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La Barraca

Chapter 6 No.6

Word Count: 6739    |    Released on: 30/11/2017

n los ojos hinchados por el sue?o, extendiendo los brazos con gentiles desperezo

che fuera de la barraca, y Roseta, á la luz de las últimas estrellas, echábase en cara y manos todo un cubo de

iba y venía por la barraca p

y tres sardinas que encontraría en el vasar tenía bastante. Cuidado con romper la cazuela, como el otro día. ?Ah! Y que no olvidase

mida en una cestita, se pasaba un peine por los pelos de un rubio claro, como si el sol hubiese devorado su color, se anudaba el pa?uelo bajo la barba, y antes de salir volvíase con un cari?o de hermana mayor para ver si los chicos e

sando su brazo por el asa de la cestita, y cerraba la puert

por sendas y caminos el desfile laborioso marchando e

el brazo derecho, que cortaba el aire como un remo, y chillando todas á coro cada

abía la pobre lo que eran sus compa?eras, hi

chando sus descuidos, arrojaban cosas infectas en la cesta de su comida; romperle la cazuela lo habían hecho varias veces, y no pasaban junto á ella en el ta

un caserón antiguo cerca del Mercado, cuya fachada, pintada al fresco en el siglo XVIII, todavía conservaba entre desconchadu

cabeza, escaldándole los ojos; pero á pesar de esto, permanecía firme en su sitio, buscando en el fondo del agua hirviente los cabos sueltos de aquellas cápsulas de seda blanducha, de un suave

de vapor, dando bufidos espantosos que se transmitían por las múltiples tuberías; rodaban poleas y tornos con un estrépito de mil diablos; y por si no bastase tanto ruido, las hilanderas, según costumbre tradicional,

s muchachas morenas, esclavizadas por la rígida tiranía que reina en la familia la briega y obligadas por preocupación hereditaria á estar siempre ante los hombres con

ntar y jamás provocó ri?as. Tenía tal facilidad para aprenderlo todo, que á las pocas sema

on miradas insolentes para que les dijesen algo y chillar después falsamente escandalizadas, emprendiendo con ellos un tiroteo de desvergüenzas, Roseta quedábase en un rincón del taller

on cierto terror la llegada del anoche

tiempo, dejándolas salir delante como una tromba, de la que partían escandalosas risotad

encargos de su madre, deteniéndose embobada ante los escaparates que empezaban á iluminarse, y al fin,

s misteriosos, sus bultos negros y alarmantes que pasaban saludándola con un ??

a certeza de que no iba á encontrar á nadie en el camino la hubiera dado confianza. En su terror, jamás

fondo de las regaderas en seco ó las hacían caer detrás de los pajares. Y Roseta, que ya no era inocente después de su entrada en la fábrica, dejaba correr su imaginación hasta los últimos límites de lo horrible, viéndose asesinada por uno de

emblando más de la mitad del camino. Pero el trance más cruel, el obstáculo más tem

o un cuadro de luz cortado por la agitación de grotescas sombras. Y sin embargo, la pobre hilandera, al llegar cerca de allí, deteníase indecisa, temblorosa, como las heroínas de los cuentos ante la cueva del ogro, dispuesta á meterse á campo travies

jarse de una altura, y siguiendo el borde de la acequia, con paso ligerísim

no llegaba á fijarse por su rapidez en los

reyendo que alguien iba á sus alcances, esperando

l animal feísimo, que por antítesis sin duda era llamado Lucero, y el

chacha componía el gesto al entrar en la barraca, y á las preguntas de su madre, inqui

mino para acompa?arla. Conocía el odio de la vecindad; la tab

únicamente por la esperanza de que pronto vendría la primavera, con sus tardes más largas

rca aún de la ciudad, salió al camino un hombr

òna

re los profundos surcos abiertos por las ruedas de los carros, tropezando en ladrillos rotos, pucheros desp

a, el pastor: un buen muchacho, que servía de criado al carnicero de Alboraya, y de quien se burlaban las hilan

ricas. Todo á cambio de malcomer él y su abuelo y de ir hecho un rotoso, con ropas viejas de su amo. No fumaba; había entrado dos ó tres veces en su vida en casa de Copa, y los domingos, si tenía algunas horas libres, en vez de estarse en la plaza de Alboraya puesto en c

misteriosa de su abuelo el pastor, y todos lo

seguro para ella marchar al lado de un hombre,

testar vagamente con su habitual timidez: ?D'ahí ... d'ahí ...?

