Torquemada en la hoguera
e parece que no he leído. ?Qué quiere usted? Yo soy así-me dijo el Duque de Cantarranas, haciendo con frente,
vulsiones y síncopes; hará llorar á todo el género humano, querido s
zón está endurecido por la pasión política, cuya mente está extraviada por las ideas de vanidad que les han imbuído los socialistas. Si no pone usted ahí mucho lloro, mucho suspiro, mucho amor
sin hacer otro gesto nervioso que parecía hundirle la nariz, romperle la boca y rasgarle el cuero de la fren
a silla, y, con franqueza lo declaro, habría deseado en aquel momento que un pretexto cualquiera, verbi gracia, un incendio en la casa vecina, un hundimiento ó terremoto, me hubieran impedido leer, porque, á la verdad, me hallaba sobrecogido ante el respetable auditorio que á escucharme iba. Componíase de cuatro ilustres per
rme leer aquel mal parto de mi infecundo ingenio, y era preciso h
, que os dé alguna noticia del grande, del i
los Cantarranas, ducado cuyo origen es de los mas empingorotados. Así es que el buen Duque era pobre de solemnidad, porque la posesión no le daba más que unos dos mil reales, y esos mal pagados; las casas no producían tres maravedises, porque la una estaba destechada, y la otra, la solariega por
imo conejo de que hay noticia. Los dinerillos le producían, salvos disgustos, apremios y tardanzas, unos tres mil realejos. Así es que Su Excelencia no poseía más que gloria y un inmenso caudal de
to de su nariz. Estas llamaron siempre la atención de los frenólogos por una especial configuración en que se traslucía lo que él llamaba exquisito olfato moral. Para la ciencia eran magnífico ejemplar de estudio, un tesoro; para el vulgo eran
mpresa de plumas vulgares. Decir con qué prolijo esmero cepillaba todas las ma?anas sus dos levitas, y con qué amor profundo les daba aguardiente en l
rio profundo la salud inalterable de un paraguas de ballena que le conocí toda la vida, y que mejor que el Observatorio podría dar cuenta de todos los temporales que se han sucedido en veinte a?os. Por lo que hace á los guantes, que habían paseado por Madrid durante cinco abriles su demacrada amarillez, puede asegurarse que la alquimia doméstica tomaba mucha parte en aquel prodigio. Además, el Duque tenía un modo singularísimo de poner las manos, y á esto,
istas que de la casa de Cantarranas han escrito. No reina la misma uniformidad de pareceres, y aun son muy distintas las versiones respecto á cierta cadena que hermoseaba su chaleco, pues aunque todos convie
emordimientos; gracias á la condescendencia del Diccionario de la Academia); pero esto no sirve sino para probar que los tiros d
la astronomía vulgar no sé qué manchas. En esto se parecía al sol, aunque, por raro fenómeno, era un sol que no lucía sino por las noches. Frecuentaba varias tertulias, t
aba tanto, aunque sí la tenía en gran aprecio, La nueva Eloísa, de Rousseau, porque decía que sus pretensiones eruditas y filosóficas atenuaban en parte el puro encanto de la acción sentimental. Pero lo que le sacaba de sus casillas eran Las noches de Young, traducidas por Escóiquiz; y él se sumergía en aquél océano de tristezas, identificándose de tal modo con el personaje, que á veces le encontraban por las ma?anas pálido, extenuado y sin acertar á pronunciar palabra que no fuera lúgubre y sombría como un responso. En su conversación se dejaba ver esta influencia, porque empleaba fre
ue sus consejos tenían fuerza de ley y sus dictámenes eran tan decisivos, que jamás se apeló contra ellos al tribunal augusto d
idas, enaltecen actualmente las letras en este afortunado país. Luego que los cuatro ilustres senadores que formaban mi auditorio se colocaron bien en
de allí contemplaba los gorriones que iban á pararse en la chimenea y los gatos que retozaban por el tejado. Miraba de vez en cuando al cielo, y de vez en cuando á la tierra, para ver, ya las estrellas, ya los simones.
recho consorcio dos babuchas en muy mal estado, con una guitarra, de la cual habían huido á toda prisa las cuatro cuerdas, quedando una sola, con que Alejo se acompa?aba cierta seguidilla que sabía desde muy ni?o. Allí alternaban dos pares y medio de guantes descosidos, restos de una conquista, con un tarro de betún y un frasco de agua de Colonia, al cual los vaivenes de la suerte convirtieron en botella de tinta, después d
un cierro de cristales con flores, pájaros y ...?otra cosa! Alejo miraba continuamente la otra cosa, que contenía el cierro. ?Diremos lo que era? Pues era una dama. Alejo la contemplaba todos los días, y por un singular efecto de imaginaci
le busto alabastrino, que sustentaba la cabeza de la joven, singularmente hermosa ?Me atreveré á describirla? ?Me atreveré á decir que era una de las dam
Pero lo que se podía contemplar entero, magnífico, eran los hombros, admirable muestra de escultura humana, que la tela no podía disimular. Suavemente caía el cabello sobre la espalda; el color de su rostro al mismo mármol semejaba, y no ha existido cuello de cisne más blanco, airoso y suave que el suyo ni seno como aquél, en que parecían haberse dado cita todos los deleites. La gracia de sus movimientos era tal, que á nuestro joven se le derretía el cerebro siempre que la consideraba saludando
s que le salpicaban el rostro bastante empa?ado después de su quinto parto; podía advertir (y para esto hubo de reunir datos que facilitó cierta doncella) que para formar aquella sorprendente cabellera habían intervenido, primero Dios, que la creó no sabemos en qué cabeza, y después un peluquero muy hábil que se la arregló á la se?ora. También hubo de notar que no era su talle tan airoso como desde las borea
os murmullos mal contenidos. Fueron en crescendo, hasta que, llegando al citado pa
y hecha un basilisco. No sé si he dicho que una de las cuatro personas de mi audi