Historia de una parisiense
ascando un cigarro apagado,
llos en un saloncito reservado. Díjole que se consideraba ofendido por la actitud observada por el se?or de Lerne en casa de Diana Grey, por su afectación en hablar en ing
, no hicieron observación alguna contra la poca importancia de los cargos, compre
tar la publicidad, y, sobre todo, la intervención tan terrible de las se?oras. Rogó, por consiguiente, a aquellos s
ue a buscar en una sala contigua. El se?or de la Jardye gustaba mucho de las ocasiones que le permitían darse importancia. Trató, sin empe?o alguno, únicamente por la forma, de hacer oír algunas palabras conciliadoras; pero había sido de los que asistieron
eose tranquilamente por el bosque, según su costumbre, y a las diez entró en su casa. Encontrose c
l barón de Maurescamp.-Tendrán el
, no había escapádosele la irritación de Maurescamp durante el almuerzo, y diose cuenta inmediatamente de la verdad de la situación.
velyn, inglés este último; hizo llevar las cartas inmediatamente y tuvo el gust
igos y permaneció a su dispo
tado. A los agravios alegados por los se?ores de Jardye y Hermany en nombre del barón, los se?ores Rambert y Evelyn contestaron en el de su cliente, que tales agravios eran imaginarios, pero puesto que el se?or de Maurescamp se
el brazo derecho, cuando mi duelo con Monthélin; a consecuencia de esta herida, tengo un poco de debilidad en este brazo; es poca cosa, y tal vez depende del estado de la temperatura, pero, en fin, tal vez no me moleste en el terreno. No puedo valerme de este pretexto porque
ue se asimilaba a una verdadera agresión? Parecíales entonces justo y conveniente que la elección de las armas recayese en aquel que había sido provocado, hasta cierto punto gratuitamente, o a lo menos que la elección se librase al azar. Los se?ores de la Jardye y Hermany contestaron con fría urbanidad, que no podía cuestionarse seriamente aqu
re si los testigos del se?or
ondiciones evidentemente desiguales: otros, más competentes, según parece, tienen como primer deber que observar r
que a la ma?ana siguiente se encontrarían a las tre
es sus buenas intenciones y sus esfuerzos; díjoles alegremente que esperaba salir bien, a
ido: la verdad era que todo ejercicio violento, y sobre todo el de la esgrima, determinaban en aquel desgraciado brazo un malestar y un entorpecimiento que debían dar una gran ventaja a un tirador tan consumado como el s
la casualidad le evitase la contrariedad de su presencia. Pero faltábale pasar aquella misma noche por otra prueba tan dolorosa, o tal vez mayor que aquélla. La se?
. Pero, ante todo, parecíale que el buen nombre de su amiga le imponía aquel sacrificio heroico, y, a más, el se?or de Maurescamp había tomado a su querida y no a su mujer como pretexto. Creyó, pues, que el mejor med