Lázaro
a; pero frente a Margarita la energía y la resolución dieron en tierra; rompió a llorar, y balbuceó entre temores lo que se había propuesto decir claro. La duquesa, besándola cari?osamente, secó
o apacible y puro de la ni?a, sino amarga, desconsoladamente, con l
te la cuestión, le dijo que por su propio interés, por no pecar de ingrato y en gracia de Josefina, era necesario que Félix Aldea volviese como antes a frecuentar la casa. Examinose entre ambos cónyuges la cuestión, y el duque, que ya se iba encari?ando
fensor podía desagraviar al ofendido. Aceptada la idea, Margarita dejó al duque continuar su examen del reglamento de la alta Cámara, y vuelta a su cuarto, después de haber cerrado cuidadosamente las puertas para evitar verse de pronto sorprendida, se dejó caer en un sillón, apoyó en uno de sus anchos brazos los co
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rascas; se colgaron de la bóveda de cristales los aparatos para gas; se pusieron en los ángulos las mejores esculturas que había en la casa, haciendo que los mármoles blancos destacaran sobre fondos de oscuro follaje; se prepararon farolillos para las enramadas del parque; diose orden en las cocinas para que la cena fuera opípara; se apuraron todos los caprichos que puede
a la madrugada; los mirones y curiosos, estacionados en la acera opuesta, contemplaban aquellas grandezas haciendo comentarios, sugeridos por la hermosura de las mujeres o la envidia de las riquezas; los salones se iban llenando, y el calor que la aglomeración y las luces engendraban iba animando y coloreando los rostros. Aquí se oían alabanzas a los due?os de la casa, dichas en voz alta; allá se agrupaban otros a murmurar censuras; unos b
cer, con tanto imperio sobre las almas de toda aquella gente; tanto goce se reflejaba en sus caras, q
con prevención a las viudas, y tratando de inquirir el dote de las solteras. Hacia los extremos del salón veíanse algunas parejas, más ocupadas de sí mismas que del prójimo, en que ella parecía resignarse a conceder lo que deseaba otorgar, mientras él se obstinaba en pedir lo que luego había de cansarle. En un círculo se discurría de política; se comentaba en voz baja el escándalo de la semana, pronunciando al oído y en secreto los nombres de los protagonistas. Algún caballero se acercaba con disimulo a las habitaciones contiguas, espiando el
blanco, entre cuyos esculturales pliegues se quebraba la luz como en un mármol flexible, había llegado de París aquella ma?ana, y las dos perlas negras que llevaba en las orejas valían una fortuna. Al lado de su madre, Josefina parecía el nuevo brote de una flor hermosísima: la madre era como esas
es, preguntándose:-?No vendrá? Contestaba lo más brevemente que podía desde?osa y displicente, y de cua
cambiaron ambos algunas frases de simple cortesía, llegose luego a Josefina, y un momento después se les vio co
él desconocidas, de lujos ignorados, le produjeron una impresión extra?a, fuerte porque era nueva, y poderosa porque era continuada. La vista de aquel incesante movimiento, la luz arrancando destellos en pedrerías y collares, las damas, unas de semblante fresco como flores de campo, ajadas otras por los afeites o los a?os, engalanadas con sedas de todos los matices, desnudas las espaldas y los pechos a propio intento revelados en lo poco que el raso les cubría, el aire bochornoso y viciado que por la reja se escapaba, acabaron de marear al cura, sin que por eso dejara de mirar con ansia, creyendo a cada instante descubrir novedades que hiriesen su imaginación y calmasen sus agitados nervios. Hubo un momento en que la música apagó todos los otros ruidos; el ritmo sonoro y melódico de sus notas parecía arrastrarse como aurora de primavera en plantío de rosas; los giros lánguidos de acordes amortiguados y dulcísimos se trocaban de pronto en explosión de sonidos alegremente locos, y las armonías se esparcían como suspiros que volaban a refugiarse entre los pliegues de las amplias colgaduras, produciendo combinaciones raras, que se perdían, unas envueltas entre los giros de otras, como crujir de sedas y estallar de besos comprimidos. Las parejas iban deslizándose rápidamente ante la reja en
ra, el aborrecimiento y la venganza. La que entonces le pareció más que nunca creada por el Se?or con hueso de su hueso y carne de su carne, la prometida por el deseo y la Naturaleza para ser satisfacción de sus amores, la mujer que era emblema de su ideal
ivamente el mal. El odio pasó sin detenerse sobre el espíritu de Lázaro, como la gota de agua que resbala por el hierro candente. Las fuerzas le faltaron, y mientras los alegres
s llamas del gas se reproducían hasta lo infinito en las grandes lunas venecianas, que, multiplicando las imágenes, creaban una confusión extra?a, y empezaba a reinar ese desorden propio de todo sitio donde se divierten muchos a la vez. Allí dentro todo eran goces y alegrías; fuera no habídamente las ramas, y algún pájaro, desvelado por los inusitados ruidos, batía las alas piando alegreme