La Barraca
jueves por la ma?ana. Era día de mercado de animales en el cauce del río, y llevaba en la
se derrumbase su techumbre encima de ellos, aplastándo
lloraba á todas horas, y visitado dos veces al día por el médico. En resumen,
los, luego del descomunal combate que una ma?ana sostuvo en el camino con otros de su edad que iban como él á recoger estiércol
escuela, por miedo á las peleas
hacha! era la que se
que sus penas eran un atentado á su autoridad paternal. Pero á solas, el buen Batiste lamentaba la trist
fuente de la Reina, la huerta entera estuvo varios días h
a tener novia, como si fuese un hombre capaz de mantenerla. ?Y qué novia, Santo Dios! No había mas que oir á los parroquianos cuando parloteaban ante su mesa. Todos decían lo mismo: se extra?aban de que un hombre c
, al escuchar las murmuraciones de las comadres volvía á enfurecerse, amenazando con su cuc
Valencia en casa de otro cortante, rogando que no le concediesen libertad ni aun e
a. En la barraca quedaba la pobre muchacha ocultándose en su estudi para gemir, haciendo esfuerzos por no mostrar su dolor ante la madre, que, irritada por tantas c
amarillenta, ojerosa, haciendo esfuerzos por mostrarse indiferente, sin dormir apenas, lo que no impedía que todas las ma?anas marchase puntualm
re. Al que no lo atropellaban le hacían sin duda mal de ojo, y por eso su pobre Morrut, el caballo viejo, un animal que era como de la familia, que había arrastrado por los ca
e los derribos y las maderas viejas; cuando el pasto no era mucho y el trabajo abrumante. Y ahora que frente al ventanuco de la cuadra se extendía un gran campo de hierba fresca, erguida, ondeante, toda para él; ahora que tenía la mesa puesta, con
votos y amenazas de la indignación. Parecía una persona el pobre Morrut; Batiste, al recordar su mirada, sentía muchas veces deseos de llorar. La b
un jaco de desecho. Era alguien de la familia que se iba. Y cuando unos tíos repugnantes llegaron en un carro para llevarse su caballo á la ?Caldera?[16], donde convertirían su esqueleto en hueso de pulida brillantez y sus carnes en abono fecundizante, llorab
piececitos los lustrosos flancos y gritando ??arre! ?arre!? con infantil balbuceo. Con la muerte de esta pobre bestia creía Teresa que iba á quedar abierta una brecha en la familia por donde se irían otros. ?Se?or, que la enga?asen sus presen timientos d
imaginación el ni?o enfermo, el caballo muerto, el hijo descalabrado y la hija con s
dose las manos por el rostro. Tenía que visitar á los amos, los hijos de don Salvador, y pedirles á préstamo un piquillo para completar la cantidad que iba á costarle la compra de un rocín que sustituyese al M
nto de esparto y brazos pulidos por el uso, un anafe en el que hervía el puchero del agua, los pa?os de dudoso color y unas navajas melladas,
traban infiriendo cortes ó poblando las cabezas da trasquilones y peladuras, el amo daba conversación á los parroquianos sentados
el, los cortes, que aguantaba firmemente el cliente con la cara manchada de sangre. Un poco más allá sonaban las enormes tijeras en continuo movimiento, pasando y repasando sobre la red
ura del ?maestro?, hecha con voz nasal y monótona, sus comentarios y glosas de hombre experto en la cosa pública. No sacó mas que tre
de piedra, entre el grupo de los parroquianos, para oír
importante era tener buen ojo para escoger; serenidad para no dejarse enga?ar por la astuta g
idero invisible; subían los relinchos y las voces desde el fondo del cauce. Dudaba, permanecía quieto, co
s azudes y presas que refrescan la vega, serpenteaban formando curvas ó islas en un suelo
o él blanco de sol, sin
egras y coceadoras, con rojos caparazones y ancas brillantes agitadas por nerviosa inquietud; caballos de labor, fuertes pero tristes, cual siervos condenados á eterna fatiga, mirando con sus
loso de la descarnada osamenta; mulas cegatas, con cuello de cigüe?a; toda la miseria del mercado, los náufragos del trabajo, que, con el cuero rayado á palos, el estómago contr
, arrastrando la cola por el suelo. Más allá de los puentes, al través de sus arcos de piedra, veíanse los reba?os de toros, con las patas encogidas, rumiando tranquilamente la hierba que les arr
