Lázaro
nía sus puntas y ribetes de pretencioso convite, no carecía de cierto aspecto de intimidad, pues sólo asist
l mayordomo, y a la hora fijada estaba puesta la mesa de tal suerte, que junt
versas formas y tama?os esperaban los más preciados vinos, y la tranquila luz de las lámparas iluminaba aquella lujosa sencillez, mientras sólo el continuo tic-tac del reloj rompía el silencio del comedor, como llamando a convidados y due?os. Oíanse por las habitaciones inmediatas, a un
de una camilla con lámpara de petróleo haciendo flores de trapo o redondeles de crochet, mientras alguno de los presentes cuenta lo que en la corte se dice cuidando de disfrazar la crónica escandalosa de modo que no dejen de enterarse las ni?as de la casa. Conoció al conde cuando éste acababa de perder a sus padres; se dejó abrazar varias veces en la penumbra de un pasillo, negánd
e un a?o de la corte para pasarlo en compa?ía de una tía pobre que vivía en un cortijo de Andalucía. Cuando, trascurridos dos a?os, el matrimonio volvió a Madrid, trajo en su compa?ía un precioso ni?o, que murió poco después de garrotillo mientras su madre estaba en un
e levantaba a las tres, almorzaba, iba en coche a paseo, se vestía a las ocho para comer, volvía a vestirse a las nueve para ir a la ópera, engalanábase de nuevo para dar una vuelta por algún salón de buen tono, regresaba a su casa a las cuatro, se empapaba en la lectura de novelas francesas hasta las ocho, y dormía hasta la hora de levantarse para repetir las mismas operaci
neral a quien el difunto legó sus placas en prueba de buena amistad; se dedicaba mucho a las cosas de iglesia, bacía novenas, y creyendo que esto no podía ya ponerla e
merecen pá
do los muchachos que recibían el préstamo no se pegaban un tiro y sus padres se veían amenazados por la deshonra, el se?or de Cupón transigía el asunto, viniendo s
ravagantes en el vestir, de conducta dudosa y a quienes acompa?aba a todas partes. Puede decirse que no tenía personalidad propia: todo el m
escribía revistas de bailes, detallando los trajes y prendidos de las damas. Llevaba las patillas te?idas de rubio y afeitado el bigote, que empezaba descaradamente a blanquear. Decían las gentes que algunas encopetadas se?oras le habían pagado con dulzuras infinitas, más que los elogios para ellas, las censuras para otra
a cuya mesa era uno de los mejores altares que pudo desear la gula. Mucho permitía su riqueza a los de Algalia; pero más valía su exquisi
una ni?a como Josefina y un clérigo como Lázaro; pues si ella contenía la libre lengua cortesana con su aspecto de p
propia vida y nuestras miserias; haciendo al teatro espejo donde las imágenes que se mueven en la acción fingida, sean, según su virtud o su torpeza, ejemplo de unos y escarmiento de otros. Servía de base al drama e
todo aquello que tenía todavía en cierto modo para ella el encanto de lo desconocido; y digo en cierto modo, porque era una de esas ni?as vírgenes que nada ignoran teóricamente, esforzándose en discurrir cuál será en la pr
a su sexo, y callaba también el cura, pensando que era excusado hablar cuando todos debían suponer que sólo en nombre de la misericordia podría hacerlo. La conversación quedó limitada al duque y Félix Aldea: el primero, apurando cuantos lugares comunes y frases hechas acoge la intransigencia disfrazada de moralidad, repetía los argumentos ideados por todos los que, afectando desconocer el origen de muchas faltas, son exigentes para que se les tenga por justos. Aldea, con animada frase, decía que la madre es disculpable muchas vec
cristiano y muy humanitario el olvido; pero yo no daría n
un instante el entrecejo, mordiéndose los labios, como para no decir lo que desde el fondo de la conciencia les mandaba la dignidad ultrajada.
a la discusión, y acabó de tomar tranq
e que nuestro querido don Láz
replicó Algalia,-ni puede entender
ués, Aldea, visiblemente conmovido, llevó al duque hasta el hueco de un balcón, y al
onseguido para usted esta distinción: al pisar por última vez su casa, he venido con el propósito de aumentar
rle, saludó al cura, hizo a los restantes una inclinación de cabeza, mirando profundamente a Josefina, extra?ada de tan repentina despedida
o, contener un estremecimiento de gozo: era la realización de su sue?o de oro. Su
el
la duquesa y su hija;-ven, hija mía. Aldea me ha dado este
o sucedido, atento sólo a su propio regocijo, leía y releía el nombramiento por cima de las hermosísimas cabezas de su esposa y su
ho? Aldea es
l momento sólo podía preocupar su senaduría,-?qué quie
ado de Josefina,-c
es: ellos saboreando el aromoso veguero, y ellas hablando de los trajes de la duquesa y su hija. S
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