Historia de una parisiense
e y otra para Juana, y a las once apa
que aquello era perfecto, irreprochable, y que probaba un estómago de privilegio. La rubia se?ora de Hermany, más bella, más misteriosa y más perversa que nunca, vio que el se?or de Lerne buscaba
os por adornos de oro, dobles cajas de plantas, estatuas medio ocultas bajo el ramaje, divanes rodeados de taburetes, y banquillos esparcidos bajo los grandes abanicos de las palmeras, de los bejucos colgantes con sus pálidas flores color de cera, y de
istintas edades. Al apercibir a Jacobo esparciose por su semblante esa sonrisa plena que las mujeres reservan para sus hijos o sus amantes, y que
abía sorprendido su elegante belleza, que la veía por la primera vez. Llevaba con la castidad de Diana la moda indecorosa de aquella época, y mostraba fuera de su estrecha bata obscura, su busto casi entero y su brazos flexibles y puros. Sus negros cabellos, colocados algo bajos como los de las diosas, hallábanse algo torcidos simplemente en un rodete que caía sobre su nuca. Su cabeza, un poco echada hacia atrás, a causa de su peso, enderezábase un poco rígida en
r algo de lo que pasaba, en la mirada riente y turbación del joven; un ligero rubor cu
íjole-. ?Por qu
ntestó Jacobo bajando
mos, amigo, nada más al respecto,
emente en e
istecéis
ntándose-, al fin no
e como una ni?a-, y estoy encantad
on tono serio
rais feliz, amigo mío, ?cuan feliz sería yo
feliz?-preguntole el jov
, por ejemplo, pienso con delicia que podremos viajar juntos... Y para eso hay que envejecer; pero, entretanto, si supiese cómo se han transformado para mí el mundo y la vida, desde que soy amada, como deseo serlo... Puede estar orgulloso del milagro que ha hecho. Parece que ha modificado, elevado, purificado mis instintos... todo mi ser... que me hubiese ense?ado... ?cómo lo diré? el origen divino de las cosas, ense?ándome a ver, a comprender el lado bueno de todo lo que he dicho... de cuanto veo y cuanto siento... Así es que, gozando como nadie en el mundo, mis alegrías son celestiales... Placeres de los ángeles. Todo lo que pasa a mi alrededor aparéceme bajo una nueva luz, y tod
s agonías, la fisonomía de Jacobo había
on una ternura infinita-, sí, debe haber un Dios y una vida me
e? ?Gran Dios!-e
ción aterradora. Volviéndose bruscamente apercibió al se?or de Maurescamp, apoyado en el marco de la puerta de entrada al invernáculo; mirábalos fi
to de sus pasiones; sin embargo, observado por todos, y bajo la impresión del silencio en que quedó todo e
o está enfer
pero conociendo en su actitud y lenguaje que la enfermedad del n
su corazón, ni aun se le ocurrieron los motivos honorables que habían dictado el proceder de Jacobo. No vio otra cosa que un insolente alarde de que su mujer era cómplice, e inmediatamente se trasladó al hotel Hermany, sin ningún plan preconcebido, y sólo impulsado por un sentimien