os en mangas de camisa, con una vara de fresno en la diestra. Los gitanos, secos, bronceados, de zancas largas y arqueadas, zamarra con remiendos y gorra de
a jaca. Re pare en sus línea
í mismo, pensativo é incierto, miraba al suelo, miraba á la bestia,
ues no do
, bajo el cual una mujerona vendía bollos adornados por las moscas ó llenaba pegajosa
as bestias, sin hacer caso de los vendedor
cesor! De no verse acosado por la necesidad, se hubiera ido sin comprar; c
as rozaduras en las piernas y cierto aire de cansancio; una bestia de trab
eció junto á éste un gitano, obsequioso, campechan
s bestias.... Y barato: me parece que no re?iremos.... ?Monote
lena de costras, cogió el caballo del ronzal y salió corriendo por los altibajos de arena seguido
Guando volvió Monote con el caballo, el la briego lo examinó detenidamente. Metió sus dedos entre la amarillenta dentad
imales, como hacen otros, que desfiguran un burro en un santiamén. Lo compré la semana pasada y ni me he cuidado de arreglarle esas cosillas que tiene e
hecho conocer las bestias, y se reía interiormente de algunos curiosos que, influídos por el mal aspecto del caballo, discutían con el gitano, diciendo que sól
cisivo. Se quedaría
la espalda-, por ser para usted, persona simpática que sabrá tratar
, como hombre acostumbrado á tales d
tú, rebajaré poco.
trocedió algunos pasos, se ara?ó la gorra de pelo ó hizo
?Pero se ha fijao usted en el animal?
us lamentaciones conte
o ... ni u
azones, que no eran pocas,
animal ... que el
rando del ronzal delante del pobre caball
parece una marquesa en un baile! ?Y e
más-repitió
vuelve. Ya h
prador como si diese por fracasado todo arreglo; paro al ve
e vea que le quiero y deseo que esa joya sea suya, voy á hacer lo que no haría por nadie. ?Convi
sta al ver que el labrador no se ablandaba con la
a fina? ?Es que no tiene usté ojos para apr
los bofes, pues Batiste se alejó fin
vigilando siempre con el rabillo de un ojo al gitano, el cu
comprar, adivinando su alto precio. Apenas le pasó la mano por las
de sus peque?os, no diga que n
ijo Batiste
a siguió adelante, y por hacer algo presenció có
ronzal como si le llamase. Batiste se aproximó lentamente, simulando distracción, mirando los puentes,
pretiles, no se conmovía con la más leve ráfaga. En este ambiente cálido y
Batiste, ofreciéndole el extremo de
ios que nada gano.... Treinta, no me diga que no,
una mano al vendedor, que se la ap
el amo, unas cuantas piezas de á duro, un pu?ado de plata menuda envuelta en un cucurucho de papel; y cuando la cuenta estuvo compl
día para usted, se?ó Bautista: se ha santiguao
u raudal de ofrecimientos y zalamerías, cogió el ronzal de su nuevo caballo, y con ayu
el pobre Morrut, y sintió el orgullo del propietario cuando en el puente y
espués de pasar él se asomaban á la puerta Pimentó y todos los vagos del distrito con ojos de asombro. ?Miserables! Ya estarían convencidos de que era difícil h
, con un perfume que hizo dilatarse las narices del caballo. No podía quejarse de sus tierras; pero dentro de la barra
desmontaba. El muchacho se mostró entusiasmado por la nueva bestia. La acarició, metióle sus manos entre los morros, y co
azulejos luminosos y todos los muebles en su sitio, pero que parecí
nchados, enrojecidos, y el pelo en desorden, reveland
?o, se había ido sin recetar nada nuevo. únicamente al montar en su jaca había dicho que volvería al
gracia: la madre lloraba automáticamente, y los demás, con una ex
esultado del viaje, quiso ver el caballo, y hasta la triste Rose
ba de instalar en el establo. El ni?o quedó abandonado en el camón del estudi, revolv
uros; la hija buscaba diferencias entre la nueva bestia y el Morrut, de feliz memoria; y los dos peque?os, con repentina confi
familia, que hociqueaba el pesebre con extra?eza, como s
, que varias veces Batistet y los peque?os escaparon de la mesa para ir á echar una mirada
n conservaba inculto, preparando la cosecha de hortalizas, y él y su hijo engancharon el caballo
llamó á grandes gritos Teresa desde la puert
Batiste!...
