La Barraca
n los ojos hinchados por el sue?o, extendiendo los brazos con gentiles desperezo
che fuera de la barraca, y Roseta, á la luz de las últimas estrellas, echábase en cara y manos todo un cubo de
iba y venía por la barraca p
y tres sardinas que encontraría en el vasar tenía bastante. Cuidado con romper la cazuela, como el otro día. ?Ah! Y que no olvidase
mida en una cestita, se pasaba un peine por los pelos de un rubio claro, como si el sol hubiese devorado su color, se anudaba el pa?uelo bajo la barba, y antes de salir volvíase con un cari?o de hermana mayor para ver si los chicos e
sando su brazo por el asa de la cestita, y cerraba la puert
por sendas y caminos el desfile laborioso marchando e
el brazo derecho, que cortaba el aire como un remo, y chillando todas á coro cada
abía la pobre lo que eran sus compa?eras, hi
chando sus descuidos, arrojaban cosas infectas en la cesta de su comida; romperle la cazuela lo habían hecho varias veces, y no pasaban junto á ella en el ta
un caserón antiguo cerca del Mercado, cuya fachada, pintada al fresco en el siglo XVIII, todavía conservaba entre desconchadu
cabeza, escaldándole los ojos; pero á pesar de esto, permanecía firme en su sitio, buscando en el fondo del agua hirviente los cabos sueltos de aquellas cápsulas de seda blanducha, de un suave
de vapor, dando bufidos espantosos que se transmitían por las múltiples tuberías; rodaban poleas y tornos con un estrépito de mil diablos; y por si no bastase tanto ruido, las hilanderas, según costumbre tradicional,
s muchachas morenas, esclavizadas por la rígida tiranía que reina en la familia la briega y obligadas por preocupación hereditaria á estar siempre ante los hombres con
ntar y jamás provocó ri?as. Tenía tal facilidad para aprenderlo todo, que á las pocas sema
on miradas insolentes para que les dijesen algo y chillar después falsamente escandalizadas, emprendiendo con ellos un tiroteo de desvergüenzas, Roseta quedábase en un rincón del taller
on cierto terror la llegada del anoche
tiempo, dejándolas salir delante como una tromba, de la que partían escandalosas risotad
encargos de su madre, deteniéndose embobada ante los escaparates que empezaban á iluminarse, y al fin,
s misteriosos, sus bultos negros y alarmantes que pasaban saludándola con un ??
a certeza de que no iba á encontrar á nadie en el camino la hubiera dado confianza. En su terror, jamás
fondo de las regaderas en seco ó las hacían caer detrás de los pajares. Y Roseta, que ya no era inocente después de su entrada en la fábrica, dejaba correr su imaginación hasta los últimos límites de lo horrible, viéndose asesinada por uno de
emblando más de la mitad del camino. Pero el trance más cruel, el obstáculo más tem
o un cuadro de luz cortado por la agitación de grotescas sombras. Y sin embargo, la pobre hilandera, al llegar cerca de allí, deteníase indecisa, temblorosa, como las heroínas de los cuentos ante la cueva del ogro, dispuesta á meterse á campo travies
jarse de una altura, y siguiendo el borde de la acequia, con paso ligerísim
no llegaba á fijarse por su rapidez en los
reyendo que alguien iba á sus alcances, esperando
l animal feísimo, que por antítesis sin duda era llamado Lucero, y el
chacha componía el gesto al entrar en la barraca, y á las preguntas de su madre, inqui
mino para acompa?arla. Conocía el odio de la vecindad; la tab
únicamente por la esperanza de que pronto vendría la primavera, con sus tardes más largas
rca aún de la ciudad, salió al camino un hombr
òna
re los profundos surcos abiertos por las ruedas de los carros, tropezando en ladrillos rotos, pucheros desp
a, el pastor: un buen muchacho, que servía de criado al carnicero de Alboraya, y de quien se burlaban las hilan
ricas. Todo á cambio de malcomer él y su abuelo y de ir hecho un rotoso, con ropas viejas de su amo. No fumaba; había entrado dos ó tres veces en su vida en casa de Copa, y los domingos, si tenía algunas horas libres, en vez de estarse en la plaza de Alboraya puesto en c
misteriosa de su abuelo el pastor, y todos lo
seguro para ella marchar al lado de un hombre,
testar vagamente con su habitual timidez: ?D'ahí ... d'ahí ...?
