase músicos para la tarde. Eran, como él, vagos y borrachines; seguramente los encontraría en casa de Copa. Y el matón, que aquel día se mostra

tido en su barraca como una gallina; su mujer que por primera vez le imponía su voluntad, quitándole la escopeta; su falta

que llegó á despreciarse. ?Vaya una haza?a de hombre la suya!... Todas las perrerías de él y los demás vecinos sólo habían servido para quitar la vida á un pobre chicuelo. Y si

con sus dos compa?eras regresó de Val

da contra los forasteros, formaban corro con Batiste en la puerta de la barraca: unos en cuclillas, á l

incones como en su propia casa, repitiendo todas las murmuraciones de la vecindad. Aquel día era extraordinario; no importaba que sus barracas estuviesen sucias y la comida p

Teresa y á su hija para que llorasen con más ?desahogo?. Y cuando las pobres, hinchadas ya por esta inundación azucarada, se negaban

??Gente afuera! En vez de estar molestando, lo que debían hacer era llevarse

a de verlo; que no la robasen el tiempo que le quedaba de contemplar á su tesoro. Y pror

mujeres, salió de la barraca con el delantal en la cara, gimiendo, tambaleándose, sin

cubriéndola con una sábana y clavando los extremos con alfileres. Encima tendió una colcha de almidonadas randas, y puso sobre ella el peque?o

jida con hebras de plata, unas sandalias, una guirnalda de flores, todo blanco, de

os de estéril pasión, introducía en la mortaja los rígidos bracitos con escrupuloso cuidado, como fragmentos de vi

obre Pascualet á la caja, á aquel altar levantado en medio de la barr

sa mano de Pepeta, empe?ada en tenaz batalla con la muerte, ti?ó las pálidas mejillas con rosado colorete; la boca del muertecito, ennegrecida, se reanimó bajo una capa de encendido bermellón

staba hecho un mamarracho. Más ternura dolorosa inspiraba su cabecita pálida, con el verdo

sen ante su obra. ??Miradlo!... ?Si parecía dormido! ?Tan hermos

adas, formando ramos en los extremos. Era la vega entera abrazando el cuerpo de aquel ni?o que tantas veces habí

nto á otro. El perro rondaba el fúnebre catafalco, estirando el hocico, queriendo lamer las frías manecitas de cera, y prorrumpía en un

n las vecinas, volvió á la barraca. Su cari?o de madre la hizo sentir una viva satisf

ones. Teresa y su hija no pensaron en comer. El padre, siempre sentado en una silleta de esparto bajo el emparrado de la puerta, fumaba cigarro tras cig

s días de fiesta, puestas de mantilla para asistir al entierro; las muchachas disputábanse

uella tarde, con motivo del ?in fausto suceso?-palabras de él-, no había escuela. Bien se adivinaba viendo la turba de muchachos atrevidos y pegajosos que se iban col

és de algunas frases vistosas pilladas al vuelo á su marido, aposentó su robusta humanidad en un sillón de cuerda y allí se quedó, m

do del padre. Sus manazas de cultivador las llevaba enfundadas en unos guantes negros que habían encanecido con los a?os, quedand

u estilo. Era su mejor cliente: ni un sábado había dejad

e! Nunca sabemos cuáles son los designios de Dios, y

campanudamente, como si estuviera en la escuela, a

Dios que en muchas ocasiones les he censurado esa maldad. Hoy entran en esta casa con la misma confianza que

ue permaneció cabizbajo,

res barbaridades, pero con un corazón que se conmueve ante el infortunio y les hace ocultar las garras .

uego, con el fervor de un comer

, antorchas que ... que ... En fin, si vinieran más chicos á mi templo, digo, á mi escuela, y si los padres, en vez de emborr

na andaban muchos padres de los que le enviaba

ermanecían en el camino, formando corro. Por allí andaba Pimentó, que acababa de llegar de la taberna con cin

e ella, y las mujeres y los ni?os sentábanse en los bancos de ladrillos

ueriendo separar á Teresa del cadáver de su hijo. Vamos ... había que ser razonable: el al

studi y no presenciase el terrible momento de la salida, cuando el albat, levantado

de sa mare![21]-ge

del colorete, movíase de un lado á otro de la almohada, agitando su diadema de flores,

impacientaba. ??Adentro, adentro!? Y ayudada por otras mujeres, Teresa y su hija fueron metidas casi á viva fuerza en el estudi, revolv

Como el disparo que saluda á la ban dera que se iza, sonó un gemido extra?o, prolongado, horripilante, algo que hizo correr frío por muchas espaldas. Era el perro despidi

capitaneaba á sus amigos los músicos; preparaban éstos sus instrumentos para saludar al albaet apenas transpusiese la puerta, y entre el desorden y

sas. Después, rompiendo el gentío, aparecieron las cuatro doncellas sosteniendo el blanco y ligero altar sobre el cua

cándose detrás del féretro, y después de ellos abalanzáronse

entío, quedó muda, sombría, con ese ambiente lúgubre

ndo con los ojos la marcha de la procesión. ésta comenzaba á ondular por el camino grande, marcándose

o con su aliento oloroso, lo acompa?aba hasta la tumba, cubriéndolo con impalpable mortaja de perfumes. Los viejos árboles, que germinaban con una savia de res

la puerta de la barraca las dos infelices mujeres. Sus voces prolongábanse como u

mehua![22]-gemían la p

iós!-gritaban los peque?os

con un quejido interminable que crispaba los nervio

obre albaet hacia la eter nidad, balanceándose en su barquilla blanca galoneada de oro. Las escalas enrevesadas del cornetín, sus cabriola

rde fueron regresan

s. Teresa y su hija, rendidas por el llanto, agotada la energía después de tantas noches de insomnio, habían acabado por quedar iner

visitas, estrechaba manos, agradecía con movimientos

or la puerta abierta y lóbrega llegaba como un lejano susurro la respiración

o un idiota las estrellas que parpad

Empezaba á darse cuenta

le parecía más hermosa, más ?tranquilizadora?,

a no perseguirían á los suyos. Habían estado bajo su techo, borrando con sus pasos la maldición

ionda, rozando su blanca envoltura con la corrupción de otros cuerpos, acechado por el gusano inmundo, él, tan hermoso, con aquella piel fina por la que resba

s por un extra?o hipo que rasgó el silencio y sonó en la obscuri

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