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Historia de una parisiense

Historia de una parisiense

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Chapter 1 No.1

Word Count: 2381    |    Released on: 04/12/2017

es que quizá en París es menos raro que en otra parte. La razón es sencilla. En ese gran invernáculo parisiense, las virtudes y los vicios, lo mismo que los genios, se desarr

er, cuando es bella, puede serlo más:

o, sin que él se hubiese apercibido ni preocupado; después había muerto, dejando a la marquesa la impresión de que era ella quien había quebrado su existencia. Como tenía un alma tierna y modesta, fue bastante buena para culparse a sí misma, por la insuficiencia de sus méritos, y queriendo evitar a su hija un de

maravillosamente desde la infancia a recibir el delicado cultivo maternal. Después, maestros selectos y cuidadosamente vigilados, acabaron de iniciarla en las nociones, gustos y conocimientos que hacen el orn

enía el talle y la gracia de una ninfa, con una fisonomía un poco selvática y pudores de ni?a. Su superioridad, de la que se daba alguna cuenta, la turbaba; sentíase a la vez orgullosa y tímida. En su

a?a; extra?aríamos que no lo estuvieran aún más. Pero si alguna madre debió sentir en aquellos momentos críticos mortales angustias, es aquella que, como la se?ora de Latour-Mesnil, había tenido la virtud de educar bien a su hija; aquella en que, modelando con sus manos puras a aquella joven había conseguido pulir, purificar y espiritualizar sus instintos. Esa madre tiene que decirse, que una criatura así dirigida y tan perfecta, está separada de ciertos hombres que frecuentan nuestras calles

ndorosamente, a aquel que le designan por esposo, porqu

s que las experiencias personales más dolorosas, el amor maternal más verdadero, el espíritu más delicado y aun la piedad más acendrada, no bastan para ense?ar a una madre la diferencia que existe entre un bello casamiento y uno bueno. Puede

deramente, parece que una mujer puede ser feliz con menos. Pero en fin, confesarase que es difícil rehusar cuatro millones cuando se ofrecen. Así, pues, en 1

y que sólo pedía algunos días para reflexionar y tomar informes. Pero así que la embajadora hu

ijo Juana, fijando en su

zo un gesto

se se?or?-re

.; mira, hijita mía, ésta

la se?orita Juana no tardó en serlo también, y las dos pobres

que la de cerrar los ojos y los oídos, para que no la despertasen de su sue?o. Recibió, además, de su familia y amigos tan entusiastas felicitaciones con motivo de tan magnífica alia

s que después se conocerán demasiado. Al menos, la se?ora Latour-Mesnil y su hija habían encontrado muchas veces en los salones al se?or de Maurescamp

onario, había sido muy engreído por su madre, sus criados, sus amigos, y sus queridas. Su confianza en sí mismo, su suficiencia, su gran fortuna, imponían a las gentes, y aun había algunos que lo admiraban. Le escuchaban en sus reuniones con cierto respeto. Hastiado, escéptico, satírico, frío y altanero para con todo lo que no era práctico; profundamente ignorante, a más, hablaba con voz ronca y alta, con autoridad y preponderancia. Tenía formadas

eta. Habituado a no rehusarse nada, y a ser el primero en todo, pareciole glorioso adornar su sombrero con aquella flor rara. A más de eso, tenía por principio que el verdadero medio para no ser desgraciado en el matrimonio, era el de unirse a una joven pe

. Fuerte como un toro, parecía deseoso de aumentar indefinidamente sus fuerzas; por la ma?ana ejercitábase en el balancín, t

casos análogos: sentíase un poco enamorada de su futuro yerno, y sumamente agradecida por la distinción que había hecho con su hija; parecíale en extremo inteligente y es

arte, como todas las jóvenes preparábase a enriquecer con sus dotes personales al primer hombre a quien le permitiesen ama

retendientes que tienen mundo y una bolsa bien llena, se parecen poco más o menos. Los bombones, los ramos y las alhajas los adornan con suficiente poesía. A más, los menos romancescos conocen por instinto que en ciertas ocasiones hay que hacer un cie

oso. En aquel día supremo, arrodillada ante el altar mayor de Santa Clotilde, bajo el resplandor estelario de los cirios en medio del grupo de flores q

para las tres cuartas partes de las mujeres. Pero la palabra decepción es bien débil para expresar lo

escamp. Habrase dicho lo bastante, y aún demasiado, dejando entender que para él

diferenciaban de las bestias. Olvidaba torpemente que una joven parisiense, esmeradamente educada, no dejaba seguramente de ser una mujer, pero q

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