tado por el tono de voz de su mujer. Lueg
movía: únicamente su pecho continuaba agitándose con penoso estertor. Sus labios tomaban un tinte violáceo; sus ojos casi cerrados dejaban entrever un globo empa?ado ó inmóvil. Eran unos ojos que ya no miraban, y su morena carita parecía ennegrecida por
loriqueaban los peque?os sin atreverse á entrar, como si les infundieran terror los lamentos de su madre; y junto á la cama estaba Batiste, absorto, apretando los pu?os, mordiéndose los labios, con la vista fija en aquel cuerpecito, al que
os de su madre. Batiste se enfadó al saber que dejaba abandonado el caballo en medio del cam
itos sacaron á Batiste
e!...
do una nueva desgracia, corrió tras él, sin comprender sus atropelladas pal
vantarse, tendiendo su cuello, relinchando dolorosamente, mientras de su costado, junto á una pata de
o! Un animal tan necesario para él como la propia
se oía mas que un ruido lejano de carros, el susurro de los ca?ares y los gritos con que s
a, asustado por los gritos de su madre, había visto venir por el camino un grupo de hombre
sinaba un hijo, y ahora aquel ladrón le mataba su caballería, adivinando lo necesaria que
scopeta detrás de la puerta, y salió corriendo, mientras instintivamente
lo, intentando resta?arle la san
r el camino con la escopeta preparada, a
stigasen un día y otro día. En sus ojos inyectados de sangre brillaba la fiebre del asesinato; todo su cuerpo se estremec
lantas, saltando las arterias regadoras, tronchando ca?ares. Si
ieron distinguir si era hombre ó mujer, pero vio cómo de un salto se metía dentro y cerraba
uvo ante la ba
. ?Lladre! ?
o si fuera de otro. Era una voz trémula y
s y las tres aspilleras del remate de la fachada que daban luz
desde uno de los ventanillos altos; ó instintivamente, con esa previsión moruna atenta á suponer en el enemigo toda c
en el silencio del crepúsculo, ac
rde! ?Asómat,
ilenciosa y cerrada, como
lucha de la pobre Pepeta deteniendo á Pimentó, el cual quería salir para dar respuesta á sus
. Parecíale que la muda barraca se burlaba da él; y abandonando s
tan pronto aporreaba la puerta como daba de culatazos á las paredes, arrancando enormes yesones. Hasta se echó varias veces la escopet
a rabia; pero se salvó, pues de repente, las nubes rojas que la envolvían se rasgaron, al furor sucedió la debilidad, y viendo toda su desgracia, se sintió anonadado. Su cólera, quebrantada al
a escopeta á sus pies. Allí lloró y lloró, sintiendo con esto un gran alivio, acariciado por las sombras de la
aquellos traidores; el mal llegando á él de todas partes, surgiendo de los caminos, de las casas, de los ca?ares, aprovechando todas las ocasiones pa
ho él para padecer tanto?
edaría clavado en el ri bazo; podían venir sus enemigos:
levárselo, y revoloteaban por la huerta no encontrando su pobre barraca. ?Ay, si no quedasen los otros ... los que necesitaban sus brazos para vivir!... El pobre hombre ansiaba su anonadamiento. Pensó en la felicidad de dejar allí mismo,
que su vista turbia por las lágrimas no acertaba á definir. Sintió que le tocaban con la punta de un p
l único de la huerta á qu
ció á Batiste pareció comprender toda su desgracia. Tentó con el palo la escopeta que est
hombre acostumbrado á las miserias de un mundo del q
u!... ?fi
se lo había dicho el primer día que le encontró instala
dre allí, creyendo estar sentado en un ribazo, cuando en realidad donde estaba era con un pie en el presidio. Así se pierden los hombres y se disuelven las familias. Acabaría matando tont
pueblo, mientras aconsejaba al pobre Batiste que se marchase también, pero lejos, muy lej
sombras, Batiste escuchó to
meu: ?te porta