n silencio, separándo

grasies!-dijo

areció Tonet marcha

e, que la había quitado el miedo; nada más. Y sin embargo, Roseta

a marchar siempre al mismo paso que ella, aunque algo separado para no llamar la atención de las mordaces hilandera

enía relación con Tonet: la primera vez que lo vió, y su compasiva simpatía por las burlas de las hilanderas, que él soportaba cabizbajo y tímido, como si e

raca, no sentía miedo, á pesar de que el crepúsculo era obscuro y lluvioso. Presentía la aparición del

mpre: ??Bòna nit!? y sigui

trarse dos días seguidos! Y él, tembloroso, cual si las palabras le

los sustos que durante el invierno pasaba en el camino; y Tonet, halagado por el servicio que prestaba á la joven, despegó los labi

a cara que Tonet. Después salía un lobo á morderla, con un hocico que recordaba vagamente al odiado Pimentó, y re?ían los dos animales á dentelladas, y salía su padre con un garrote, y ella lloraba como si la soltasen en las espaldas los garrotazos que recib

á la fábrica. Entraba el sol por el ventanillo de su estudi y toda la gente de la barr

otra, con distintos pensamientos, cual si la noche anteri

ndo la ropa del arca y la colo caba sobre su lec

a oir la misa; pero aquel domingo era mejor que los otros, brillaba más el sol, cantaban con más fuerza los pájaros, entraba p

isma. A los diez y seis a?os ya era hora de que pensase en arreglarse. ?Cuán

e apretó mucho el corsé, como si no le oprimiese aún bastante aquel armazón de altas palas, un verdadero corsé de labradora, que aplastaba con crueldad el naciente pecho, pues en

el medio palmo de cristal con azogue y marco de pino barnizado que le reg

teadas de esas pecas que el sol hace surgir de la piel tostada; el pelo rubio blanquecino, con la finura flácida de la seda; la naricita de alas palpitantes cobijando una boca sombrea

campana que sonaba á lo lejos. Iban á perder la misa. Mientras tanto, Roseta se peinaba con calma, para deshacer á continuaci

oseta, levantando apenas sus ojos, escudri?ó la puerta del car

pedazos de carnero desollado y espantando

ntado, con una pierna de cordero en la diestra sin dársela á su panzudo patrón, que en v

r sendas algo lejanas, ó escondiéndose en los ca?ares para mirarla. La hilandera deseaba que llegas

e el muchacho al anoc

que en los otros días, sa

òna

e no calló. Aquel tímido parecía haber pr

. Se alegraba de verla buena ... (Sonrisa de Roseta y un ?grasies? murmurado tenuemente.) ?Se había divertido mucho el domingo?... (Silencio.) él lo había pasado bastante mal.

a nerviosamente la lengua para castigarla por su atrevimien

marcha con el contoneo airoso de las hilanderas, la cesta en la cadera

que le lamía las manos y tenía la cara de Tonet, recuerdo que aún le hacía reir. Pero no; lo que llevaba al lado era un buen mozo capaz de defenderla; algo tí

aquello? ?por qué salía á acompa?arla en su camino? ?qué d

per qué?-pregun

sación, nada contestó. Marchaba al mismo paso que la joven, pero separándose de e

e de tímido. Habló con la misma violencia que había callado; y como si no h

.. Perqu'et

os ojos como si por ellos se le saliera toda la verdad; y después de esto, arre

saron el efecto de una revelación inesperada. También ella le quería; y toda la noche, hasta en s

i oculto tras el tronco de una morera, mirándola con zozobra, como un ni?o que te

onrió ruborizándose

uerían, pero era cosa convenida el noviazgo, y Tonet

criado, antes tan diligente y ahora siempre inventando pretextos pa

s tacos y amenazas de su amo, como la hilandera de su temido pad

xploraba todos los ca?ares y árboles de la huerta para regalar á la hilandera ruedas de pajas y ramitas, en cuyo fondo unos cuantos pilluelos,

vio, y lloraba cuando sus hermanos, la gente menuda que tenía por nido la barra

en casa de Copa; y siguiendo el camino lentamente, comían y comían, mirándose el uno en los ojos del otro,

rna con tantos obsequios. Y él se mostraba generoso. ?Para quién quería los cuartos sino para ella? Cuando se casaran-alguna vez habría de se

