La Barraca
que oían ma?ana y tarde los huertanos al pasar frent
o de viejos tejados, paredes agrietadas y negros ventanucos del molino, fábrica antigua y ruinosa, montada s
boles era el de la escuela de don Joaquín, establ
alojado; y eso que, por l
mujer obesa que vivía pegada á su silleta de esparto, pasaba el día oyendo y admirando á su esposo; unos cuantos bancos, tres carteles de abecedario mugrientos,
erta, y que renovaba cada dos días en el ca?averal vecino, siendo una felicidad que el género resultase
á todos. ?Para qué más?... Allí imperaba el método moruno: canto y repeti
vieja barraca soltaba por su puerta una melopea fastidio
tro, que ... estás
... M
dos ... c
r confianza en los árboles inmediatos, y hasta se paseaban con sus saltadoras patitas frente á la puerta de la escuela, riéndose con escandalosos gorjeos de su
sonaba majestuosa la voz de don Joa
las obras de m
iete, ?cuá
ba contento de l
a que aprendan ustedes buenas formas y sepan hablar como las personas!... En fin, tienen ustedes á quien parecerse: son tan brutos como sus se?
los olvidos del sábado. Bien se notaba en el aspec
eces era lo único que llenaba su puchero. Pero de cintura arriba mostrábase el se?orío, ?la dignidad del sacerdote de la instrucción?, como él afirmaba; lo que le distinguía de toda la gente de las barracas, gusarapos pegados al surco: una
adorno que nadie llevaba en todo el contorno y él lucía cual un sign
ombre había visto!... ?Lo que llevaba corrido por el mundo!... Unas veces empleado ferroviario; otras ayudando á cobrar contribuciones en las
el trata miento-nunca se ha visto como hoy; somos de muy buena fami
petaban como un ser superior á don Joaquín, reservándose un poco de burla para la casaquilla verde con faldones cuad
ciertos cocimientos que operaban milagros en las barracas. Todos reconocían que ?aquel tío sabía mucho?, y sin título de maestro ni miedo á que nadie se acordase de él para quitarle una escuela que no daba ni para pan, iba logrando á
de la churrería. Y en vano se pedían más explicaciones, pues para la cienci
e el idioma castellano. Los había de ellos que llevaban dos meses en la escuela y abrían desmesuradamente los ojos
e la ense?anza en su ?finura?, en su distinción de modales,
ía dar bufidos y levantar las manos con indignación hasta tocar el ahumado techo
buena crianza. ?Qué digo el templo! Es la antorcha que brilla y disuelve las sombras de barbarie de esta huerta. Sin mí, ?qué serían ustedes? Unas bestias, y perdonen la palabra: lo mismo que sus se?ores padres, á los que
ecino, y hasta su mujer, conmovida por lo del templo y la antorcha, cesaba de hacer media
ro?osa, de pies descalzos y faldones
de Llopis, l
á media pierna sostenido por un tirante, echábase del banco abaj
ea usted á su maestro. Por esta vez pase, porque es usted aplicado y sabe la tabla de multiplicar; pero la
cuando otro grandullón que estaba á su lado en el banco y debía guardar antiguos resentimi
ro-gritó el muchacho-, ?M
le irritaba era la afición de los muchachos á llamarse
ablar, Dios mío! Parece que esto sea una taberna ... ?Si á lo menos hubiese usted
oaquín sin parar en sus ca?azos. Tan á ciegas iban los golpes, que los demás muchachos se apretaban en los bancos, se encogían, escondiendo cada
brar su perdida majestad, mientras el a
ted al se?or de Borrull, que está indis
ó de una mano al ?se?or de Borrull?, el cual salió de la escuela balanceándose sobre las tiernas piernecit
antada, y la arboleda parecía estremecerse de fastidi
agitaba de contento. Era el reba?o del tío Tomba que se aproximaba. Todos
nterminable conversación, y los discípulos abandonaban los bancos para oirles de
hablarle siempre en castellano, era entendido en hierbas medicinales, sin arrebatarle por est
etirándose con cierto desprecio, convencidas de que allí no había más pasto que el intelectual y valía poco. Después se presentaba e
el pastor hablaban, admirados en silencio por do?a Josefa y los más grand
