Lázaro
desear la vuelta de Félix a la casa, sintiendo la pena de recordarla implorando su ayuda, comprendía la grandeza de su mal y lo imposible del remedio. Pero no se sorprendió al confesarse
erpo. Con frecuencia, sin dar al olvido sus encantos morales, se había parado a grabar en el fondo de su imaginación aquellas líneas que dibujaban un cuerpo formado de bellezas. Lázaro conocía hasta dónde llegaban el sutil ingenio de la ni?a y su candidez exenta de mojigatería; no se le ocultaba ninguna excelencia de condición y carácter; pero aquella noche se dijo que desde meses atrás hubiera podido dar detalles sobre la esbeltez del cuerpo, la peque?ez del pié, la roja frescura de la boca, o el delicioso mirar de las pupilas de Josefina. El capellán descubrió primero en ella una ser humano que parecía un ángel, y el hombre acabó por enamorarse de una mujer angelical, pero mujer al fin. Esto había sucedido natural, sencillamente, sin provocación de una parte o cálculo de otra, sobre todo sin
ramente con los preceptos que se le imponían; su buena fe le impulsaba a buscar, cada vez con más ahínco, una opinión, un juicio, que diera solución a sus dudas, algo fuerte en que apoyarse para vivir y creer al mismo tiempo;
nder; y, sin embargo, no cedía. La santidad de la misión impuesta le servía de refugio, o buscaba en las prácticas religiosas una ocupación piadosa, durante la cual
nte, consagrándose a él de modo que durante algunos días vivió embargado por su hermosa tarea; no salió de sus manos una sola moneda sin que supiera que realmente la necesitaba quien la recibía; se gozó en remediar las pesadumbres, y lo hizo con tal dulzura, desplegando tanta bondad, prodigando c
dudas, muertas al parecer aquellos días, tornaron a mostrarle las insaciables fauces, semej
acia y triste figura; un reclinatorio al pié del lecho; dos estantes de caoba deslucida llenos de libros, y una mesa también cargada de ellos hasta el punto de parecer rebosar, desparramándose por las sillas inmediatas; un modestísimo aguamanil de loza con su jofaina de lo mismo; un armario de pino barnizado,
lí. Lázaro buscaba la verdad en todas partes; en los grandes escritores paganos, como en los Padres de la Iglesia; en los heresiarcas más ilustres y los ortodoxos más severos; en los mantenedores del sentimiento religioso y en los descreídos pensadores modernos. Se enorgullecía con las certezas de la ciencia, y sonreía ante las promesas de las religiones; examinaba los
sus fraseologías de tecnicismos ingeniosos que dan nombre de cosas reales a creaciones del espíritu, afirmando lo que no demuestran; otros le decían que el hombre es fuerza y materia nada más, un reloj con cuerda para cierto número de a?os, que suele por su genio adelantarse al tiempo en que vive, que se retrasa por la ignorancia, que puede arreglarse cuando se descompone, pero que al fin se rompe; unos todo lo fundan en ideas, otros todo lo basan en hechos. Y cuan
una batalla en que se cuentan las preseas, no según lo que se trabaja, sino con arreglo a lo que se posee. Adquirir es el talismán que todo lo resuelve; no tener, el delito que
mbre, ser extra?o, ridículo y sublime al mismo tiempo, que con frecuencia es malo, pero que algunas veces es peor. Veía que, como la fruta pasa pronto de la madurez a la corrupción, el hombre pasa rápidamente de la experiencia al egoísmo, y se fue persuadiend
la humanidad, es el progreso. Vio que el mundo mejoraba con el tiempo, que el mal disminuía, y que sus antiguos maestros le habían pintado como perdurablemente malo lo que es eternamente perfectible. Aunque los estudios y las cavilaciones le amargaran, en el fondo de su al
sino que ambos están aquí abajo, dentro de nosotros mismos, en gérmenes dispuestos a brotar y florecer o podrirse, según los instintos, la educación, el tiempo o la voluntad del hombre. Y supo, en cuanto así, que en la
Por cima del decálogo casi divino que debía practicar,
del desaliento, pero siempre tenía que confesarse vencida. Su conciencia era un siervo puesto en la alternativa de alzarse en armas o aceptar humilde y bajamente
nga?os, torna a ella, y en sus brazos se arroja: Lázaro no tenía nido, ni regazo, ni brazos a que acogerse; llevaba, como una doble maldición, la duda en la frente y el amor en el alma. Su meditación de religioso se quebrantaba con sus cavilaciones de hombre, y si la e