Lázaro
y tras larga conversación con su mujer, llegó a convencerse de dos cosas: era senador vitalici
de comprender cómo Aldea le había podido elevar hasta ser pater patrie, sentía vagamente el disgusto de tener que agradecer a tal hombre, a un cualquiera, tama?a honra. E
e un desagravio, tanto menos doloroso, cuanto que Aldea no había recogido públicamente la ofensa; pero luego, a solas, con el ce?o adusto y la mirada triste, abría a su mortificación libre salida, dando desahogo a su pena; arrojaba con desprecio sus alhajas en el sortijero: al no hallar lo que buscaba, cerraba con fuerza los cajoncitos de sus mueblecillos maqueados; recogía como con ira el abanico escurrido hasta la alfombra desde su falda de seda, y, al verlo en sus manos, metía distraídamente los dedos entre las varillas, o desgarraba el país con las sonrosadas u?as. Había momentos en que se humedecían sus párpados; pero el más leve rumor daba fuerza
as por la conducta que Félix observaba respecto a ella, pensó en que ya no vería cerca de sí al primer hombre en quien creyó hallar algo como una promesa de felicidad. Cuando llegó a en
a casa, y donde el duque guardaba en enormes armarios los libros que no cabían en las bibliotecas de su despacho o consideraba indignos de vistosa encuade
ando lo que allí estaba confundido. Abría un balcón que daba al jardín, y, respirando el gr
tro. El salón estaba casi oscuro; todo era sombra. Lázaro, para aprovechar la claridad que iba faltando por momentos, leía apoyado de espaldas en los hierros del balcón, y su figura se destacaba por negra sobre la amarillenta luz del crepúsculo. El vi
fina, adelantó algunos pasos, mientras ella permanecía
un apoyo o un consejo del único ser que no podía dárselo, y a quien era crueldad exigírselo. Los ojos de la ni?a suplicaban sin comprender el riesgo a que podía exponerle la súplica, y los de Lázaro querían entender el ruego; pero el cura veía alzarse ante sí su propia imagen, como se interpone lo imposible entre el hombre y la feli
hablar c
ibro, y, sin fuerza para contener el llanto, a través de sus propias lágrimas leyó estas palabras del Divino Maestro:.... Y ?ay de vosotros,
ma sesión del Senado; y al llegar al fin, en la rese?a de una votación nominal, los antojos de la impaciencia le hacían, buscar antes de tiempo su