a charla del maestro iba enardeciéndole, y no tardaba á lanzarse en el inmenso mar de sus eternas historias. Lamentábase de lo pésimamente que ?va Espa?a?, repe
o los ha conocido; pero también los de usted eran mejores que éstos. Vamo
sto era el exordi
grande que yo. ?Y el Flaire!... ?Qué hombre! Ahora hablan del general tal y del cual. ?Mentira, todo mentira! ?Donde estaba el padre Nevot no podía existir otro! Había que verlo con el hábito arremangado, sobre su jaca, con sable corvo y pistolas. ?Lo que corríamo
s fieros instintos, petrificados en plena juventud é insensibles al paso del tiempo. Hablaba en valenciano á los muchachos, regalándoles el fruto de su experiencia. Debían creerle á él, que había visto mucho. En la vida, paciencia para vengarse del enemigo; aguardar la pelota, y cuando viene bien, jug
l de su gente, cambiaba el curso de la conversación
e desfiguradas, las palabras francesas que aún podía recordar después de tantos a?os. ?Qué país! Allá los hombres van con unos sombreros blancos y felpudos, casacas de color con los cuellos hasta el cogote, botas altas como las de la caballería; las mujeres
ellos como del demonio. Las tiraban del rabo, cogíanlas de las piernas, obligándolas á andar con las patas delanteras, las hacían rodar por los ribazos ó intentaban cabalgarlas colocándose de un s
on?-preguntaba el maes
veinte ó ciento trei
sación había aumentado veinte franceses. Según pasaban lo
o llamaban finalmente
que requería la ca?a-, todos aquí. ?Se imaginan que no hay ma
era un gusto, introduciendo á golpes en el redil de
ce más de dos horas que estamos habl
repetir allí sus historias, empezaba de nuevo en la escuela el canturreo de la tabla
s como las distancias en la huerta no eran poca cosa, los chicos salían por la ma?ana de sus barracas con provisiones para pasar el día en la escuela. Esto hacía decir á alguno
scuela, oían invariablemente
soltaba una docena de nombres-. Tres semanas que no traen ustedes el estipendio prometido, y así no es posible la instrucción, ni puede procrear la ciencia, ni combatirse con desahogo la barbarie nativa de estos campos. Yo lo pongo todo: mi sabi durí
s de Valencia; ?qué se creían algunos?-, y salían de la barraca, besando antes la
ien! ?Hasta ma?an
una estrella de caminos y sendas, y allí deshacíase la formación
. Cuidado con robar fruta, hacer pedreas ó saltar acequias. Yo tengo un pájaro que t
ho rato con la vista al grupo más nume
ellos los tres hijos de Batiste, para los cuales se co
s, que, por ser de las barracas inmediatas á la suya, sentían el mismo odio d
o, Pascualet, un chiquillo regordete y panzudo, que sólo tenía cinco a?os, y á quien adoraba la madre por su dulzura y su mansedu
talones rotos y la camisa desgarrada. Eran las se?ales del combate; el peque?o lo contaba todo llorando. Y la madre tenía que cur
y como mujer ruda y valerosa nacida en el campo, sólo se tranquilizaba oy
ayor, indignado por los relatos de los peque?os, prometía una pal
oaquín perdía de vista el grup
juraban acabar con Batiste, iban acortando el paso, para
aldito pájaro que todo lo veía y todo lo contaba. Algunos se reían
los tres hermanos, á perseguirse riendo-pretexto malicioso inspirado por la instintiva hipocresía de la
to alguno esta maniobra, iniciaban los
res! ?
oreja y se alejaban trotando, para retroceder
s muchachos. Los dos mayores, abando nando á Pascualet, que se refugiaba lloriqueant
s y ribazos; los perros barraqueros salían con ladridos feroces, atraídos por el estrépito de la lu
ats! ?Di
an mover su ca?a inexorable al día siguiente. ?Qué
en mano. Los agresores huían, se desbandaban, y arrepentidos de su haza?a al verse solos, pensaban aterrados, con el fácil cam
s se guían su camino rascándose
ló á gritos á Dios y á los santos viendo
era lo de siempre: no había que hacer caso. Pero el peque?ín, el Obispo, como cari?osamente
equia de aguas estancadas, y de allí le sacar
o seguía temblando entre sus brazos, agarrándose á
e! ?m
anudó sus l
ella gentuza, grandes y chicos, se ha