ísima! iba á deslomarla á garrotazos. Y hablaba de la futura paliza serenamente, sonriendo como una muchacha fue

acia de la carne. Marchaban por el ca mino casi desierto, en la penumbra del ano

amente la cintura de Roseta, rubor

lgo que no fuese hablar y mirarse. Era el primer amor, la expansión de la juventud apen

a deseado la llegada de la primavera, vio con inquie

el camino compa?eras de la fábrica ó mujeres del vecindario,

ue le preguntaban irónicamente cuándo se casaba, y la llamaban d

llegaba la noticia á su padre. Y fué por entonces cuando Batiste, el día de su

cha, limitóse á mirarla varias veces con el entrecejo fruncido. Luego la advirtió con voz lenta, un índice en alto y

to al se?or Batiste, y se contentaba con emboscarse cerca del cami

ás largos, había muc

a, cansada de pasear frente á la puerta de su barraca y creyendo ver á Tonet en todos los que pasaban por las send

; ?pobre muchacha! no tenía amigas, y

arte de la huerta, condenada al agua de los pozos y al

más sabios de la huerta: obra de los moros, según Pimentó; monumento de la época en que los apó

plata, grupos de muchachas que llevaban su cántaro inmóvil y derecho sobre la ca

a árabe cantando á la mujer junto á la fuente con el cántaro á sus pies, uniendo e

. Descendíase al fondo por seis escalones, siempre resbaladizos y verdosos por la humedad. En la cara del rectángulo de piedra f

la piedra para marcar mejor las figuras borradas por los a?os, y otras blanqueándola con escrúpulos de bárbara curiosidad, habían dejado la losa de tal modo que sólo

estrecha escalerilla, con las faldas recogidas entre las piernas para inclinarse y hundir su cántaro en el peque?o estanque. Estremecíase éste con las burbujas acuáticas surgidas incesantemente del fondo de arena, donde crec

con las piernas colgando sobre el agua, encogiéndolas luego con escandaliza

eridad paternal, se desprendía del gesto hipócrita fabricado para la casa, y se mostraba con toda la acometividad de una rudeza falta de expansión. Aquellos ángeles morenos, que tan mansamente cantaban gozos y

el camino, á pesar de que anduvo lentamente, volviendo con frecu

mer momento la presencia de Roseta: algo así como la entrada de un moro en la ig

ábrica, y apenas si le contestaron, apretan

ablando, como si nada hubiera pasado, no querien

aro, sacó, al incorporarse, su cabeza por encima del

a, que no

nerviosa, de nariz arremangada ó insolente, orgullosa de ser única en su casa y de que su

?No sabían las otras á quién esperaba? Pues á s

i mordieran; no porque encontrasen gran chiste á la

ijeron algunas--. ?L

encia. Esperaba este apodo. Además, las bromas d

el postrero le detuvo la vocecita mimosa de la so

n infeliz, un ?muerto de hambre?, pero muy honrado

as, rasgándole el corazón, hubieran hecho subir toda la sangr

ntó con una voz temblona que hiz

a á estar oculto? Habían huído de su pueblo porque les conocían allá demasiado; por eso habían venido á la huerta á apod

erdidos de casa de Copa, toda una urdimbre de calumnias inventada por Pimentó, que cada vez se sentía menos

eteados de sangre. Soltó el cántaro, que se hizo pedazos, mojando á las muchachas más inmediata

insolente-. ?Mon pare lladre?... Tórna

n á los rubios pelos de la hilandera, y durante algunos minutos se las vió á las dos encorvadas, lanzando gritos de dolor y rabia, con las frentes cerca del suelo, arrastrándose mutuamente con los crueles tirones que cada un

dversaria, tal vez á propinarla una zurra interior, pues con la mano libre pugna

rases y maldiciones oídas en sus barracas surgiesen en ellas

na! ?lla

, ni caer pudo, pues las mismas apreturas de sus enemigas la mantenían derecha. Pero empujada de un lado

on los cántaros en la cabeza, y al poco rato no se veía en las cercanías de la fuente de la Reina mas que á la pobre

al ente rarse de lo ocurrido! Aquellas gentes eran peores que judíos.

al para que le impusieran multas injustas. Ahora eran sus hijas las que perseguían á la pobre Roseta, como si la inf

dando algunos pasos hacia el camino con la vista fija en la

pasear por gusto en la huerta. Ellos debían evitar todo roce con los demás: vivir

guardarían los enemigo

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