n silencio, separándo
grasies!-dijo
areció Tonet marcha
e, que la había quitado el miedo; nada más. Y sin embargo, Roseta
a marchar siempre al mismo paso que ella, aunque algo separado para no llamar la atención de las mordaces hilandera
enía relación con Tonet: la primera vez que lo vió, y su compasiva simpatía por las burlas de las hilanderas, que él soportaba cabizbajo y tímido, como si e
raca, no sentía miedo, á pesar de que el crepúsculo era obscuro y lluvioso. Presentía la aparición del
mpre: ??Bòna nit!? y sigui
trarse dos días seguidos! Y él, tembloroso, cual si las palabras le
los sustos que durante el invierno pasaba en el camino; y Tonet, halagado por el servicio que prestaba á la joven, despegó los labi
a cara que Tonet. Después salía un lobo á morderla, con un hocico que recordaba vagamente al odiado Pimentó, y re?ían los dos animales á dentelladas, y salía su padre con un garrote, y ella lloraba como si la soltasen en las espaldas los garrotazos que recib
á la fábrica. Entraba el sol por el ventanillo de su estudi y toda la gente de la barr
otra, con distintos pensamientos, cual si la noche anteri
ndo la ropa del arca y la colo caba sobre su lec
a oir la misa; pero aquel domingo era mejor que los otros, brillaba más el sol, cantaban con más fuerza los pájaros, entraba p
isma. A los diez y seis a?os ya era hora de que pensase en arreglarse. ?Cuán
e apretó mucho el corsé, como si no le oprimiese aún bastante aquel armazón de altas palas, un verdadero corsé de labradora, que aplastaba con crueldad el naciente pecho, pues en
el medio palmo de cristal con azogue y marco de pino barnizado que le reg
teadas de esas pecas que el sol hace surgir de la piel tostada; el pelo rubio blanquecino, con la finura flácida de la seda; la naricita de alas palpitantes cobijando una boca sombrea
campana que sonaba á lo lejos. Iban á perder la misa. Mientras tanto, Roseta se peinaba con calma, para deshacer á continuaci
oseta, levantando apenas sus ojos, escudri?ó la puerta del car
pedazos de carnero desollado y espantando
ntado, con una pierna de cordero en la diestra sin dársela á su panzudo patrón, que en v
r sendas algo lejanas, ó escondiéndose en los ca?ares para mirarla. La hilandera deseaba que llegas
e el muchacho al anoc
que en los otros días, sa
òna
e no calló. Aquel tímido parecía haber pr
. Se alegraba de verla buena ... (Sonrisa de Roseta y un ?grasies? murmurado tenuemente.) ?Se había divertido mucho el domingo?... (Silencio.) él lo había pasado bastante mal.
a nerviosamente la lengua para castigarla por su atrevimien
marcha con el contoneo airoso de las hilanderas, la cesta en la cadera
que le lamía las manos y tenía la cara de Tonet, recuerdo que aún le hacía reir. Pero no; lo que llevaba al lado era un buen mozo capaz de defenderla; algo tí
aquello? ?por qué salía á acompa?arla en su camino? ?qué d
per qué?-pregun
sación, nada contestó. Marchaba al mismo paso que la joven, pero separándose de e
e de tímido. Habló con la misma violencia que había callado; y como si no h
.. Perqu'et
os ojos como si por ellos se le saliera toda la verdad; y después de esto, arre
saron el efecto de una revelación inesperada. También ella le quería; y toda la noche, hasta en s
i oculto tras el tronco de una morera, mirándola con zozobra, como un ni?o que te
onrió ruborizándose
uerían, pero era cosa convenida el noviazgo, y Tonet
criado, antes tan diligente y ahora siempre inventando pretextos pa
s tacos y amenazas de su amo, como la hilandera de su temido pad
xploraba todos los ca?ares y árboles de la huerta para regalar á la hilandera ruedas de pajas y ramitas, en cuyo fondo unos cuantos pilluelos,
vio, y lloraba cuando sus hermanos, la gente menuda que tenía por nido la barra
en casa de Copa; y siguiendo el camino lentamente, comían y comían, mirándose el uno en los ojos del otro,
rna con tantos obsequios. Y él se mostraba generoso. ?Para quién quería los cuartos sino para ella? Cuando se casaran-alguna vez habría de se
ísima! iba á deslomarla á garrotazos. Y hablaba de la futura paliza serenamente, sonriendo como una muchacha fue
