Torquemada en la hoguera
un hombre sobre sus contemporáneos, ninguno debiera estar más por cima de la vulgar muchedumbre que D. Severiano Carranza, conocido entre los árcades
treverse á negar un hecho que formaba parte del tesoro de creencias de la humanidad. ?Pues y su disertación sobre los colmillos del jabalí de Erymantho, que fué causa de un sin fin de mordiscadas entre los más famosos eruditos? No diré nada, pues corre en manos de todo el mundo, de su famoso discurso sobre el modo de combinar las tes y las des en el metro de Arte Mayor, el cual le alzara á los cuernos de la luna, si antes, para gloria de Espa?a y enaltecimiento de sí propio, no hubiera escrito y dado á la estampa la nunca bastante encarecida Oda á la invenci
orpus. Escribiendo, era prolijo: su estilo se componía de las más crespas y ensortijadas frases que es dado imaginar. Pulía de tal modo su prosa, que parecía una cabellera con cosmético y bandolina, pudiendo servir de espejo; y sus versos eran tales, que se les creerían rizados con tenacillas. Nunca repitió una palabra en un mismo pliego de papel, por miedo á las redundancias y sonsonetes. En cierta ocasión, habiendo hablado en un artículo del
ntal, bajo el cual solía verse, en días despejados, la cabeza más arqueológica que ha existido. Después de la corbata, que afectaba cierto desali?o, lo que más descollaba era la boca, donde en un tiempo moraron todas las gr
dad que me turbó; esta boca fue la que con voz
n dicho? ?En qué tiempos vivimos? ?Qué república tenemos? Vaya usted, se?ora, á coser sus calcetas y á espumar el puchero, y usted D. Marcos, á cuidar sus hijos si los há, y usted, joven, á aprender un oficio, que más cuenta le tiene cualquier ocupación, aunque sea ingrata y vil, que componer libros. Pues qué, ?es el campo de las let
ndo vislumbra á Jehová en la zarza ardiente, así nos quedamos todos: mudos, fríos, petrificados de espanto. El apóstrofe de aquel hombre, tenido por un oráculo; su singular aspecto, su severa mirad
tros, y de tal modo se ensa?ó con D. Marcos, que pienso no le quedara hueso sano. La poetisa estaba turulata y no hacía más que abanicars
do serias ocupaciones y la sabrosa compa?ía de las musas, asiste á es
arrojo que ahora me espanta l
me será permitido pedirle la más gran merced que hacerme pudiera, ayudando con
abrían en canal por una palabrilla, y las damas andaban con manto por esas callejuelas, seguidas de Celestinas y rodrigones; cuando se guardaba con siete llaves el honor, sin que eso quiera decir que no se perdiese en un santiamén. Yo no sé cómo hay ingenios tan romos que novelan con cosas y personas de la época presente, donde no existen elementos literarios, según todos los hombres doctos hemos probado plenamente. Al demonio no se le ocurriría pintar aventuras en una calle empedrada y con farol
l pintoresco cuadro que en un periquete
n las iglesias de Madrid sin que ella vaya á meter sus narices en la función. El hidalguillo ta?e su laúd que se las pela, y la dama le manda décimas y quintillas. Ambos están muy amartelados. Pero cata aquí que el padre, que es un Condazo muy serio, con su gorguera de encajes que parece un sol, gran talabarte de pieles y unos gregüescos como dos colchones, quiere que se case con Don Gaspar Hinojosa, Afán de Rivera, etc., etc., etc., que es Contralor, hijo del Virrey de Nápoles, y Secretario del general qué sé yo cuántos, que ha tomado á Amberes, Ostende, Maestrich ú otra plaza cualquiera. El Rey tiene gran empe?o en estas nupcias, y la Reina dice que quiere ser madrina del bodorrio. Ahora es ella. La dama está fuera de sí, y el hidalguillo se rompe la cabeza para inventar un ardid cualquiera que le saque de tan espantoso laberinto. ?Oh terrible obstáculo! ?Oh inesperado suceso! ?Oh veleidades del destino! ?Oh amargor de la vida! Lo peor y más trágico del caso es que el padre se ha enterado de que hay un galán que corteja á la ni?a, y se enfurece de tal modo, que si le coge, le partrle. Yo, sobre todo, ?cómo había de imaginar cosa alguna que i
o le obsequian todos y le guardan más miramientos que si fuera el mismo Duque de Lerma, Ministro universal. El padre de la dama se ablanda; ésta se marcha á Platerías diciendo que va á comprar unas arracadas, pero con el disimulado fin de ver al hidalguillo y oir de sus mismo labios la noticia de la herencia; la Reina se desenoja; el Rey dice que les ha de casar, ó deja de ser quien es. D. Gaspar se va furioso á las guerras de la Valtellina, donde le
e afrentaron, y de sus ense?anzas saque menos provecho que vergüenza. Sí: lo digo con la entereza del que ya ha desistido de caminar por el escabroso sendero de la literatura, y confiesa todos sus yerros y ridiculeces. Cuando D. Severiano acabó, la poetisa hizo un mohín de fastidio, se?al de que el discurso no le había pa
hasta el extremo de callar la verdad, hija de Dios, sin la cual ninguna cosa va á derechas en este mundo? No; que antes que nada es mi conciencia, y además, si ense?o una flaqueza de mis cuatro amigos, no por eso van á perder la estimación general quienes tantos
querer, un furibundo sopapo. Desde entonces fué aquello un campo de Agramante, y es imposible pintar el jaleo que se armó. Daba el erudito á D. Marcos, D. Marcos al Duque, este al erudito, el cual se vengaba en la poetisa, que ara?aba á todos y chillaba como un estornino, siendo tal la baraúnda, que no parecía sino que una legión de demonios se había metido en mi casa. No pararon los irrita
vero con aquellos que más valen y más fama gozan. De todos modos, si hago esta confesión, no es con ánimo de publicar debilidades, sino por