Historia de una parisiense
sean ellos nuestros padres, nuestros amigos o nuestros maestros. Cuando cesamos de estimar a los que habíamos consagrado nuestra estimación y re
o, dejó de conocer que aquella amistad había pasado. La aureola esplendorosa que había colocado sobre su frente, habíase extinguido para siempre, y extinguiéndose en el barro, como las luces de los fuegos artificiales. Habríale perdonado un amor menos culpable, que hubiese sido disculpado por su objeto; habríale perdonado Petrarca, Dante, Goethe, pero no le p
eciéronle verosímiles; y muchas relaciones que juzgara inocentes, fuéronle sospechosas. Habiendo creído ver en el mundo más virtudes que las que hay en realidad, empezaba a no creer en ninguna. Preguntábase si en efecto no sería única en la especie, como se lo había dicho la se
ado a una época de la vida mundana, casi inevitable, luchando en su agonía, y expues
do en la alta sociedad parisiense. M. de Monthélin amaba exclusivamente el amor, y con ello tenía ya un título para con las damas. No jugaba, ni fumaba, ni iba al círculo. Cuando, después de comer, todos los hombres se reunían para fumar, él se quedaba con las se?oras. Con esto conseguía grandes ventajas, de las que abusaba gustoso. No era ya joven, pero era elegant
. Viósele estrechar su amistad con su marido, al mismo tiempo que estrechaba el círculo de sus operaciones alrededor de Juana. Sus visitas a la hora del crepúsculo fueron cada ve
casi sin defenderse, dejábase arrastrar por esa fascinación que ejerce c
aba hacer, de las casas donde podría hallarla; y hasta le indicaba las horas en que la encontraría sola en su casa; en los bailes, como él no bailaba, le reservaba algunos bailes sentados, es decir, las ocasiones a solas, tras del abanico, bajo la sombra de un cortinado o de una palmera en el invernácu
dre de Jacobo de Lerne, que había sido herido en du
y de fortuna, valíanle, a pesar de los recuerdos todavía vivos de su juventud, la simpatía general. Su salón era muy buscado; allí se reunían los hombres más distinguidos en la política, la literatura y las artes. Agregaba algunas jóvenes bellezas, como para adornar el paisaje. Juana de Maurescamp, con su elegante hermosura, y
sobre todo era excelente músico, y algunas de sus composiciones, valses, ?berceuses? y sinfonías eran de un mérito superior. Pero sea indolencia natural, sea el desaliento de ver interrumpida su carrera, no era otra cosa que un simple dilettante, y para complemento, se había convertido en un mal sujeto. Excepto en casa de su madre, donde el deber lo retenía, poco se le veía en
ante sus ojos a aquella seductora criatura, sin descuidar ninguna ocasión de revelar sus bellas cualidades. Pero Jacobo, aunque evidentemente impresionado de la extrema belleza de Juana y de su distinguida inteligencia, no había manifestado sino un inter
a la hora indicada. Viola entrar en su gabinete con un sirviente portador de una de esas casillas de mimbre, adornada con cordones, franjas y borlas, que se usan ahora para los perros. La condesa llevaba materna
dicho que estabais enamorada de T
de Mauresc
?es p
encantadora como vos, su bondad y fidelidad para con una amiga anciana... Es una cosa tan rara... Estoy
manifestado su entusiasmo por Toby, pero, no por est
podré aceptar un animal tan lindo, tan gracioso, tan extraordinar
rase, Juana saltó al cuello de la conde
tomándolo en sus brazos
tas repetidas de Juana, diole instrucciones sobre el modo
mó de la salud de M
lo... su salud es admirable. ?Es un hombre magní
o?-preguntó Jua
licado de naturaleza... ya sabéis, artis
en hijo?-dijo tí
a. Y, decidme, queridita, ?estaréis libre ma?ana? Es mi miércoles... ?Queréis ve
ue el se?or de Maurescamp
onces... Pues bien,
spedirse de Toby y Juana volvió a manifestarle sus agradecimientos. A
hacer yo a mi vez que
nte hacia ella y mirándola c
mi hijo
emente la se?ora de Maurescamp-, es
o tono la condesa-. Por el contrar
testarle, sus grande
ida de que mi hijo aceptaría gus
a se?ora?-continuó Juana, mirándo
eis una hermana que se os par
ué no os comprendo... Vues
.. No tengo más que decir sobre eso... Pero estoy segura de que, en cuanto a esta cuestión del matrimonio, tendríais grande influencia sobre él.
a palabra!-e
egura... Ensa
echárons
en ello... Buscad entre vuestras amigas, entre vue
amente que vuestro h
ó la condesa
re tan burlesco... Es tan mor
pareció
n calavera, ?
o no sé, yo no ten
de oro, y a más de todo esto, es encantador... ?Ah! que obra de caridad sería la vuestra, hija mía
?
tras tanto, tratad de casar al mío, y qué bueno sería eso... y nadie, os lo repito, sino vos, puede hacer es
e diréis
é de hacerl
de otro hombre que no fuese Monthélin. Había comprendido muy bien lo que la se?ora de Lerne le había dicho con insinuaciones y palabras solapadas, a saber
le acercaba en su salón. Creyó recordar, sin embargo, que siempre la había tratado con una cortesía excepcional, dispensándola de las bromas burlescas con que gratificaba a las demás mujeres. Halagábala el pensar que era respetada por aquel libertino. Trajo a su memoria, aquella
no las grandes orejas de Toby, cuando la puerta dio paso a la b
a se?ora de Lerne, le tomó seguramente por un malhechor, y sin embargo, le demostró que no le temía. Bajose de las
amp, que era tan sagaz como cualquier otra, y aun más, no, pudo dejar de reírse del contraste que ofrecía el se?or de Monthélin con su expresión amable y la inquietud mani
osible. Limitose, pues, aquel día a tocar ligera y melancólicamente lo conce