acia de la carne. Marchaban por el ca mino casi desierto, en la penumbra del ano
amente la cintura de Roseta, rubor
lgo que no fuese hablar y mirarse. Era el primer amor, la expansión de la juventud apen
a deseado la llegada de la primavera, vio con inquie
el camino compa?eras de la fábrica ó mujeres del vecindario,
ue le preguntaban irónicamente cuándo se casaba, y la llamaban d
llegaba la noticia á su padre. Y fué por entonces cuando Batiste, el día de su
cha, limitóse á mirarla varias veces con el entrecejo fruncido. Luego la advirtió con voz lenta, un índice en alto y
to al se?or Batiste, y se contentaba con emboscarse cerca del cami
ás largos, había muc
a, cansada de pasear frente á la puerta de su barraca y creyendo ver á Tonet en todos los que pasaban por las send
; ?pobre muchacha! no tenía amigas, y
arte de la huerta, condenada al agua de los pozos y al
más sabios de la huerta: obra de los moros, según Pimentó; monumento de la época en que los apó
plata, grupos de muchachas que llevaban su cántaro inmóvil y derecho sobre la ca
a árabe cantando á la mujer junto á la fuente con el cántaro á sus pies, uniendo e
. Descendíase al fondo por seis escalones, siempre resbaladizos y verdosos por la humedad. En la cara del rectángulo de piedra f
la piedra para marcar mejor las figuras borradas por los a?os, y otras blanqueándola con escrúpulos de bárbara curiosidad, habían dejado la losa de tal modo que sólo
estrecha escalerilla, con las faldas recogidas entre las piernas para inclinarse y hundir su cántaro en el peque?o estanque. Estremecíase éste con las burbujas acuáticas surgidas incesantemente del fondo de arena, donde crec
con las piernas colgando sobre el agua, encogiéndolas luego con escandaliza
eridad paternal, se desprendía del gesto hipócrita fabricado para la casa, y se mostraba con toda la acometividad de una rudeza falta de expansión. Aquellos ángeles morenos, que tan mansamente cantaban gozos y
el camino, á pesar de que anduvo lentamente, volviendo con frecu
mer momento la presencia de Roseta: algo así como la entrada de un moro en la ig
ábrica, y apenas si le contestaron, apretan
ablando, como si nada hubiera pasado, no querien
aro, sacó, al incorporarse, su cabeza por encima del
a, que no
nerviosa, de nariz arremangada ó insolente, orgullosa de ser única en su casa y de que su
?No sabían las otras á quién esperaba? Pues á s
i mordieran; no porque encontrasen gran chiste á la
ijeron algunas--. ?L
encia. Esperaba este apodo. Además, las bromas d
el postrero le detuvo la vocecita mimosa de la so
n infeliz, un ?muerto de hambre?, pero muy honrado
as, rasgándole el corazón, hubieran hecho subir toda la sangr
ntó con una voz temblona que hiz
a á estar oculto? Habían huído de su pueblo porque les conocían allá demasiado; por eso habían venido á la huerta á apod
erdidos de casa de Copa, toda una urdimbre de calumnias inventada por Pimentó, que cada vez se sentía menos
eteados de sangre. Soltó el cántaro, que se hizo pedazos, mojando á las muchachas más inmediata
insolente-. ?Mon pare lladre?... Tórna
n á los rubios pelos de la hilandera, y durante algunos minutos se las vió á las dos encorvadas, lanzando gritos de dolor y rabia, con las frentes cerca del suelo, arrastrándose mutuamente con los crueles tirones que cada un
dversaria, tal vez á propinarla una zurra interior, pues con la mano libre pugna
rases y maldiciones oídas en sus barracas surgiesen en ellas
na! ?lla
, ni caer pudo, pues las mismas apreturas de sus enemigas la mantenían derecha. Pero empujada de un lado
on los cántaros en la cabeza, y al poco rato no se veía en las cercanías de la fuente de la Reina mas que á la pobre
al ente rarse de lo ocurrido! Aquellas gentes eran peores que judíos.
al para que le impusieran multas injustas. Ahora eran sus hijas las que perseguían á la pobre Roseta, como si la inf
dando algunos pasos hacia el camino con la vista fija en la
pasear por gusto en la huerta. Ellos debían evitar todo roce con los demás: vivir
guardarían los enemigo