Lázaro
que causaban los que iban saliendo, despidiéndose con regocijadas risas, y el húmedo relente con sus fríos vapores, hicieron a Lázaro volver en sí del
con costosos chales o vistosos abrigos. Unas se tapaban el escote aún sudoroso con el cachemir de cien colores; otras se envolvían entre las pieles del skunc, el zorro azul y la marta zibelina; esta contestando a un
os durante largo rato el ruido del rodar de los coches en las desiertas calles, cuando ya empezaba a
o adrede, y que, moviéndose de pronto cuidadosamente, se escurrió con cautela a lo largo de la casa, hasta penetrar en ella por una puerta de servicio, que por razón del baile aún estaba abierta aquella noche. Lázaro entonces intentó gritar; pero el asombro le ahogó l
n dos grandes corredores, uno que conducía al cuarto de la duquesa, y otro que llevaba al de Josefina. La puerta de aquella habitación estaba cerrada; pero apenas Aldea se detuvo ante ella, golpeándola suavemente con los nudillos, una de sus hojas se abrió calladamente hacia fuera, mostrando un brazo de mujer ce?ido por una manga
con el imperioso mandato que la conciencia le imponía, sintió latir en su alma vacilaciones, engendradas por la sorpresa, sospechas pérfidas, pero lógicamente sugeridas por los celos. La que supuso un ángel era mujer, y nada más; no merecía que el corazón de un hombre la ensalzara, ni que él la ador
la incontrastable fuerza de los celos, hasta el punto de que el miedo de hacer público el suceso, el temor al escándalo, y aun la idea horrible de ver
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lando y maldiciendo. Otros arreglaban los salones reparando el desorden que habían producido los convidados. El cocinero, seguido de un pinche que llevaba al hombro un esportón, atravesaba el jardín para tomar el camino de la plaza. El mozo de cuadra, calzados los zuecos y entonando una canción de su tierra, frotaba los arreos en la puerta de la coche
omo recordando aún los corrillos de que fueron asiento; los cristales, velados por el polvo de una noche de continuo movimiento; olvidado sobre una butaca un abanico; las bujías de los candelabros, apuradas hasta gotear sobre el terciopelo y el mármol que cubría las consolas, habían hecho saltar con su llama espirante alguna de las arandelas de cristal. Las puertas que ponían en comunicación unos salones con otros estaban abiertas, dejando ver, fingida por los espejos, la perspectiva de una gale
la prenda que la muchacha tenía entre las manos: una bata de riquísimo raso de un rojo muy brillante, el mismo rojo que Lázaro había visto en el brazo que la noche pasada cerró la puerta donde Aldea era esperado. Su sorpresa fue inmensa. Su pensamiento se resistió a
os trajes?-pregun
llevó ayer al paseo; y esta bata de raso rojo,-a?adió,-es la que se ha puesto de madrugada después del baile. Por cierto que se empe?ó en quedarse leyen
e Algalia, y el que pasaba por novio de la hija era su amante. ?Maldad inicua! La madre quería comprar el secreto de su delito a costa del reposo de la
bjeto servía para alejar sospechas. La inocencia era tercera sin saberlo, y su pureza cubría aquel
eció el alma del cura, y como el mal no engendra sino male
mbién puedes llegar
llevar más lejos la d
perdida la mujer amada, tanto más, cuanto más imposible. Ahora sus
ofá de raso, y el corsé de seda azul con trencillas blancas, caído al pié de una butaca. La heredera de los Algalias dormitaba en su cama de batistas y encajes como una maga recostada sobre una nube. Tenía desnudo, fuera de las ropas, un brazo, ce?ida aún la mu?eca por la pulsera lisa de oro mate, y en el otro, puesto sobre la almohada, apoyaba la cabeza, embelesada por ensue?os formados con reminiscencias de la víspera. Las sábanas habían quedado por un movimiento tirantes y presas bajo el peso del cuerpo, modelando a trozos la forma que cubrían; el embozo caído dejaba al descubierto algo más que el nacimiento del pecho. Nada turbaba la tranquilidad de aquel reposo reflejado en una respiración fácil e igual. L
o tiempo que su ma
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Werewolf
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